La obra del “obispo de los pobres” no pudo desmontarla ni el Vaticano
Desde la madrugada de ayer, decenas de personas esperaban en la catedral de San Cristóbal de las Casas la llegada del cuerpo de su guíaFoto Víctor Camacho
Blanche Petrich
Periódico La Jornada
Miércoles 26 de enero de 2011, p. 4
El sueño de Samuel Ruiz García, poder ordenar en su diócesis a los primeros sacerdotes indios de Chiapas, nunca se pudo cumplir. Pero en cambio dejó en su extensa diócesis de San Cristóbal de las Casas una estructura de diáconos indios que democratizaron la institución clerical –según lo describe el historiador Jan de Vos– y que a partir de 2000, cuando el histórico prelado se retiró, no pudo ser desmontada por su sucesor Felipe Arizmendi, a pesar de las órdenes puntuales que en su momento recibió del cardenal Ángelo Sodano desde Roma.
“La obra de don Samuel no se desmontó en la década reciente –explica Pablo Romo, que en esos años, como fraile dominico, trabajaba muy cercano al obispo en el área de la defensa de los derechos humanos– porque no fue la construcción de un solo hombre, sino de muchos, religiosos, religiosas y seglares. Y sobre todo fue un legado bien arraigado en el corazón de los indígenas”.
Hace 11 años, cuando Samuel Ruiz se retiró de Chiapas, no había un solo servicio (luz, drenaje, teléfono, agua potable, carreteras, salud o educación) que cubriera la totalidad del territorio de la diócesis sancristobalense, con más de un millón y medio de personas en cerca de 2 mil comunidades, en su mayoría indígenas. Excepto el servicio religioso. Aunque la región sólo contaba con 58 sacerdotes, 100 misioneros y 173 religiosas, tenía para entonces 400 diáconos ordenados y eso permitía que cada ermita pudiera celebrar misas y fiestas cada que correspondía.
Contaba en esa época el párroco de Guatquitepec, Ignacio Morales, jesuita y hermano del párroco de Bachajón, Mardonio Morales: “Mientras más diáconos haya, más viable es nuestra misión”.
Pero esta obra, que por lógica debería ser admirada por la Iglesia, no cae nada bien entre los poderosos jerarcas del Vaticano, en parte por una visión racista prevaleciente en Roma y en parte porque el concepto indígena entra en fricción con uno de los tabúes máximos del catolicismo: el celibato de sus clérigos. Entre los indígenas de Chiapas, un hombre soltero, sin una mujer al lado, es un hombre incompleto, inmaduro, a quien no se le pueden otorgar responsabilidades de peso frente a la comunidad. Sólo en pareja se alcanza la plenitud.
Los agentes de pastoral de San Cristóbal –sean jesuitas, dominicos o diocesanos– entienden, cada uno con su matiz, esta naturaleza y la asumen. Cada tunujel (diácono en tzotzil) o abatinel (en tzeltal) puede leer las escrituras, dar la comunión e impartir algunos sacramentos en ausencia de un sacerdote. Pero antes de acceder a ese grado, el diácono y su esposa pasan por un largo proceso de preparación, servicio, estudio y pruebas.
De Xicotepec a Huixtán
En 1970, todavía frescas las experiencias de la conferencia episcopal de Medellín, Samuel Ruiz citó, como integrante del Centro Episcopal de la Pastoral Indígena, a una reflexión en la que participaron catequistas indígenas de todo México sobre las dificultades con las que tropiezan en sus comunicades con la estructura eclesial. Se realizó en Xicotepec, Veracruz, tierra totonaca.
El resultado es un documento redactado en muchas lenguas, pero que en español se llama Indígenas en polémica con su Iglesia y constituye, en pocas palabras, un ejercicio en el que los clérigos abren oídos a las críticas y quejas acumuladas por siglos de los fieles en los pueblos indios.
Andrés Aubry, antropólogo, ex jesuita y cercano amigo de Ruiz García, explica que fue precisamente a partir del consenso de Xicotepec que el obispo pudo pasar a la acción, aplicando en Chiapas el decreto conciliar Ad gentes, nombrando a los primeros diáconos indígenas permanentes. En 20 años ordenó a 300 de ellos, todos casados, el mayor número en todas las diócesis de la República, donde se contaban en aquellos años apenas 10. En América Latina sólo había 100. Para no provocar mayores fricciones con la jerarquía romana, se evitó el término “diaconesa”.
