El trilema de Europa
Solamente a través de una Europa federal los europeos podremos continuar integrándonos en la economía global preservando nuestra democracia
En uno de sus ensayos más conocidos, El poder de los sin poder, publicado en 1979, el recién fallecido poeta y líder de la revolución de terciopelo, Vaclav Havel, acuñaba el término posdemocracia. El término inunda hoy los periódicos europeos para calificar un fenómeno que en 2011 emergió como una de las más alarmantes consecuencias de la crisis: el décalage democrático entre las instancias políticas y financieras internacionales que deciden (los mercados, Bruselas, etc.) y los votantes nacionales.
La reciente aprobación del pacto fiscal es la última expresión de esta tendencia. El acuerdo, que consagra la imposición externa del principio de austeridad, no solucionará la crisis puesto que no aborda ninguno de los tres problemas principales a los que se enfrenta la Unión Monetaria Europea (UME): (1) el crecimiento y la creación de empleo, (2) la corrección de los persistentes desequilibrios macroeconómicos internos y (3) la (in)estabilidad financiera. Pero, es otro punto del contenido del tratado el que quisiera destacar aquí: mientras aumenta la cesión de soberanía económica a Bruselas, el Parlamento Europeo, el único órgano electo de la unión, queda relegado a mero oyente en las futuras cumbres europeas.
A algunos les podrá parecer anecdótico, pero no lo es. Es el ejemplo más reciente de un alarmante proceso de erosión democrática en la Unión Europea, cuya más evidente manifestación se encuentra en la implantación de gobiernos tecnócratas no electos en Grecia e Italia. En ambos casos, los gobiernos no solamente se han visto obligados a acatar todas las exigencias impuestas por los mercados, Bruselas y el FMI, sino que además cualquier intento de someter dichas demandas a consulta popular (no olvidemos la ingenua gesta de Papandreu con su referéndum) ha resultado inviable.
Como comenta el semanario The Economist, los líderes Europeos se encuentran atrapados entre tres fuerzas: los mercados de deuda soberana, que amenazan con llevarles a la bancarrota, las instituciones de Bruselas, que se han dotado de nuevos poderes para la supervisión de presupuestos y políticas económicas y el resto de líderes de la unión que con la crisis han perdido el miedo a entrometerse en los asuntos del vecino. Y los ciudadanos, ¿dónde están?
Las reivindicaciones de los indignados reflejan también esa frustración: los gobiernos responden cada vez menos a las voces y demandas domésticas (que, no lo olvidemos, son las que los legitiman) y más a exigencias internacionales que a menudo se contraponen a los compromisos domésticos establecidos. Pero, ¿existe alguna alternativa a esa tendencia? ¿Es compatible en el largo plazo en la UE la globalización económica con la democracia a nivel nacional?
El marco conceptual que ofrece el profesor de Economía Política de Harvard, Dani Rodrik , en su último libro La paradoja de la globalización, ofrece algunas respuestas. Rodrik habla del “trilema político de la economía mundial” entre el Estado nación, la democracia y la hiperglobalización. Según su análisis solamente dos de las tres premisas son compatibles al mismo tiempo. Es decir, (1) la democracia se debilita en el marco del Estado nación si éste está integrado profundamente en la economía internacional; (2) la democracia y el estado nación son compatibles solamente si retrocede la globalización; (3) la democracia puede convivir con la globalización si se articulan formulas de gobernanza transnacional y se debilita el Estado nación.
En primer lugar, la hiperglobalización y el Estado nación funcionarían bien en un mundo friedmaniano en el que los únicos servicios que proveen los gobiernos son aquellos que garantizan el buen funcionamiento de los mercados. En este mundo, según Rodrik, “el objetivo de los gobiernos es ganar la confianza de los mercados para poder atraer comercio y entradas de capital: austeridad, gobiernos pequeños, mercados laborales flexibles, desregulación, privatización y apertura comercial”.
