Vargas Llosa: el escritor y la marca
Abraham Nuncio
Texto original. La Jornada. México.
Mario Vargas Llosa, el reciente Premio Nobel de Literatura, se refirió a lo que Alfonso Reyes denominó simpatías y diferencias –título, como se sabe, de uno de sus textos–, en las palabras que pronunció durante una ceremonia previa en la Biblioteca Universitaria Capilla Alfonsina de la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL) a aquella donde le fue otorgado el Premio Internacional Alfonso Reyes.
Tomaré en este artículo los términos de Reyes mencionados por Vargas Llosa para referirme a éste como escritor y como figura pública.
Dos semanas antes de que tuviera lugar la entrega de ese premio, la propia UANL organizó una mesa de discusión en torno a la obra del autor, una de las más vastas, ricas y diversas de la literatura hispanoamericana. Invitado a participar, allí dije cómo me volví lector asiduo de esta obra. Cuando nuestra generación de lectores –y la de más arriba– descubríamos le nouveau roman (la nueva novela y también la pintura abstracta, la música electroacústica y otros adelgazantes de la memoria) donde las técnicas narrativas se situaban por encima del significado ideológico y cultural de las tensiones humanas, el grupo de escritores latinoamericanos conocidos como el-boom-de-la-literatura-latinoamericana irrumpía en la literatura universal con un nuevo lenguaje y otras técnicas, sí, pero arraigados en la realidad de nuestros países, en sus problemas, mitos, dramas y cultura.
Los libros que atrapan a sus lectores –no a todos, claro– son aquellos donde el autor pareciera estarlos adivinando en algún aspecto de su biografía o revelarles lo que en su voluntad expresiva permanece inédito. La lectura de La ciudad y los perros tuvo para mí este efecto. El cadete Vargas Llosa en el Colegio Militar Leoncio Prado y el cadete Nuncio Limón en la Universidad Militar Latinoamericana habían conocido el micromundo castrense y su orden rígido y preñado de abusos, crueldad y abyección, así fuese atenuado por un armazón entre mercantil y escolar. Pero el ex cadete Vargas Llosa, con la fuerza de la que sólo es capaz el realismo de un buen novelista, actualizó pleno de una riqueza cultural y de matices sicológicos lo que el ex cadete Nuncio Limón sólo mantenía como un recuerdo incómodo.
A partir de esa lectura, y hasta El sueño del celta, no he dejado de leerlo. Los primeros amores se tatúan en nuestro sistema de preferencias y siempre volvemos a ellos por distintas vías. Con diferentes connotaciones, el tema del poder y las armas en La guerra del fin del mundo y La fiesta del chivo, Vargas Llosa me ha convencido una y otra vez de su narrativa magistral, a pesar de mis diferencias crecientes con su biografía política. Ni siquiera el haberlo conocido fugazmente me apartó de su lectura. Fue durante el único encuentro –creo– de la plana mayor del boom latinoamericano (el propósito era crear la revista Libre, de vida casi tan breve como esa reunión) entre Avignon y Saignon, un villorrio en la Provenza donde Julio Cortázar tenía una pequeña casa de campo. Personalmente me pareció un tanto retraído, demasiado formal y poco creativo en sus expresiones verbales, sobre todo al lado de Carlos Fuentes y el propio Cortázar. (A esa reunión yo asistía en calidad de oyente, gracias a la invitación de Carlos.)
Leo a Vargas Llosa, a Borges, a Octavio Paz. Su prosa o su poesía forman parte de mi ser literario. Pero no puedo pasar por alto sus injusticias: si la literatura propicia la capacidad crítica, como dijo el peruano a los jóvenes en Monterrey, a ellos los hizo conscientes de que servían –Vargas Llosa sigue sirviendo– a los intereses de las grandes potencias en contra de países frágiles, como los nuestros, o a poderes dictatoriales en contra de sectores indefensos por oponerse al imperialismo o a poderes despóticos.