El 18 de enero de 2000, en la que se conoce como la liturgia de Huixtán, ya como parte de su despedida, don Samuel ordenó a otros 103 diáconos, al lado de su adjunto Raúl Vera. Provenientes de todas las etnias del estado, incluidos algunos mestizos, los servidores son investidos en forma permanente, con la mayor solemnidad y estricto apego a los cánones vaticanos y al ritual romano. En esa ocasión el obispo saliente elevó una plegaria: “Pedimos a Dios que este árbol no sea lastimado”.
Al tomar conocimiento de las ordenaciones en Huixtán, el Vaticano reacciona con virulencia, el nuncio Justo Mullor cancela su participación en la misa solemne para despedir al obispo de San Cristóbal y se preparan represalias ulteriores.
El 23 de febrero, el secretario de Estado del Vaticano, cardenal Sodano –sin competencia en materia de sacramentos– convoca una reunión de dicasterios en Roma para analizar la ordenación de estos diáconos indígenas, se subraya en los documentos que surgen de esa reunión.
De modo racista –acentúa Aubry– el Vaticano pide que se evite usar el término diácono indígena permanente, invita a los ya ordenados a desertar y pone en duda la conciencia religiosa que pudieran tener los 400 ordenados. Explica Aubry que “esta iglesia puede aparecer diferente, por su riqueza, a los occidentales cuando en realidad es un secreto de Dios y la garantía de que las raíces crecerán profundas en la diversidad de cada grupo humano”.
En esta última década, bajo el obispado de Felipe Arizmendi, no han sido ordenados nuevos diáconos indígenas en Chiapas. Los que ejercen el diaconado van envejeciendo y no hay relevo. “Y es cierto –admite Pablo Romo, quien en este periodo también dejó el sacerdocio y hoy trabaja en Servicios y Asesoría para la Paz (Serapaz) en México–, sí hay intereses de altos niveles de la Iglesia y otros poderes para dividir y desmantelar la obra de Samuel Ruiz. Se generan divisiones, se introducen otros movimientos. Pero a pesar de todo, lo sustantivo sigue ahí, en la raíz”.
Desde la madrugada de ayer, decenas de personas esperaban en la catedral de San Cristóbal de las Casas la llegada del cuerpo de su guíaFoto Víctor Camacho
Blanche Petrich
Periódico La Jornada
Miércoles 26 de enero de 2011, p. 4
El sueño de Samuel Ruiz García, poder ordenar en su diócesis a los primeros sacerdotes indios de Chiapas, nunca se pudo cumplir. Pero en cambio dejó en su extensa diócesis de San Cristóbal de las Casas una estructura de diáconos indios que democratizaron la institución clerical –según lo describe el historiador Jan de Vos– y que a partir de 2000, cuando el histórico prelado se retiró, no pudo ser desmontada por su sucesor Felipe Arizmendi, a pesar de las órdenes puntuales que en su momento recibió del cardenal Ángelo Sodano desde Roma.
“La obra de don Samuel no se desmontó en la década reciente –explica Pablo Romo, que en esos años, como fraile dominico, trabajaba muy cercano al obispo en el área de la defensa de los derechos humanos– porque no fue la construcción de un solo hombre, sino de muchos, religiosos, religiosas y seglares. Y sobre todo fue un legado bien arraigado en el corazón de los indígenas”.
Hace 11 años, cuando Samuel Ruiz se retiró de Chiapas, no había un solo servicio (luz, drenaje, teléfono, agua potable, carreteras, salud o educación) que cubriera la totalidad del territorio de la diócesis sancristobalense, con más de un millón y medio de personas en cerca de 2 mil comunidades, en su mayoría indígenas. Excepto el servicio religioso. Aunque la región sólo contaba con 58 sacerdotes, 100 misioneros y 173 religiosas, tenía para entonces 400 diáconos ordenados y eso permitía que cada ermita pudiera celebrar misas y fiestas cada que correspondía.
Contaba en esa época el párroco de Guatquitepec, Ignacio Morales, jesuita y hermano del párroco de Bachajón, Mardonio Morales: “Mientras más diáconos haya, más viable es nuestra misión”.
