Por un civismo global
Adolfo Sánchez Rebolledo
Joseph E. Stiglitz, profesor de la Universidad de Columbia y premio Nobel de Economía, tomó la palabra entre los jóvenes –y los no tanto– que acampan en un claro del Parque del Retiro para discutir el futuro del Movimiento, el M-15, cuya inesperada emergencia ha marcado la crisis española. Esta es, por así decir, la segunda vuelta de una larga batalla que ahora inicia el camino a Bruselas, sede de los poderes que toman las decisiones europeas. Lejos de la crispación, los manifestantes saben que hay mucho por hacer, mucho que discutir y mucho que estudiar para avanzar con fuerza de aquí en adelante. Por eso, la marcha popular a Bruselas se inicia bajo el lema: Vamos despacio porque vamos lejos, la cual habrá de culminar con una gran demostración global el 15 de octubre, si antes no se precipitan las amenazas de la crisis en todo el orbe.
Stiglitz, en mangas de camisa y megáfono en mano, reiteró con evidente simpatía hacia sus oyentes las tesis que viene defendiendo en todos los foros: Los mercados no son eficientes, a pesar de lo que se sigue enseñando en las principales universidades del planeta, transcribe el corresponsal de La Jornada, Armando G. Tejeda. En rigor, estamos ante una crisis ideológica de gran calado que, aun después del desplome de 2008, sus defensores se niegan a reconocer: “Tan sólo unos años atrás, una poderosa ideología –la creencia en los mercados libres y sin restricciones– llevó al mundo al borde de la ruina. Incluso en sus días de apogeo, desde principios de los años 80 hasta 2007, el capitalismo desregulado al estilo estadunidense trajo mayor bienestar material sólo para los más ricos en el país más rico del mundo. De hecho, a lo largo de los 30 años de ascenso de esta ideología, la mayoría de los estadunidenses vieron que sus ingresos declinaban o se estancaban año tras año. Es más, el crecimiento de la producción en Estados Unidos no fue económicamente sostenible. Con tanto del ingreso nacional de aquel país yendo destinado para tan pocos, el crecimiento sólo podía continuar a través del consumo financiado por una creciente acumulación de la deuda”, escribe Stigliz en un texto significativamente titulado La crisis ideológica del capitalismo occidental. Pero las previsiones optimistas surgidas de la recesión no se cumplieron y la derecha volvió por sus fueros imponiendo ajustes brutales que liquidan de un tajo las conquistas sociales adquiridas por el llamado estado de bienestar. La crítica de Stiglitz a las grandes universidades estadunidenses y europeas parece completamente justificada pues es en ellas donde, en lugar de incubarse las alternativas, se gestan los dogmas que la repetición acrítica y machacona ha convertido en las ideas dominantes de nuestra época.
Es en ese contexto de pobreza intelectual y moral que adquiere trascendencia la aportación de Stéphane Hessel, cuyo manifiesto ¡Indignaos! supuso una revolución editorial que de inmediato ha tomado cuerpo, fuerza material en una serie de ideas extraídas del viejo baúl de la ética republicana y democrática de la resistencia contra el nazismo y el nacimiento de los derechos humanos como un pacto universal. Más allá del llamado contra la indiferencia, Hessel pide renovar el compromiso con dichos valores, la renuncia a una modernidad que no es más que una forma de encubrimiento de los viejos males, ahora en la dimensión global. En conversaciones con el joven ecologista Gilles Vanderpooten, Hessel llama a la capacidad de indignación para plantear alternativas que sean superiores y viables a las que ofrece el fatalismo ideológico del poder. No es la suya una utopía. Ni siquiera un programa acabado, pero sí toca las tres o cuatro cuestiones fundamentales de las que depende nuestro futuro como especie, es decir, la sobrevivencia de la sociedad humana. El sujeto de la acción es el ciudadano, pero tampoco hay en su texto una sacralización de ciertas formas de organización o la descalificación del Estado: es un llamado abierto a reaccionar ante los temas ineludibles del presente. “Creo que el escándalo mayor –escribe– es de índole económica: las desigualdades sociales, la yuxtaposición de la extrema riqueza y la extrema pobreza en un planeta interconectado”. Sabe que no es fácil cambiar ese mundo, pues para ello se requiere ir más allá de la protesta o el rechazo elemental a las ideas equivocadas, plantear nuevas fórmulas y avanzar mediante una acción a muy largo plazo. Opositor a la violencia, Hessel reivindica la necesidad de un civismo global que ubica en el primer plano la construcción de la conciencia ecológica , el reconocimiento de la diversidad, la inauguración de una vía que permita el desarrollo sustentable como eje de la restructuración institucional de las relaciones planetarias.
Stiglitz y Hessel son dos de los intelectuales prestigiosos –no los únicos, por fortuna– que hoy alzan sus voces críticas para advertirnos que vamos al despeñadero. Y éstas no puede ser más oportunas cuando la ONU habla de la catástrofe en que se ha transformado el desempleo juvenil en el orbe. O cuando se nos hace saber con cifras incuestionables que los mexicanos hoy somos más pobres que hace pocos años. La esperanza es que los ciudadanos escuchen el mensaje: que es posible comprometerse, actuar, cambiar la vida. Ojalá y nuestra activa sociedad civil que tanto desea abrirse camino hacia los procesos electorales sea capaz de incorporar a su ideario esas materias de escándalo de las que habla Hessel y sepa librar esas batallas cotidianas, a sabiendas de que los grandes males como la violencia no son ajenos a la descomposición causada por la visión que norma la política del poder en sus grandes trazos. Y para ello es preciso, como plantea Stiglitz, otra visión ideológica, no un acomodo al orden establecido.
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