Agente de la Policía Federal en tareas de vigilancia en un retén en la ciudad de Monterrey Foto Reuters
Nadie resiste el llamado: gobernantes y opositores, funcionarios y empresarios, jefes de policía y cabezas de ONG, periodistas y encuestadores, todos por igual, acuden ante diplomáticos de Estados Unidos para contarles lo que deseen saber sobre los asuntos de México. La embajada y los consulados de Washington son confesionario, diván, ventanilla de gestiones y paño de lágrimas, para la clase política y para los notables. En no pocas ocasiones, políticos y altos funcionarios comunican a los diplomáticos estadunidenses cosas que no se atreverían a sostener en público; les adelantan, además, intenciones legislativas, les consultan esbozos de programas oficiales o les exponen situaciones de las que la sociedad mexicana no tiene conocimiento. Los representantes de Estados Unidos acreditados en México son, en conjunto, el más importante interlocutor en la vida institucional de este país. Posiblemente no sea una revelación, pero resulta, en todo caso, una confirmación de lo que siempre se ha sospechado y dicho, y que ahora se documenta en un paquete de dos mil 995 cables informativos, redactados por diplomáticos estadunidenses de diverso rango. y que fueron enviados al Departamento de Estado desde México o desde terceros países.
Este material informativo fue proporcionado a La Jornada por Sunshine Press Productions, que preside Julian Assange, portavoz y fundador de Wikileaks, y abarca cables fechados desde 1989 hasta 2010. 24 de ellos están clasificados como “secretos”; 461 se consideran “confidenciales”; 870 son “clasificados” y mil 588 han sido “desclasificados”. Es razonable suponer que se trata de un segmento de algo más amplio; así lo deja ver la disparidad numérica por años de emisión (un solo cable de 1989, 38 de 2005 y mil 206 de 2009, por ejemplo) y las referencias a documentos que no están en el conjunto. El material recibido consiste, en su gran mayoría, de reportes sobre pláticas con personalidades políticas, administrativas, mediáticas, policiales y militares, informes de reuniones, análisis regionales o temáticos de distinto calado y extensión, apuntes sobre pequeñas gestiones o bien simples reseñas insípidas de los medios nacionales. Lo que los documentos revelan, en forma aislada o leídos en conjunto, es lo siguiente:
Clase política de informantes
Existe una casi absoluta disposición de políticos, legisladores y funcionarios mexicanos para informar extensamente a los diplomáticos del gobierno estadunidense, así como una generalizada obsecuencia para con sus interlocutores de esa nacionalidad; resulta un tanto sorprendente que ninguno de los cables consigne, por parte de los informantes mexicanos, una sola crítica hacia Estados Unidos, prácticamente ningún reclamo y ni una sola expresión de hostilidad. En varios casos, los connacionales citados comparten con sus interlocutores extranjeros la preocupación por eventuales reacciones adversas de la opinión pública local hacia el gobierno del país vecino, y se esfuerzan por presentarse como socios confiables. En ocasiones, y con tono de disculpa, advierten de antemano a sus entrevistadores que tendrán que formular, en público, alguna divergencia con respecto a Washington, a fin de no parecer demasiado proestadunidenses ante la sociedad.
En no pocos de los cables se consigna la sorpresa de los autores por la inesperada expresividad y el espíritu de colaboración de sus entrevistados, quienes por lo general responden a cuanta pregunta se les haga, pero no formulan ninguna. La masa de documentos proporcionados a este diario por Sunshine Press Productions no incluye comunicaciones relativas al espionaje propiamente dicho, pero queda claro que la locuacidad de políticos, funcionarios y comunicadores mexicanos casi podría ahorrarles el trabajo a los espías procedentes de la otra orilla del río Bravo.
De la lectura del material se desprende que en México, por lo que toca a la clase política, el tan citado sentimiento antiestadunidense es un mito urbano. Hace medio siglo, las izquierdas, el centro y hasta las derechas convergían en una animadversión variopinta hacia Estados Unidos que se originaba, respectivamente, en el antimperialismo, en el nacionalismo revolucionario y en el rechazo católico y castizo al protestantismo anglosajón. Bajo esas expresiones ideológicas subyacía una constante incuestionable de la realidad: a lo largo de la historia de México como nación independiente, las más graves y abundantes amenazas a su seguridad, integridad y soberanía han provenido del vecino del norte.
A lo que puede verse, la era del Tratado de Libre Comercio ha producido en México una casta dominante que, o bien se quedó sin memoria histórica, o bien perdió el sentido de pertenencia a su propio país. Los entrevistados hablan mal unos de otros; los funcionarios estatales y municipales acuden directamente a los representantes de Washington para pedir ayuda ante la inseguridad y el acoso de la delincuencia, y se brincan olímpicamente a la Federación; los empleados federales se quejan de los estatales y municipales; en el curso de los contactos, cada cual vela por sus propios intereses –nadie invoca la defensa o la promoción del interés nacional– y la vista de conjunto podría describirse con la expresión “cada quien para su santo”.
