Las reacciones del liberalismo occidental a las revueltas en Egipto y Túnez no muestran sino hipocresía y cinismo.
Traducción del artículo de Slavoj Žižek del martes, 1 de febrero de 2011 en The Guardian.
Un manifestante egipcio golpea con el zapato un retrato del presidente Hosni Mubarak
durante las protestas en el Cairo. Fotografía de Mohammed Aber/AFP/Getty Images.
La ausencia clamorosa del integrismo islámico en las revueltas de Túnez y Egipto no deja de llamar la atención. La gente, en la mejor tradición laica y democrática, se rebela contra un régimen corrupto que oprime y empobrece al pueblo, pidiendo democracia, libertad y prosperidad. Así, la idea impulsada por el cinismo de las corrientes liberales occidentales de que, en los países árabes, la auténtica conciencia democrática se limita a pequeñas elites, mientras que una amplia mayoría solo se mueve por sentimientos fundamentalistas y nacionalistas, queda en entredicho. La gran incógnita es qué ocurrirá a continuación y quién será el triunfador político.
Cuando en Túnez se nombró un Gobierno provisional, este excluyó a los islamistas y a la extrema izquierda. La reacción de un liberal encantado de conocerse sería: "Bueno, en esencia representan lo mismo, es decir, el extremismo totalitario." Sin embargo, las cosas no son tan simples, y hemos de preguntarnos si la verdadera contienda a largo plazo no se dará precisamente entre la izquierda y los islamistas. Aunque de momento se unan contra el régimen, una inminente victoria les separará y sumirá en una lucha a muerte, más intensa si cabe que la que han ganado al enemigo común.
¿No presenciamos algo parecido tras las últimas elecciones en Irán? Los cientos de miles de partidarios de Musaví se levantaron por la libertad y la justicia, la misma idea que provocó la revolución de Jomeini. Aunque fuera una utopía, en ese caso llevó a experimentos organizativos muy intensos y a un encendido debate en la calle entre los estudiantes y entre los ciudadanos de a pie. Toda una explosión de creatividad inédita, tanto en lo político como en lo social, una auténtica apertura que desató fuerzas transformadoras desconocidas hasta el momento, con grandes posibilidades, poco a poco sofocadas mediante el control político del aparato islamista.
Incluso si hablamos de movimientos claramente integristas, no debemos olvidar su componente social. Lo normal es definir a los talibanes como un grupo islámico fundamentalista cuyo poder se basa en el terror. No obstante, cuando en la primavera de 2009 ocuparon el valle del Swat en Paquistán, el New York Times dijo que "aprovecharon la profunda desigualdad entre un pequeño grupo de terratenientes ricos y sus jornaleros para provocar una levantamiento de clase". Al "sacar tajada", siempre según el New York Times, de las dificultades de los campesinos, los talibanes "nos avisan de los riesgos que corre Paquistán, país de mayoría feudal", y aconsejan a los demócratas liberales de Paquistán y a Estados Unidos "aprovechar" esta precariedad y ayudar también a los jornaleros. ¿Quiere esto decir que el feudalismo paquistaní es el aliado natural de las democracias liberales?
Podríamos deducir, entonces, que el ascenso del islamismo radical y la desaparición de la izquierda laica en los países musulmanes van de la mano. Parece que hemos olvidado que, hace cuarenta años, Afganistán, hoy un país fundamentalista de libro, tenía una fuerte tradición laica que incluía un partido comunista tan fuerte que llegó a tomar el poder sin la ayuda de la Unión Soviética. ¿Dónde está escondida ahora esta tradición?
Es esencial situar en este marco los acontecimientos de Túnez, de Egipto, de Yemen y, con algo de suerte, de Arabia Saudí. Si al final el problema se resuelve con un poco de cirugía estética del antiguo régimen, habrá un inevitable repunte del integrismo. Para impulsar la democracia liberal, sus partidarios tendrán que aliarse con la extrema izquierda. En cuanto a Egipto, la opinión más vergonzosa, peligrosa y oportunista ha sido la que Tony Blair expuso en CNN, hablando de una transición necesaria, pero que debería ser estable. Un cambio estable en Egipto supondría un pacto con las fuerzas de Mubarak que alargaría su mandato. Por eso, hablar de una transición pacífica en este momento es una barbaridad. Mubarak lo ha hecho imposible aplastando a la oposición. Cuando sacó al ejército a la calle contra la población, planteó dos opciones: o reformas cosméticas, es decir, que algo cambie para que todo siga igual, o una ruptura.
Ha llegado la hora de la verdad. Podemos proclamar, como hicimos con Argelia hace diez años, que unas elecciones libres darían el poder a los integristas islámicos. Otra preocupación occidental es que no hay una oposición fuerte y organizada que tome el relevo de Mubarak. Claro que no la hay, ya que Mubarak se cuidó mucho de marginarla y convertirla en algo ornamental para que acabara como la famosa novela de Agatha Christie, Y no quedó ninguno.
Es impresionante la hipocresía del liberalismo occidental. Aunque Occidente defiende la democracia en público, ahora que el pueblo se rebela contra los tiranos, no en nombre de la religión, sino en el de la justicia y la libertad, saltan todas las alarmas. Hay que preguntarse cuál es el problema y qué tiene de malo que la libertad sea posible. Hoy, más que nunca, nos acordamos del viejo lema de Mao: "Cuanto más grande es el caos, más cerca está la solución."
Entonces, ¿dónde tendría que ir Mubarak? Está claro que debería ir a La Haya. Si hay un gobernante que se lo merece, es él.
Fuente: Salvando Animadoras
No hay comentarios:
Publicar un comentario