incestuosasentre los gobiernos, los bancos centrales (ahora todos independientes de los gobiernos) y el sector financiero privado, permitiendo la impunidad total de grandes actores privados que a través de operaciones de alto riesgo o francamente fraudulentas, ponen en peligro todo el sistema financiero internacional. Con la globalización entramos en un sistema de
pensamiento único, como definió Ignacio Ramonet en Le Monde Diplomatique, con un grado impresionante de dogmatismo.
Al mismo tiempo que se expande elpensamiento único
se multiplican los foros informales donde un número muy limitado de jefes de Estado o ministros toman decisiones que comprometen el futuro de la humanidad (asociando actores no-estatales como las empresas o la sociedad civil). La cuestión es muy seria, porque como dijo el presidente Sarkozy, el sistema de las Naciones Unidas que tiene toda la legitimidad para representar a los 192 países del planetaestá agotado y no responde más a las exigencias de un mundo económicamente interdependiente
. En los pasados 20 años todos los intentos de reformar el sistema de las Naciones Unidas, empezando por el Consejo de Seguridad, fracasaron. Por tanto es inevitable y urgente repensar las instituciones internacionales. El tema de la arquitectura institucional del mundo estaba en la mesa de la cumbre del G-20 en Cannes en diciembre, y sin duda será discutido en la próxima cumbre en Los Cabos, como reclamaron los cancilleres en su reunión del 20 de febrero.
Coexisten hoy dos sistemas paralelos de instituciones intergubernamentales, las del viejo mundo
con la Organización de las Naciones Unidas en su centro, donde todos los estados tiene igualdad de derechos, y los nuevos foros como G-7 y G-20, que reagrupan los países industrializados y emergentes en un marco totalmente informal. Ahí esta el verdadero poder. Igualmente el Fondo Monetario Internacional, muy desprestigiado en los años 80, es hoy la institución financiera de mayor peso en el mundo. Lo fundamental en el proceso de globalización empezado en los años 90 es que los grandes países industrializados occidentales se organizaron para no dejar a ningún otro grupo de países la capacidad de formular modelos alternativos de desarrollo. El G-7, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la OCDE, controlados por las potencias occidentales, fijaron las nuevas reglas del juego en los países ex comunistas sin encontrar resistencias, para después generalizarlas a todo el mundo. El tercer mundo se desintegró, y ni China ni Rusia, convertidas al capitalismo, han tenido hasta la fecha el peso suficiente y la voluntad de hacer contrapropuestas al esquema occidental. Sobre todo China, que está todavía en una fase de incorporación a la economía mundial para satisfacer las necesidades de crecimiento de su pueblo, avanzando con mucha prudencia para no desestabilizar el orden económico y financiero mundial. Le interesa sobremanera la estabilidad de un sistema que le da acceso a todos los mercados y fuentes de materias primas, y le permite tomar el control de muchas grandes empresas de Estados Unidos o Europa, protegiéndose al mismo tiempo de los excesos de la desregulación financiera. China tiene una política a muy largo plazo y decidirá en el momento oportuno si le conviene o no provocar un cambio fundamental en el pilotaje del mundo globalizado. Por eso tiene un perfil relativamente bajo en el G-20; prefiere las discusiones bilaterales, en particular con Estados Unidos.
Mientras, vivimos una situación paradójica: los grandes países industrializados atraviesan una profunda crisis, pero conservan todo su poder de influencia, al lado de economías emergentes en crecimiento rápido que no encuentran todavía el lugar que les corresponde en los procesos de toma de decisión. Eso fue uno de los puntos más significativos abordado por algunos cancilleres en Los Cabos.
Fuente La Jornada
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