Una Unión Monetaria no funciona sin una Unión Económica y ésta es insostenible sin una Unión Política
En este marco, como estamos comprobando en Europa, la democracia sale seriamente perjudicada. Las exigencias impuestas por la globalización chocan inevitablemente con los compromisos de la política domestica (protección social, empleo, etc.). Pero el aislamiento de un gobierno respecto de las demandas de su población tiene sus límites. En Grecia, a pesar de los infinitos compromisos de recortes, los mercados continúan desconfiando porque saben que los compromisos de austeridad que ellos mismos demandan son inasumibles para cualquier gobierno democrático.
Barry Eichengreen, el eminente historiador económico, explica de un modo similar en Globalizing Capital el desmoronamiento del patrón oro. En el siglo diecinueve éste era compatible con la globalización porque las autoridades económicas podían priorizar la estabilidad monetaria sobre las demandas de sus ciudadanos. Es decir, enfrentados a la necesidad de devaluar, optaban por imponer a sus ciudadanos tanta austeridad como fuera necesario para mantener la paridad con el oro.
Pero, las reivindicaciones democráticas y los movimientos sociales de principios de siglo cambiaron las circunstancias. Dejó de darse por descontado que en el choque entre estabilidad monetaria y empleo, las autoridades elegirían la primera. Y el sistema dejó de ser creíble. En la Europa de hoy puede suceder algo parecido. No podremos mantener eternamente nuestro sistema de tipo de cambio fijo extremo (el euro) a base de austeridad y aislando a los ciudadanos. ¿Pero existe alguna salida a este trilema en Europa?
Sigamos con el marco establecido por Rodrik: la segunda opción consiste en limitar la globalización para fortalecer la democracia y la soberanía nacional. El autor propone un replanteamiento de los acuerdos comerciales y una regulación más rigurosa de los movimientos de capital para permitir la expansión del espacio democrático a nivel nacional que priorice los objetivos sociales y económicos nacionales sobre los de las empresas y grandes bancos transnacionales.
En tercer lugar, para cerrar el trilema, existe la posibilidad de ir sacrificando paulatinamente el Estado nación y construir redes sólidas de democracia transnacional que sean compatibles en escala, espacio y poder con la globalización. Es por esta vía por la que Europa, dada su experiencia en la construcción de un proyecto supranacional, podría superar los desafíos del trilema. Solamente a través de una Europa federal, política y económica, los europeos podremos continuar integrándonos en la economía global, preservando nuestra democracia.
El último tratado del euro es un paso más en la integración económica. Un proceso que seguirá avanzando inevitablemente si queremos que el euro sobreviva. Ahora bien, si eso no va acompañado de una mayor representación democrática de los ciudadanos en Bruselas que legitime el proceso, el resultado probablemente no dure mucho tiempo. La creciente concentración de poder intergubernamental en el Consejo Europeo – y particularmente en el dúo Merkozy -, en detrimento de un irrelevante Parlamento Europeo y del método comunitario, nos aleja de ese ideal democrático europeo.
El talón de Aquiles de nuestra construcción europea es la falta de lo que en inglés llaman accountability. En los Estados nación, el electorado tiene la última palabra y las elecciones permiten a los ciudadanos castigar a los gobiernos que no les gustan. Sin embargo, a nivel Europeo no existe esa corresponsabilidad y en el momento en el que más influencia política y económica adquiere la Unión Europea la gente se siente menos partícipe de las decisiones de Bruselas.
A pesar de las dificultades políticas de relanzar el debate del federalismo europeo en el presente entorno de crisis, es necesario que los líderes europeos lo consideren una prioridad. Hasta el momento se han dejado llevar por el cortoplacismo electoralista y la miopía nacional. Si esa actitud prevalece, la confrontación doméstica a las imposiciones ilegítimas externas seguirá aumentando en otros países hasta que se haga insostenible, como en Grecia.
La crisis ha hecho emerger una de las verdades fundamentales de la Unión Monetaria Europea: la de la incompatibilidad entre las exigencias de la hiperglobalización económica y financiera y las demandas democráticas nacionales. Si queremos evitar vivir en una Europaposdemocrática, parafraseando a Havel, debemos entender que una Unión Monetaria no funciona sin una Unión Económica y que una Unión Económica es insostenible sino va acompañada de una Unión Política.
Antonio Roldán Monés es máster en Gestión de Política Económica por la Universidad de Columbia y en Relaciones Internacionales por la Universidad de Sussex
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