Descolonicemos el imaginario
Claudio Lomnitz
Hoy que está a
discusión el papel de los medios en la política, valdría la pena ampliar
la mirada para pasar de inmediato a proponer la regulación de espacio
libre para el imaginario.
contaminación visualo
contaminación auditiva, y no está mal esa formulación, pero vale la pena plantear la cosa de manera más precisa. El problema no es tanto el contenido de la imagen (que sea
buenao
mala), sino la regulación de cómo, donde y de qué manera se exhibe.
Dicho mal y pronto, se trata de someter a debate público y a regulación los usos de medios magnificadores de imágenes. No se trataría, de ninguna manera, de prohibir la reproducción, circulación o ampliación de imágenes, sino de defender a los ciudadanos cuando se intenta
bombardearlos, abusando de los medios de reproducción y ampliación para invadir ya sea el espacio público, o la privacidad de cada quien.
¿Que de qué hablo? Pongo unos ejemplos. El individuo que circula por las calles de su ciudad no tendría por qué tener que ver anuncios espectaculares, donde se publicita un refresco, o un automóvil o aun un candidato a diputado. Al menos no tendría por qué ver esa clase de espectacular sin que antes haya mediado discusión pública y regulación –donde se decida dónde y cuándo, de qué tamaño y por qué se puede invadir el horizonte visual de la ciudad con publicidad. En varias ciudades del mundo, de hecho, se ha prohibido o regulado severamente el uso de grandes espectaculares en la vía pública y en autopistas –pongo de ejemplo la ciudad de São Paulo, para no buscar siempre casos escandinavos, que luego aterran un poco por su exceso de perfección.
Otro ejemplo: la inserción de publicidad en la programación deportiva, usando técnicas llamadas de
posproducción. Ahí el televidente lo que quiere es ver el boxeo, pero para eso, la televisora lo obliga también a ver pequeños comerciales de cerveza, al calce de su pantalla. Hay una diferencia, sutil pero importante, entre esta publicidad y el comercial común y corriente, porque el televidente simplemente no puede ver su deporte sin ver la publicidad simultáneamente.
Otro caso: un predicador de alguna religión, un vendedor de aceite de hígado de tiburón, o anunciante de la nueva sucursal de la farmacia del ahorro se instala en una esquina con una megagrabadora, pica play, y se recuesta a la sombra de un huizache mientras el vecindario todo se ve obligado a escuchar su prédica.
Son todos ejemplos de lo que se podría llamar la
colonización del imaginario.
La imaginación humana se funda, como su nombre indica, en la
capacidad de formar imágenes pero, contra lo que mucha gente cree, la
mayoría de las imágenes que forman parte del imaginario de cada quien no
son inventadas por el individuo que las alberga.
Uno de los estudiosos más importantes de la imagen, el crítico W. J.
T. Mitchel, piensa las imágenes no como cosas inertes, sino más bien
como un fenómeno que se aproxima, en sus propiedades, a los virus, seres
que no tienen estructura celular propia, pero que, sin embargo, se
reproducen. Al igual que el virus, también la imagen, para reproducirse,
necesita siempre un huésped.
De hecho, las imágenes se reproducen cada vez que encuentran un
huésped que las acoja en su cerebro, y cada uno de nosotros es huésped
de una infinidad de imágenes –que forman el meollo de nuestra cultura.
Pero somos, además, creadores de imágenes nuevas. Todos nosotros tenemos
la capacidad de crear imágenes, aunque sea nuestros sueños y, desde
luego, en nuestras invenciones.
Los profesionales de la publicidad, los escritores, los artistas y
los diseñadores se dedican, justamente, a inventar imágenes, hechas para
ser adoptadas por muchos huéspedes –mientras más, mejor. Y hacen bien
–es lo suyo.
Lo que no se vale es que se usen poderosas tecnologías de
reproducción o ampliación para bombardear a la ciudadanía con imágenes,
independientemente de la voluntad del espectador, y sin que haya mediado
una discusión pública. Tenemos derecho, cuando vamos por la vía
pública, de ir formulando nuestras propias imágenes en lugar de tener
siempre que asimilar las imágenes agigantadas de la publicidad. Debemos
exigir que letreros o pregones de la vía pública estén hechos a escala
humana, y no magnificados mil veces con bocinas o espectaculares.
Tenemos derecho saber de antemano cuál será el contenido completo de la
programación que escogemos ver: futbol, digamos, y no futbol + comida
chatarra, sobrepuesta en la misma imagen.
Los anuncios se deben emitir respetando el derecho al imaginario en
el espacio público. Y para eso, termino con otra imagen: ¡Descolonicemos
el Imaginario!
A Ray Bradbury, in memoriam.
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