lunes, 30 de noviembre de 2009

Honduras y Uruguay: comicios contrastados.

Editorial La Jornada

Ayer, en contextos radicalmente diferentes, se llevaron a cabo elecciones presidenciales en Uruguay y en Honduras. En el primer caso, la jornada comicial fue una fiesta cívica ejemplar en la que el candidato progresista postulado por el Frente Amplio (FA), en el gobierno, José Mujica, se impuso en segunda vuelta, sin dudas ni impugnaciones, al ex presidente derechista Luis Alberto Lacalle, del Partido Nacional o "Blanco". En la nación centroamericana, en cambio, tuvo lugar un proceso fársico, privado de credibilidad y de legitimidad, en el que las voluntades determinantes no fueron las de los ciudadanos hondureños, sino la de la reducida oligarquía local y la del gobierno de Estados Unidos.

En el país sudamericano, la elección presidencial de ayer ponía en juego la continuidad o la interrupción del programa social y económico que ha venido aplicando el FA desde 2005, cuando la izquierda estrenó su primer gobierno nacional, encabezado por Tabaré Vázquez, programa que el año pasado logró reducir la pobreza en 5.5 puntos porcentuales (a 20.5 por ciento de la población) y que en 2009 evitó la caída del país oriental en la recesión y se tradujo incluso en un moderado crecimiento –en medio de la crisis económica mundial– de 1.2 por ciento.

En cambio, los comicios en Honduras, efectuados por un poder golpista y usurpador, respaldados en solitario por Washington y desdeñados por la mayor parte de la ciudadanía, pueden verse como un empeño del poder oligárquico por legitimar su toma por asalto de las instituciones, a fines de junio pasado; la expulsión ilegal del país del presidente constitucional, Manuel Zelaya, y la posterior conformación de una presidencia usurpada, represiva y antipopular, que recayó en Roberto Micheletti. En tales circunstancias, la victoria del candidato Porfirio Lobo (Partido Nacional) sobre Elvin Santos (Partido Liberal) carece de relevancia. De hecho, la principal inquietud internacional no era la consecuencia formal del comicio, sino la materialización del peligro de confrontaciones masivas entre el difuso pero perseverante movimiento de resistencia contra el golpe de Estado de junio, y las fuerzas policiales y militares.

Así como cabe felicitarse por el desarrollo y los resultados de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales celebradas ayer en Uruguay, resulta inevitable dudar de la perspectiva de que la mascarada efectuada en Honduras conduzca a una normalización democrática y constituya una salida a la crisis política que persiste en ese país, como han esbozado los golpistas hondureños y la presidencia de Barack Obama.

En contraste con Washington y con el presidente costarricense, Oscar Arias, cuya obsecuencia para con el gorilato hondureño ha llegado a grados deplorables, la mayor parte de los gobiernos latinoamericanos, encabezados por el de Brasil, han anunciado su determinación, correcta y ética, de no reconocer como autoridad legítima de Honduras a quien fuera declarado ganador de la farsa efectuada ayer. Es demandable que el Ejecutivo federal de nuestro país se sume sin reservas a esa postura continental mayoritaria y se abstenga de conceder el menor gesto de reconocimiento diplomático a quien, en Tegucigalpa, quede a cargo de dar continuidad y consumación al golpismo. Para finalizar, los sectores más lúcidos y conscientes de la sociedad hondureña tienen ante sí la perspectiva amarga de una lucha prolongada para restituir el orden constitucional vulnerado por el cuartelazo de junio. Menos ardua y dolorosa será esa tarea cuanto menor sea el margen de maniobra internacional que se otorgue al gobernante que remplace en el cargo a Micheletti.

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