Editorial de la Jornada
Durante su comparecencia ante el Senado, realizada el pasado jueves, la titular de la Secretaría de Relaciones Exteriores, Patricia Espinosa, señaló que los vuelos de aviones estadunidenses no tripulados (UAV, por sus siglas en inglés) sobre territorio mexicano no violan la soberanía nacional ni la Constitución, y sostuvo que esos aparatos operan en el país a petición del gobierno mexicano y bajo control de éste, en el marco de la cooperación bilateral en materia de seguridad.
Es preocupante, por decir lo menos, que el gobierno mexicano asuma una postura de consentimiento y hasta de defensa frente a lo que constituye una clara violación del espacio aéreo por una fuerza militar extranjera. Por más que se afirme que el motivo de los sobrevuelos mencionados es "obtener información de inteligencia", no puede obviarse que los aparatos utilizados en dichas tareas son, ante todo, artefactos de guerra de una superpotencia.
Resulta difícil imaginar, habida cuenta de la importancia actual de las aeronaves no tripuladas en las operaciones bélicas y de espionaje de la Casa Blanca y el Pentágono, que las autoridades de ese país hayan decidido poner tales equipos bajo control de un gobierno extranjero, sobre todo de uno cuya capacidad en materia de seguridad ha sido cuestionada velada y abiertamente por funcionarios estadunidenses. Pero suponiendo que el gobierno de Barack Obama se resignara a enfrentar el enorme costo político de una decisión semejante, ésta supondría problemas técnicos diversos, como la necesidad de contar con personal militar capacitado para la operación de estos sofisticados equipos y el traslado a territorio mexicano de las voluminosas centrales de control terrestre de los UAV: en la medida en que el gobierno mexicano no demuestre que cuenta con esos recursos, no queda claro cómo pudiera sustentar lo dicho por su canciller, en el sentido de que la operación de los drones estadunidenses se encuentra bajo su control.
Más allá del problema de índole legal y constitucional, la operación de esos artefactos en México plantea una amenaza a la integridad física de la población, habida cuenta de su poder mortífero y del margen de error con que suelen operar. Por no ir más lejos, el mismo jueves más de 40 personas murieron en la ciudad pakistaní de Miran-shah –en la región de Waziristán del Norte, cerca de la frontera con Afganistán– tras un ataque perpetrado por un avión no tripulado de Estados Unidos.
El episodio dista mucho de ser una casualidad: de acuerdo con las propias autoridades de Islamabad, entre 2006 y 2009 murieron unas 700 personas en los límites Afganistán y Pakistán a consecuencia de este tipo de operaciones, de las cuales sólo 14 eran integrantes de la red islámica Al Qaeda, el objetivo declarado de los ataques.
La precariedad en las condiciones de seguridad con que operan estos artefactos y el elevado número de bajas colaterales que provocan ha generado preocupación en la Organización de Naciones Unidas: en octubre de 2009, el relator especial sobre ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias de ese organismo multinacional argumentó que el uso de vehículos no tripulados de combate aéreo debía ser considerado una violación del derecho internacional, "a menos que Washington pueda demostrar que sigue las precauciones y los mecanismos de rendición de cuentas adecuados", algo que hasta la fecha no ha ocurrido.
En el caso concreto de México, resultan inquietantes las colisiones declarativas entre funcionarios estadunidenses sobre el uso de estos aviones: mientras fuentes militares citadas por The New York Times han dicho que los UAV que operan en México carecen de capacidades ofensivas, funcionarios del servicio de Aduanas y Protección Fronteriza han afirmado que los modelos son los mismos que se emplean en Afganistán y Pakistán. Lo menos que podría esperarse es que las autoridades mexicanas aclaren a la opinión pública el número y el tipo de los artefactos estadunidenses que sobrevuelan el territorio.
En suma, la política de "cooperación" en materia de seguridad con Estados Unidos no sólo ha sido ineficaz y contraproducente en su propósito de reducir la violencia asociada al narcotráfico, sino también ha supuesto violaciones inadmisibles a la soberanía nacional y ahora, para colmo, plantea una nueva amenaza a la población civil: con la operación de los aviones no tripulados estadunidenses, ésta queda expuesta al espionaje abierto y declarado de la nación vecina, en el mejor de los casos, e incluso al riesgo de sufrir nuevos saldos trágicos, en el peor.
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