Periódico La Jornada
Sábado 6 de agosto de 2011, p. 4
Una historia familiar marcada por la decadencia social y económica, impregnada por el devenir de Brasil de los dos recientes siglos, se destila en la voz de un hombre muy viejo, desde la cama de un hospital, en un monólogo dirigido a su hija, a las enfermeras o a cualquiera que preste oído. La novelaLeche derramada, de Chico Buarque, quien es más conocido como músico, ofrece un relato con una estructura narrativa despegada al tiempo lineal, justo como los recuerdos de un anciano. La Jornada ofrece a sus lectores, con autorización de la editorial, un fragmento del libro publicado en español por Salamandra
1
Cuando salga de aquí nos casaremos en la hacienda de mi feliz infancia, al pie de la montaña. Te pondrás el vestido y el velo de mi madre, y no lo digo porque me haya puesto sentimental, no es por la morfina. Tuyos serán los encajes, la cristalería, la vajilla, las joyas y el nombre de mi familia. Darás órdenes a los criados, montarás el caballo de mi antigua mujer. Y si todavía no hay electricidad en la hacienda, haré traer un generador para que puedas ver la televisión. También habrá aire acondicionado en todas las piezas de la casa, porque hoy en día hace mucho calor en la cañada. No sé si siempre ha sido así, si mis antepasados sudaban bajo tanta ropa. Mi mujer sí, sudaba bastante, pero ya pertenecía a una nueva generación y no poseía la austeridad de mi madre. A mi mujer le gustaba el sol, siempre volvía arrebolada de las tardes en la playa de Copacabana. Pero nuestro chalet de Copacabana se vino abajo, y de todos modos no viviría contigo en la casa de otro matrimonio, nosotros viviremos en la hacienda al pie de la montaña. Nos casaremos en la capilla que consagró el cardenal arzobispo de Río de Janeiro allá por mil ochocientos y pico. En la hacienda me cuidarás a mí y a nadie más, por lo que me repondré del todo. Y plantaremos árboles, y escribiremos libros, y si Dios quiere incluso criaremos hijos en las tierras de mi abuelo. Pero si no te gustara vivir al pie de la montaña por culpa de las ranas y los insectos, o la lejanía o cualquier otra cosa, podríamos vivir en Botafogo, en la mansión que construyó mi padre. Allí hay habitaciones inmensas, baños de mármol con bidets, varios salones con espejos venecianos, estatuas, columnas monumentales y tejas de pizarra importadas de Francia. Hay palmeras, aguacates y almendros en el jardín, que se convirtió en aparcamiento cuando la embajada de Dinamarca se mudó a Brasilia. Los daneses me compraron la mansión a precio de ganga por culpa de los chanchullos de mi yerno. Pero si mañana vendo la hacienda, que tiene doscientas hectáreas de campos de labranza y pastos surcados por un arroyo de agua potable, tal vez pueda recuperar la mansión de Botafogo y restaurar los muebles de caoba, mandar afinar el piano Pleyel de mi madre. Tendré chapuzas con las que mantenerme ocupado durante años, y si quisieras seguir ejerciendo tu profesión podrías ir al trabajo caminando, ya que en el barrio abundan los hospitales y consultas. De hecho, justo encima de nuestro terreno han levantado un centro médico de dieciocho pisos, lo que me hace recordar que la mansión ya no existe. Y tampoco la hacienda al pie de la montaña, creo que nos la expropiaron en 1947 por el trazado de la autopista. Estoy pensando en voz alta para que me escuches. Y hablo despacio, como quien escribe, para que me transcribas sin necesidad de ser taquígrafa, ¿sigues ahí? Se ha terminado el culebrón, las noticias, la película, no sé por qué dejan el televisor encendido cuando se acaba la programación. Quizá para que el zumbido disimule mi voz, para que no moleste a los demás pacientes con mi cháchara. Pero aquí sólo hay hombres adultos, casi todos medio sordos, si hubiese señoras mayores en la sala me mostraría más discreto. Por ejemplo, jamás hablaría de las putitas que se acuclillaban con frenesí cuando mi padre les arrojaba monedas de cinco francos en su suite del Ritz. Allí estaba él, muy convencido, y las cocottes en cueros y en postura de sapo, empeñadas en atrapar las monedas de la alfombra sin valerse de los dedos. A la vencedora la mandaba bajar conmigo a mi habitación, y de vuelta en Brasil le confirmaba a mi madre que iba