El proconsulado, al desnudo
En contraste, los representantes diplomáticos estadunidenses operan, casi invariablemente, con un sentido de Estado y con una cohesión que sólo se rompe en lo estilístico. Una expresión recurrente: “en beneficio de nuestros intereses”. Más allá de eso, el material informativo pone de manifiesto la insaciable curiosidad de los personeros de Washington, su avidez –casi podría decirse: su morbo– por conocer a detalle los asuntos mexicanos, y su obsesión por armar visiones de conjunto de los temas de nuestro país. Paradójicamente, el rigor empeñado en la recopilación de información no necesariamente se traduce en agudeza de entendimiento: con frecuencia, los diplomáticos dejan de ver el bosque por observar los árboles. Dan por sentado que los fenómenos delictivos se corregirán mediante acciones meramente policiales y militares; se empeñan en hurgar en el desempeño en materia de derechos humanos de miles de policías, militares y funcionarios, aunque olvidan averiguar sus antecedentes penales; en primera intención, suelen observar a sus interlocutores con distancia y escepticismo, pero acaban por creer lo que éstos les platican y, con una inocencia casi conmovedora, informan a Washington que los problemas están en vías de solución gracias al programa fulano, que hay voluntad política para enfrentar los obstáculos y terminan, de esa forma, por convertirse en creyentes casi únicos de un credo dudoso: el discurso oficial.
Otra inconsecuencia notable es el prurito de los diplomáticos del norte por mostrarse “neutrales” en materia de política partidista mientras que, al mismo tiempo, exhiben una insistencia monolítica en promover, en lo económico, las “reformas” que preconiza la doctrina neoliberal. De los documentos se infiere que sus redactores realmente creen que el Consenso de Washington es consenso, y no alcanzan a ver que las tomas de posición en favor o en contra del neoliberalismo se traducen en programas partidistas; en consecuencia, ellos, los diplomáticos, se convierten en instrumentos de una flagrante intervención de su gobierno en asuntos políticos de México.
A la embajada de Estados Unidos en México, es decir, a la representación del Departamento de Estado, no parece importarle que el poder público se tiña de azul, de tricolor o de amarillo, siempre y cuando la autoridad resultante se conduzca con apego a las tendencias privatizadoras, desreguladoras y depredadoras vigentes en forma declarada desde 1988. En ese punto, la injerencia es descarnada y abierta, y los funcionarios estadunidenses actúan como procónsules y, en no pocas situaciones, como gestores de los intereses empresariales de su país en un territorio intervenido desde hace lustros, no mediante el despliegue de fuerzas militares, sino por medio de la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte.
En los días que corren, la intervención extranjera resulta particularmente inocultable en materia de seguridad y de combate a la delincuencia y al tráfico de drogas. En este terreno, los estadunidenses no se cuidan de guardar las formas y se revelan, una y otra vez, como los verdaderos conductores de la “guerra” contra la criminalidad organizada. Esa “guerra” es el más reciente conducto para la injerencia y el creciente control de Estados Unidos sobre México. Muy anterior a ella es el sometimiento voluntario a Washington por parte de políticos representantes populares, funcionarios, mandos policiales y castrenses, así como de algunos comentaristas y directivos de medios. Eso se ha dicho muchas veces y en muchos tonos, y se ha evidenciado, una vez más, en las declaraciones formuladas el lunes por el subsecretario de la Defensa del país vecino, Joseph Westphal, y complementadas el martes por la secretaria de Seguridad Interior, Janet Napolitano, sobre perspectivas de ocupación militar masiva. Los casi tres mil cables diplomáticos que Sunshine Press Productions facilitó a La Jornada permiten corroborar que la intervención política y económica se adelantó, por mucho, a tales escenarios.
Clase política de informantes
Existe una casi absoluta disposición de políticos, legisladores y funcionarios mexicanos para informar extensamente a los diplomáticos del gobierno estadunidense, así como una generalizada obsecuencia para con sus interlocutores de esa nacionalidad; resulta un tanto sorprendente que ninguno de los cables consigne, por parte de los informantes mexicanos, una sola crítica hacia Estados Unidos, prácticamente ningún reclamo y ni una sola expresión de hostilidad. En varios casos, los connacionales citados comparten con sus interlocutores extranjeros la preocupación por eventuales reacciones adversas de la opinión pública local hacia el gobierno del país vecino, y se esfuerzan por presentarse como socios confiables. En ocasiones, y con tono de disculpa, advierten de antemano a sus entrevistadores que tendrán que formular, en público, alguna divergencia con respecto a Washington, a fin de no parecer demasiado proestadunidenses ante la sociedad.
En no pocos de los cables se consigna la sorpresa de los autores por la inesperada expresividad y el espíritu de colaboración de sus entrevistados, quienes por lo general responden a cuanta pregunta se les haga, pero no formulan ninguna. La masa de documentos proporcionados a este diario por Sunshine Press Productions no incluye comunicaciones relativas al espionaje propiamente dicho, pero queda claro que la locuacidad de políticos, funcionarios y comunicadores mexicanos casi podría ahorrarles el trabajo a los espías procedentes de la otra orilla del río Bravo.