El de Vargas Llosa es un caso extremo. Leamos: “Los crímenes de Stalin son abominables, sin duda. Pero peores son aquellos que convierten a la mayoría de la humanidad en una mera fuerza de trabajo, destinada a llenar los bolsillos de la minoría que es dueña del capital y de los útiles de producción y que ejerce, en la práctica, el monopolio de la cultura, la libertad y el ocio”. (Contra viento y marea. 1962-1982). De este tipo de posiciones, Vargas Llosa fue rotando hacia un deslinde con los símbolos y los protagonistas del socialismo –en algunos casos con motivos fundados– hasta optar por “la libertad” (identificada con las potencias capitalistas) y en contra de “la igualdad” (identificada con los países socialistas). Ya en ese libro asomaba lo que sería, al cabo, su rechazo a todo aquello que significara socialismo: “La libertad es siempre mayor en estas sociedades (el ejemplo que da de Estados Unidos hace ver claro a cuáles se refiere, y lo subraya el ejemplo complementario: la crítica contra el régimen cubano), (aun cuando sean dictaduras políticas, sic), que en las igualitarias, porque en ellas el poder no está concentrado en una sola estructura sino dispersado en varias, que compiten entre sí y recíprocamente se neutralizan”.
Stalin se fue y los dueños del capital se quedaron. ¿Sus monopolios permiten que el poder sea el resultado de órganos que compiten entre sí y recíprocamente se neutralizan? Decía entonces el Nobel, ya con una pierna en Estados Unidos y la otra en España: “No creo que Reagan signifique la guerra.” ¿No fue una guerra, decidida por este presidente en favor de los monopolios, la que le permitió a su gobierno invadir Granada? A medida que iba siendo galardonado con diversos premios fuera de América Latina, Vargas Llosa se convertía en el opuesto del hombre que en algún momento se autodefinía como “socialista y revolucionario”. Al cabo discurso socialista y esto lo hizo candidato de la coalición de derecha llamada Frente Democrático en las elecciones contra Fujimori. Más tarde, congruente con la otra cara de su propia moneda, “no le alcanzaban las palabras para alabar las políticas de exterminio de George W. Bush”, como escribió la narradora regiomontana Dulce María González.
Así no lo quisiera, Mario Vargas Llosa es ahora una más de las marcas de eso que somete a América Latina –son sus palabras– al “imperio que la saquea”. Es el imperio de los monopolios, que pueden llamarse BBVA o Citigroup. Tanto da que el imperio sea español o estadunidense.
Abraham Nuncio
Texto original. La Jornada. México.
Mario Vargas Llosa, el reciente Premio Nobel de Literatura, se refirió a lo que Alfonso Reyes denominó simpatías y diferencias –título, como se sabe, de uno de sus textos–, en las palabras que pronunció durante una ceremonia previa en la Biblioteca Universitaria Capilla Alfonsina de la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL) a aquella donde le fue otorgado el Premio Internacional Alfonso Reyes.
Tomaré en este artículo los términos de Reyes mencionados por Vargas Llosa para referirme a éste como escritor y como figura pública.
Dos semanas antes de que tuviera lugar la entrega de ese premio, la propia UANL organizó una mesa de discusión en torno a la obra del autor, una de las más vastas, ricas y diversas de la literatura hispanoamericana. Invitado a participar, allí dije cómo me volví lector asiduo de esta obra. Cuando nuestra generación de lectores –y la de más arriba– descubríamos le nouveau roman (la nueva novela y también la pintura abstracta, la música electroacústica y otros adelgazantes de la memoria) donde las técnicas narrativas se situaban por encima del significado ideológico y cultural de las tensiones humanas, el grupo de escritores latinoamericanos conocidos como el-boom-de-la-literatura-latinoamericana irrumpía en la literatura universal con un nuevo lenguaje y otras técnicas, sí, pero arraigados en la realidad de nuestros países, en sus problemas, mitos, dramas y cultura.
Los libros que atrapan a sus lectores –no a todos, claro– son aquellos donde el autor pareciera estarlos adivinando en algún aspecto de su biografía o revelarles lo que en su voluntad expresiva permanece inédito. La lectura de La ciudad y los perros tuvo para mí este efecto. El cadete Vargas Llosa en el Colegio Militar Leoncio Prado y el cadete Nuncio Limón en la Universidad Militar Latinoamericana habían conocido el micromundo castrense y su orden rígido y preñado de abusos, crueldad y abyección, así fuese atenuado por un armazón entre mercantil y escolar. Pero el ex cadete Vargas Llosa, con la fuerza de la que sólo es capaz el realismo de un buen novelista, actualizó pleno de una riqueza cultural y de matices sicológicos lo que el ex cadete Nuncio Limón sólo mantenía como un recuerdo incómodo.