perfeccionando el idioma. En casa, como en todas las buenas casas, delante del servicio los asuntos de familia se trataban en francés, aunque para mi madre hasta pedir el salero era un asunto de familia. Y además hablaba con metáforas, porque en aquellos tiempos cualquier enfermera de tres al cuarto tenía nociones elementales de francés. Pero ya veo que hoy no estás para charlas, has vuelto enfurruñada, vas a ponerme la inyección. El somnífero ya no me hace efecto inmediato, y sé que el camino del sueño es como un pasillo lleno de pensamientos. Oigo ruidos de gente, de vísceras, un tipo intubado emite sonidos rasposos, quizá intente decirme algo. El médico de guardia entrará apresurado, me tomará el pulso, quizá me diga algo. Un cura vendrá a visitar a los enfermos, susurrará palabras en latín, pero no creo que se dirija a mí. Una sirena en la calle, un teléfono, pasos, siempre hay alguna expectativa que me impide conciliar el sueño. Es la mano que me sujeta por los pocos pelos que me quedan. Hasta que me tope con la puerta de un pensamiento hueco, que me engullirá y me arrastrará a las profundidades, donde acostumbro a soñar en blanco y negro.
2
No sé por qué no alivias mi dolor. Cada día levantas la persiana con brusquedad y me arrojas el sol a la cara. No sé qué gracia les ves a mis muecas, siento una punzada cada vez que respiro. A veces inspiro con ganas y me lleno los pulmones de un aire insoportable para tener unos segundos de consuelo expeliendo el dolor. Aunque puede que mi vida ya fuera un poco así, mucho antes de la enfermedad y la vejez, un dolorcillo tonto que me fastidia todo el rato, y de pronto un zarpazo atroz. Cuando perdí a mi mujer fue atroz. Y cualquier cosa que recuerde ahora me dolerá, la memoria es una vasta herida. Pero ni así me das las medicinas, qué crueldad la tuya. No creo ni que seas enfermera, nunca he visto tu cara por aquí. Claro, eres mi hija, estabas a contraluz, dame un beso. Justamente iba a llamarte para que vinieras a hacerme compañía, leerme la prensa, novelas rusas. Dejan ese televisor encendido día y noche, la gente aquí no es nada sociable. No me quejo de nada, hacerlo sería una ingratitud hacia vosotros, tu hijo y tú. Pero si el chico tiene tanto dinero, no sé por qué demonios no me ingresa en un sanatorio tradicional, de religiosas. Yo mismo podría costearme el viaje y el tratamiento en el extranjero si tu marido no me hubiese llevado a la ruina. Podría establecerme en el extranjero, pasar el resto de mis días en París. Si me diera la gana, podría morirme en la misma cama del Ritz en la que dormí siendo niño. Porque en las vacaciones de verano tu abuelo, mi padre, siempre me llevaba a Europa en vapor. Más tarde, cada vez que veía uno de aquellos grandes barcos en el horizonte, rumbo a Argentina, llamaba a tu madre y señalaba: ¡ahí va elArlanza!, ¡el Cap Polonio!, ¡el Lutétia!, y se me llenaba la boca al contarle cómo era un transatlántico por dentro. Tu madre nunca había visto uno de aquellos barcos de cerca, después de casada apenas salía de Copacabana. Y cuando le anuncié que pronto iríamos al puerto para recibir al ingeniero francés, se hizo de rogar. Que si eras una recién nacida y no podía dejarte, que si esto, que si lo otro, pero en cuanto pudo se fue en tranvía a la ciudad y se cortó el pelo a lo garzón. Llegado el día, se vistió como consideró que merecía la ocasión, con un vestido de satén naranja y un turbante de fieltro más anaranjado aún. Yo ya le había sugerido que reservara todo aquel lujo para el mes siguiente, cuando la despedida del francés, pues subiríamos a bordo para la recepción oficial. Pero ella estaba tan ansiosa que acabó de arreglarse antes que yo y se quedó plantada en la puerta, esperándome. Con aquellos tacones, parecía que se aupara sobre los dedos de los pies, y estaba demasiado sonrosada o se le había ido la mano con el colorete. Cuando vi a tu madre en semejante estado le dije: tú no vienes conmigo. Por qué no, preguntó ella con un hilo de voz, pero no le di explicaciones, cogí el sombrero y me fui. Ni me detuve a pensar de dónde procedía aquella ira repentina, sólo sentí que la ira ciega que me producía su entusiasmo era anaranjada. Y voy a dejarme de tanta palabrería porque el dolor no hace más que empeorar.
