domingo, 16 de enero de 2011

La memoria infinita de Manuel Puig

La memoria infinita de Manuel Puig

Araceli Rodríguez López

El aleph, de Borges, representa la contención del todo, y esa imagen de concentración se asemeja a la que traza la idea del espacio en la literatura. La imagen del aleph puede parecer excesiva para hablar de las películas de Jane Randolph, pero hay en los textos de Manuel Puig una suerte de luz contenida que se parece mucho a ese olvido que irremediablemente nos hace perder la imagen amada.

En la novela El beso de la mujer araña (publicada en 1976), los espacios son resultado de un proceso memorístico que implica la concentración del todo y su fijación en imágenes. Imágenes ligadas, en los relatos de Molina, el narrador, a las películas que ha visto y, en la historia, a las que se van conformando en los escuchas, tanto en Valentín, compañero de celda de Molina, como en el lector-voyeur.

En El beso… lo representado es el acto memorístico de Molina. Él es la única voz que nos hace llegar lo recordado en breves despertares. Lo único externo a él es la acción, la trama que se va desarrollando durante la lectura es la estructura que acoge al personaje memorioso. Esta novela no es, por supuesto, un tratado sobre la memoria, es sólo una novela sobre los nocturnos y banales recuerdos de un cursi homosexual encarcelado, que los cuenta y son oídos y, en ese proceso, se vuelven las imágenes del otro.

Puig no hace ninguna reflexión al respecto. No en vano lo que más se le ha reconocido son sus historias. ¿Quién tiene mejores historias que contar?, se preguntó alguna vez Cabrera Infante. Las historias dicen; la forma en que la historia está contada, trasmite lo que se quiere decir.

En un pequeño texto que aparece a manera de prólogo en una compilación de sus argumentos para cine, Manuel Puig se cuestionaba sobre si algunas personas son “personajes de melodrama” y otras son “personajes de dramas”. La preocupación por la existencia de un destino melodramático que “Te cae, y te electrocuta como un rayo” enmarca toda una serie de dudas que recorren la obra de Puig de manera constante, a través de los múltiples recursos de carácter popular que pueblan su obra. ¿Qué hace que un destino sea melodramático? Esta preocupación avanza sobre el vértice de lo que se piensa y lo que se siente, sobre la posibilidad de que existe una versión “profunda” del hombre y una versión “superficial” cuya sensibilidad está a flor de piel. ¿Pueden los seres cuya historia es de melodrama ser algo más que una versión maltrecha de los otros? ¿Puede conmovernos profundamente su historia, su desgracia, su alegría? ¿Pueden ser esas sensaciones algo más que la superficie de nuestros sentimientos? ¿El amor que se ve en la telenovela, que brilla en la lágrima que corre cursimente por la mejilla de la heroína es tan profundo, tan humano y tan digno de ser visto, recordado o imaginado como cualquier otro? Más allá todavía: ¿puede considerarse hermoso?

La obra de Puig ha sido estudiada a partir de la dicotomía estética formada por la cultura popular y el arte. En sus textos, el cine, el folletín, las conversaciones cotidianas, las cartas y diarios personales, entre otros recursos, constituyen el material básico de la creación; a partir de ellos se ha observado que las posibilidades ficcionales de estos objetos van unidas a una visión pop de la literatura, y la valoración de la obra como texto literario está relacionada a los planteamientos que subyacieron en la propuesta del pop art.

Es obvio que una de las primeras características que se observa en su literatura es su referencia a una realidad espacio-temporal específica. Este asentamiento de la ficción en un contexto concreto se traduce en los rasgos específicos ya señalados en la definición del arte popular: permite su difusión entre “el pueblo” ya que no está armado en un lenguaje particular sino cotidiano y, por supuesto, se distingue en cuanto a su recepción del arte “elitista”.

Pero aquí es donde vuelve a ser pertinente la pregunta: ¿cómo trasmitir el infinito aleph que se ha visto? La propuesta de Puig es simple: Molina recuerda.

Molina, como voz y entidad dotada de imaginación, tiene la forma, la figura, de un personaje cursi, pero un rasgo que no se puede dejar de lado es su conciencia de esa cursilería; él mismo se define como tal, como ignorante, como “loca”, su percepción de sí mismo va en este tenor. Es un personaje melodramático y él lo sabe. El medio que utiliza Puig para trasmitir el infinito universo es un personaje de melodrama, que no tiene la culpa de nada de lo que le pasa, que no podrá trascender, ni “ganaría ningún Oscar” como el mismo Puig dice.

Molina es el medio para la creación: primero él vio las películas, las aprehendió de tal manera que le han dejado huella. Molina posee esas imágenes memorables. La importancia de haber elegido una visión como la de Molina para configurar esas imágenes es obvia: es una visión cursi y “maltrecha”, sus recursos son vulgares, no tiene la sensibilidad educada que le permita llevar lo que observa a una profundización dramática, a una individualización. Sus problemas, sus sensaciones, no serán más que lugar común, como él mismo, no habrá conflicto al carecer de carácter. Con esto se despoja a sus recuerdos de trascendencia, se le ubica como objeto de análisis (en primera instancia por parte de Valentín).

Los objetos observados también corresponden a esta misma lógica. La mirada de Molina no se fija en lo importante, sino en lo banal: no sabe explicar la maravilla sino a través de recrear el objeto que lo ha maravillado. La única manera que tiene de hablar de su universo y de tratar de entenderlo es volviéndolo a tener presente y esa presencia se da a través de la trama; el sentido no viene sino a través de lo que está implicado en el gesto descrito: la lagrima o el brillo significa porque contiene un dolor o una alegría indecible que los personajes no son capaces de (o no les corresponde) decir. Son los enlaces en la historia los que dicen; lo relevante o significativo en la mujer que mira a lo lejos y llora es el hecho de que el destino la ha alejado, por las casualidades comunes en los melodramas (y en la vida) de su amado. Lo que Molina no explica es por qué eso lo conmueve, lo que no dice es que en esa “hermosa” lágrima, él ve, una y otra vez, repetido hasta el hartazgo, su personal sufrimiento, tan banal, tan cursi; en esa lágrima, símbolo del universo cual aleph borgeano, él ve todo su destino.
Ensayo. Original La Jornada

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