Pero esta obra, que por lógica debería ser admirada por la Iglesia, no cae nada bien entre los poderosos jerarcas del Vaticano, en parte por una visión racista prevaleciente en Roma y en parte porque el concepto indígena entra en fricción con uno de los tabúes máximos del catolicismo: el celibato de sus clérigos. Entre los indígenas de Chiapas, un hombre soltero, sin una mujer al lado, es un hombre incompleto, inmaduro, a quien no se le pueden otorgar responsabilidades de peso frente a la comunidad. Sólo en pareja se alcanza la plenitud.
Los agentes de pastoral de San Cristóbal –sean jesuitas, dominicos o diocesanos– entienden, cada uno con su matiz, esta naturaleza y la asumen. Cada tunujel (diácono en tzotzil) o abatinel (en tzeltal) puede leer las escrituras, dar la comunión e impartir algunos sacramentos en ausencia de un sacerdote. Pero antes de acceder a ese grado, el diácono y su esposa pasan por un largo proceso de preparación, servicio, estudio y pruebas.
De Xicotepec a Huixtán
En 1970, todavía frescas las experiencias de la conferencia episcopal de Medellín, Samuel Ruiz citó, como integrante del Centro Episcopal de la Pastoral Indígena, a una reflexión en la que participaron catequistas indígenas de todo México sobre las dificultades con las que tropiezan en sus comunicades con la estructura eclesial. Se realizó en Xicotepec, Veracruz, tierra totonaca.
El resultado es un documento redactado en muchas lenguas, pero que en español se llama Indígenas en polémica con su Iglesia y constituye, en pocas palabras, un ejercicio en el que los clérigos abren oídos a las críticas y quejas acumuladas por siglos de los fieles en los pueblos indios.
Andrés Aubry, antropólogo, ex jesuita y cercano amigo de Ruiz García, explica que fue precisamente a partir del consenso de Xicotepec que el obispo pudo pasar a la acción, aplicando en Chiapas el decreto conciliar Ad gentes, nombrando a los primeros diáconos indígenas permanentes. En 20 años ordenó a 300 de ellos, todos casados, el mayor número en todas las diócesis de la República, donde se contaban en aquellos años apenas 10. En América Latina sólo había 100. Para no provocar mayores fricciones con la jerarquía romana, se evitó el término “diaconesa”.
El 18 de enero de 2000, en la que se conoce como la liturgia de Huixtán, ya como parte de su despedida, don Samuel ordenó a otros 103 diáconos, al lado de su adjunto Raúl Vera. Provenientes de todas las etnias del estado, incluidos algunos mestizos, los servidores son investidos en forma permanente, con la mayor solemnidad y estricto apego a los cánones vaticanos y al ritual romano. En esa ocasión el obispo saliente elevó una plegaria: “Pedimos a Dios que este árbol no sea lastimado”.
Al tomar conocimiento de las ordenaciones en Huixtán, el Vaticano reacciona con virulencia, el nuncio Justo Mullor cancela su participación en la misa solemne para despedir al obispo de San Cristóbal y se preparan represalias ulteriores.
El 23 de febrero, el secretario de Estado del Vaticano, cardenal Sodano –sin competencia en materia de sacramentos– convoca una reunión de dicasterios en Roma para analizar la ordenación de estos diáconos indígenas, se subraya en los documentos que surgen de esa reunión.
De modo racista –acentúa Aubry– el Vaticano pide que se evite usar el término diácono indígena permanente, invita a los ya ordenados a desertar y pone en duda la conciencia religiosa que pudieran tener los 400 ordenados. Explica Aubry que “esta iglesia puede aparecer diferente, por su riqueza, a los occidentales cuando en realidad es un secreto de Dios y la garantía de que las raíces crecerán profundas en la diversidad de cada grupo humano”.
En esta última década, bajo el obispado de Felipe Arizmendi, no han sido ordenados nuevos diáconos indígenas en Chiapas. Los que ejercen el diaconado van envejeciendo y no hay relevo. “Y es cierto –admite Pablo Romo, quien en este periodo también dejó el sacerdocio y hoy trabaja en Servicios y Asesoría para la Paz (Serapaz) en México–, sí hay intereses de altos niveles de la Iglesia y otros poderes para dividir y desmantelar la obra de Samuel Ruiz. Se generan divisiones, se introducen otros movimientos. Pero a pesar de todo, lo sustantivo sigue ahí, en la raíz”.
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