3
Esa que ha venido a verme, nadie se lo cree, es mi hija. Se ha quedado así, maltrecha y desquiciada, por culpa de su hijo. O nieto, ahora mismo no recuerdo si el chico era mi nieto o tataranieto o qué. Al paso que se estrecha el tiempo futuro, las personas más recientes se amontonan en un rincón de mi cabeza. En cambio, para el pasado tengo un salón cada vez más espacioso en el que caben con holgura mis padres, abuelos, primos distantes y colegas de la facultad a los que ya había olvidado, con sus respectivos salones repletos de parientes y contraparientes y tipos que se han colado con sus amantes, más las reminiscencias de toda esta gente, hasta los tiempos de Napoleón. Fíjate, ahora mismo te miro, a ti que llevas toda la noche aquí conmigo, tan cariñosa, y no tengo valor para preguntarte una vez más cómo te llamas. Sin embargo, recuerdo cada pelo de la barba de mi abuelo, al que solamente conocí por un retrato al óleo. Y por el librito que debe de andar por ahí, en la cómoda, o arriba, en la mesilla de noche de mi madre, pregúntaselo a la doncella. Es un libro pequeño con una secuencia de fotografías prácticamente idénticas que, si se hojean deprisa, crean ilusión de movimiento, como en el cine. Retratan a mi abuelo caminando en Londres, y de niño me gustaba hojear las fotos de atrás hacia delante para hacer que el viejo anduviera marcha atrás. Es con esta gente tan anticuada con quienes sueño cuando me pones a dormir. Si por mí fuera, soñaría contigo en todos los colores, pero mis sueños son como el cine mudo, y los actores llevan mucho tiempo muertos. Hace poco fui a buscar a mis padres al parque infantil, porque en el sueño eran mis hijos. Fui a llamarlos con la buena nueva de que iban a circuncidar a mi abuelo recién nacido, que se había hecho judío sin más ni más. Desde Botafogo, el sueño pasaba a la hacienda al pie de la montaña, donde encontramos a mi abuelo con barba y patillas blancas, enfundado en un frac, caminando frente al Parlamento inglés. Se movía a paso vivo y rígido, como si tuviera piernas mecánicas, diez metros hacia delante, diez metros hacia atrás, igual que en el librito. Mi abuelo fue todo un personaje en los tiempos del Imperio, gran masón y abolicionista radical, pretendía enviar a todos los negros brasileños de vuelta a África, pero la cosa no salio bien. Sus propios esclavos, una vez manumitidos, eligieron permanecer en sus propiedades. Poseía cacaotales en Bahía, cafetales en Sao Paulo, hizo fortuna, murió en el exilio y está enterrado en el cementario familiar de la hacienda al pie de la montaña, con su capilla bendecida por el cardenal arzobispo de Río de Janeiro. Su ex esclavo más allegado, Balbino, un hombre fiel como un perro, se quedó sentado para siempre sobre su tumba. Si llamas un taxi, puedo enseñarte la hacienda, la capilla y el mausoleo.
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