De la lectura del material se desprende que en México, por lo que toca a la clase política, el tan citado sentimiento antiestadunidense es un mito urbano. Hace medio siglo, las izquierdas, el centro y hasta las derechas convergían en una animadversión variopinta hacia Estados Unidos que se originaba, respectivamente, en el antimperialismo, en el nacionalismo revolucionario y en el rechazo católico y castizo al protestantismo anglosajón. Bajo esas expresiones ideológicas subyacía una constante incuestionable de la realidad: a lo largo de la historia de México como nación independiente, las más graves y abundantes amenazas a su seguridad, integridad y soberanía han provenido del vecino del norte.
A lo que puede verse, la era del Tratado de Libre Comercio ha producido en México una casta dominante que, o bien se quedó sin memoria histórica, o bien perdió el sentido de pertenencia a su propio país. Los entrevistados hablan mal unos de otros; los funcionarios estatales y municipales acuden directamente a los representantes de Washington para pedir ayuda ante la inseguridad y el acoso de la delincuencia, y se brincan olímpicamente a la Federación; los empleados federales se quejan de los estatales y municipales; en el curso de los contactos, cada cual vela por sus propios intereses –nadie invoca la defensa o la promoción del interés nacional– y la vista de conjunto podría describirse con la expresión “cada quien para su santo”.
El proconsulado, al desnudo
En contraste, los representantes diplomáticos estadunidenses operan, casi invariablemente, con un sentido de Estado y con una cohesión que sólo se rompe en lo estilístico. Una expresión recurrente: “en beneficio de nuestros intereses”. Más allá de eso, el material informativo pone de manifiesto la insaciable curiosidad de los personeros de Washington, su avidez –casi podría decirse: su morbo– por conocer a detalle los asuntos mexicanos, y su obsesión por armar visiones de conjunto de los temas de nuestro país. Paradójicamente, el rigor empeñado en la recopilación de información no necesariamente se traduce en agudeza de entendimiento: con frecuencia, los diplomáticos dejan de ver el bosque por observar los árboles. Dan por sentado que los fenómenos delictivos se corregirán mediante acciones meramente policiales y militares; se empeñan en hurgar en el desempeño en materia de derechos humanos de miles de policías, militares y funcionarios, aunque olvidan averiguar sus antecedentes penales; en primera intención, suelen observar a sus interlocutores con distancia y escepticismo, pero acaban por creer lo que éstos les platican y, con una inocencia casi conmovedora, informan a Washington que los problemas están en vías de solución gracias al programa fulano, que hay voluntad política para enfrentar los obstáculos y terminan, de esa forma, por convertirse en creyentes casi únicos de un credo dudoso: el discurso oficial.
Otra inconsecuencia notable es el prurito de los diplomáticos del norte por mostrarse “neutrales” en materia de política partidista mientras que, al mismo tiempo, exhiben una insistencia monolítica en promover, en lo económico, las “reformas” que preconiza la doctrina neoliberal. De los documentos se infiere que sus redactores realmente creen que el Consenso de Washington es consenso, y no alcanzan a ver que las tomas de posición en favor o en contra del neoliberalismo se traducen en programas partidistas; en consecuencia, ellos, los diplomáticos, se convierten en instrumentos de una flagrante intervención de su gobierno en asuntos políticos de México.
A la embajada de Estados Unidos en México, es decir, a la representación del Departamento de Estado, no parece importarle que el poder público se tiña de azul, de tricolor o de amarillo, siempre y cuando la autoridad resultante se conduzca con apego a las tendencias privatizadoras, desreguladoras y depredadoras vigentes en forma declarada desde 1988. En ese punto, la injerencia es descarnada y abierta, y los funcionarios estadunidenses actúan como procónsules y, en no pocas situaciones, como gestores de los intereses empresariales de su país en un territorio intervenido desde hace lustros, no mediante el despliegue de fuerzas militares, sino por medio de la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte.
En los días que corren, la intervención extranjera resulta particularmente inocultable en materia de seguridad y de combate a la delincuencia y al tráfico de drogas. En este terreno, los estadunidenses no se cuidan de guardar las formas y se revelan, una y otra vez, como los verdaderos conductores de la “guerra” contra la criminalidad organizada. Esa “guerra” es el más reciente conducto para la injerencia y el creciente control de Estados Unidos sobre México. Muy anterior a ella es el sometimiento voluntario a Washington por parte de políticos representantes populares, funcionarios, mandos policiales y castrenses, así como de algunos comentaristas y directivos de medios. Eso se ha dicho muchas veces y en muchos tonos, y se ha evidenciado, una vez más, en las declaraciones formuladas el lunes por el subsecretario de la Defensa del país vecino, Joseph Westphal, y complementadas el martes por la secretaria de Seguridad Interior, Janet Napolitano, sobre perspectivas de ocupación militar masiva. Los casi tres mil cables diplomáticos que Sunshine Press Productions facilitó a La Jornada permiten corroborar que la intervención política y económica se adelantó, por mucho, a tales escenarios.
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