A partir de esa lectura, y hasta El sueño del celta, no he dejado de leerlo. Los primeros amores se tatúan en nuestro sistema de preferencias y siempre volvemos a ellos por distintas vías. Con diferentes connotaciones, el tema del poder y las armas en La guerra del fin del mundo y La fiesta del chivo, Vargas Llosa me ha convencido una y otra vez de su narrativa magistral, a pesar de mis diferencias crecientes con su biografía política. Ni siquiera el haberlo conocido fugazmente me apartó de su lectura. Fue durante el único encuentro –creo– de la plana mayor del boom latinoamericano (el propósito era crear la revista Libre, de vida casi tan breve como esa reunión) entre Avignon y Saignon, un villorrio en la Provenza donde Julio Cortázar tenía una pequeña casa de campo. Personalmente me pareció un tanto retraído, demasiado formal y poco creativo en sus expresiones verbales, sobre todo al lado de Carlos Fuentes y el propio Cortázar. (A esa reunión yo asistía en calidad de oyente, gracias a la invitación de Carlos.)
Leo a Vargas Llosa, a Borges, a Octavio Paz. Su prosa o su poesía forman parte de mi ser literario. Pero no puedo pasar por alto sus injusticias: si la literatura propicia la capacidad crítica, como dijo el peruano a los jóvenes en Monterrey, a ellos los hizo conscientes de que servían –Vargas Llosa sigue sirviendo– a los intereses de las grandes potencias en contra de países frágiles, como los nuestros, o a poderes dictatoriales en contra de sectores indefensos por oponerse al imperialismo o a poderes despóticos.
El de Vargas Llosa es un caso extremo. Leamos: “Los crímenes de Stalin son abominables, sin duda. Pero peores son aquellos que convierten a la mayoría de la humanidad en una mera fuerza de trabajo, destinada a llenar los bolsillos de la minoría que es dueña del capital y de los útiles de producción y que ejerce, en la práctica, el monopolio de la cultura, la libertad y el ocio”. (Contra viento y marea. 1962-1982). De este tipo de posiciones, Vargas Llosa fue rotando hacia un deslinde con los símbolos y los protagonistas del socialismo –en algunos casos con motivos fundados– hasta optar por “la libertad” (identificada con las potencias capitalistas) y en contra de “la igualdad” (identificada con los países socialistas). Ya en ese libro asomaba lo que sería, al cabo, su rechazo a todo aquello que significara socialismo: “La libertad es siempre mayor en estas sociedades (el ejemplo que da de Estados Unidos hace ver claro a cuáles se refiere, y lo subraya el ejemplo complementario: la crítica contra el régimen cubano), (aun cuando sean dictaduras políticas, sic), que en las igualitarias, porque en ellas el poder no está concentrado en una sola estructura sino dispersado en varias, que compiten entre sí y recíprocamente se neutralizan”.
Stalin se fue y los dueños del capital se quedaron. ¿Sus monopolios permiten que el poder sea el resultado de órganos que compiten entre sí y recíprocamente se neutralizan? Decía entonces el Nobel, ya con una pierna en Estados Unidos y la otra en España: “No creo que Reagan signifique la guerra.” ¿No fue una guerra, decidida por este presidente en favor de los monopolios, la que le permitió a su gobierno invadir Granada? A medida que iba siendo galardonado con diversos premios fuera de América Latina, Vargas Llosa se convertía en el opuesto del hombre que en algún momento se autodefinía como “socialista y revolucionario”. Al cabo discurso socialista y esto lo hizo candidato de la coalición de derecha llamada Frente Democrático en las elecciones contra Fujimori. Más tarde, congruente con la otra cara de su propia moneda, “no le alcanzaban las palabras para alabar las políticas de exterminio de George W. Bush”, como escribió la narradora regiomontana Dulce María González.
Así no lo quisiera, Mario Vargas Llosa es ahora una más de las marcas de eso que somete a América Latina –son sus palabras– al “imperio que la saquea”. Es el imperio de los monopolios, que pueden llamarse BBVA o Citigroup. Tanto da que el imperio sea español o estadunidense.
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