Paro juvenil, protesta social y austeridad fiscal neoliberal en España. Entrevista
Antoni Domènech · · · · ·
Texto original: Sinpermiso
Antoni Domènech · · · · ·
Texto original: Sinpermiso
15/05/11
Al cumplirse un año del radical giro neoliberal de la política económica del gobierno Zapatero, y en el contexto de los aterradores datos sobre paro juvenil en España (un 43%) y de respuestas sociales como la convocatoria de manifestaciones en todas las ciudades españolas este 15 mayo por parte de los jóvenes de democracia-real-ya, el periodista de la Agencia Colpisa Ander Carazo entrevistó a Antoni Domènech para un reportaje sobre la situación económica española y el fenómeno del paro juvenil. Reproducimos a continuación las respuestas de Domènech a las preguntas de Carazo.
¿A qué se debe que la tasa de desempleo juvenil en España sea la más alta de toda la OCDE? ¿Qué se ha hecho mal durante los años de ‘bonanza’ para tener actualmente una tasa de paro del 40%?
Las causas de esa enorme tasa de desempleo juvenil son varias, claro, y arraigan hondo en el tipo de economía que terminó configurando en España la “transición democrática”.
Cuando, para contrastar con la situación actual, se habla de “años de bonanza”, hay que recordar inmediatamente que esos años en los que se registraron tasas de crecimiento del PIB por encima de la media europea se fundaron en buena medida en el asombroso crecimiento de la burbuja inmobiliaria y en el no menos asombroso crecimiento del endeudamiento privado (de las familias y de las empresas). Con las consecuencias que ahora se ven, pero que habían anticipado tantos y tantos a los que nadie hizo caso en su momento. Por mencionar algunas, acaso las más importantes:
1) Los salarios reales no amentaron en todo lo que llevamos del siglo XXI: en cambio, la demanda efectiva fue alimentada por el endeudamiento de las familias españolas con crédito barato, un endeudamiento con crédito barato ofrecido por la banca y las cajas españolas, que a su vez se endeudaban con la banca extranjera (singularmente la alemana).
2) No sólo los salarios reales no aumentaron, sino que la participación de la masa salarial en la riqueza nacional no ha hecho más que retroceder en las últimas décadas, mientras aumentaba la participación en ella de los beneficios empresariales y, sobre todo, la de las ganancias rentistas y especulativas (inmobiliarias, financieras, de aseguradoras y oligopólicas).
3) Al tiempo que la “ilusión de riqueza” generada por la inflación de activos (sobre todo, vivienda) estimulaba artificialmente la demanda efectiva y desbarataba la lucha sindical (¿para qué librar batallas salariales, si se podía conseguir crédito barato para financiar activos –como la vivienda— que no harían sino subir y subir, ofreciendo así nuevas oportunidades para ulteriores créditos?), socavaba también la competitividad internacional de la economía productiva española al aumentar el coste básico de la vida para la población trabajadora (el increíble precio que la vivienda ha llegado a alcanzar en España es un componente fundamental del coste de la vida, y ese coste es, para la competitividad, mucho más importante y decisivo que el “coste del factor trabajo” en el que tan interesada como ignaramente insisten cada día los economistas neoliberales).
Y para hacerlo breve y reducirnos a lo más importante en el contexto de su pregunta: 4) El masivo endeudamiento privado de los últimos lustros permitió unas cuentas públicas “saneadas” en que fundar políticas públicas más o menos (menos que más, hay que decirlo) sociales. Es un problema puramente contable: a igualdad de condiciones en la balanza comercial, el endeudamiento privado va de la mano del superávit público, y al revés, sólo el déficit público enjuga el endeudamiento privado: así actúan los estabilizadores automático de la economía. Al estallar la burbuja inmobiliaria y quedar al descubierto el enorme volumen del endeudamiento privado español, los estabilizadores automáticos llevaron al endeudamiento público. Las ideas de austeridad fiscal impuestas ahora a España y a otros países periféricos por la UE van totalmente a contrapelo de eso, que ni siquiera es una verdad de la teoría económica, sino una verdad simplemente contable, más elemental. Llevamos ahora un año de ese tipo de políticas procíclicas suicidas, incapaces de reconocer la raíz última del problema. Y el resultado está ya a la vista: se desploma la demanda efectiva, los ataques especulativos a la deuda soberana española no cesan (también porque al persistir el desplome de la actividad económica, la recaudación fiscal baja, lo que agrava los problemas de la deuda pública), las familias y las empresas productivas españolas tienen problemas para desapalancar su deuda, crecen la morosidad, los concursos de acreedores y los desahucios… Y siguen creciendo la precariedad laboral y el paro, cada vez con menor cobertura pública. Particularmente, el paro juvenil: ya ve usted que la tan cacareada “generación de españoles más preparados de la historia” empieza a buscarse la vida en Alemania, como tuvieron que hacer sus sufridos abuelos bajo el franquismo.
Todo el mundo habla de movilización o protesta, pero la ciudadanía española sigue estática. ¿Cree posible algún tipo de rebelión social?
La ilusión de riqueza de los “años de bonanza” es en buena medida responsable de eso. Como ya le observé en la cuestión anterior, la respuesta tradicional al estancamiento de los salarios reales eran las luchas obreras y sindicales. A lo que hemos asistido en estas últimas décadas, y no sólo en España, es al ensayo de otra vía, la vía que, si usted quiere, puede llamarse “neoliberal”: y es la vía del endeudamiento privado con crédito barato creado de la nada por entidades financieras privadas y apoyado por los gobiernos con políticas económicas de tipos bajos e inflación de activos (lo que en la prensa se conoce como “economía de la burbuja”): eso substituía a los aumentos de los salarios reales como dinamizadores de la demanda efectiva, y al propio tiempo, desactivaba la lucha sindical y desbarataba la autoconsciencia y la cultura solidaria de la población trabajadora.
Es una desgracia que los sindicatos europeos y norteamericanos no acabaran de entender cabalmente ese proceso, y que se dejaran arrastrar –y sigan haciéndolo— quieras que no a una táctica, tan regresiva como suicida, del mal menor. Pero el resultado está a la vista: en 20 años, la tasa de afiliación sindical ha caído más o menos en un 50% en los países de la OCDE, señaladamente en el sector privado. Y ahora nos encontramos en el final de ese proceso: aun a costa de hundir la economía con políticas de austeridad fiscal disparatadamente procíclicas, se diría que las clases rectoras buscan aprovechar la terrible crisis de un tardocapitalismo financiarizado enloquecido –basta ver Inside jobs— para dar la puntilla final a los restos de la gran conquista del antifascismo que fue el Estado Democrático y Social de Derecho.
Las gentes del común, como muestran todas las encuestas, se dan perfecta cuenta de eso: saben que la democracia ha sido secuestrada por una aristocracia financiera internacional capaz de imponer sin demasiados recatos su política a gobiernos democráticamente elegidos, del color que sea. Por muchos motivos que no podemos discutir aquí (entre ellos: las enormes puertas giratorias que se han abierto en las últimas décadas entre el mundo de la política y el mundo de los negocios: piense en Aznar, en Felipe González, en Pedro Solbes, en Joschka Fischer, etc.), la llamada “clase política” se ha acomodado a eso, y está en vías de un desprestigio popular que no se recordaba en Europa desde los años 20 y 30 del siglo pasado.
Reacción social, tarde o temprano, la habrá: de eso no le quepa la menor duda. La duda razonable es más bien en qué consistirá: en una firme respuesta mayoritaria popular democrática, ilustrada, de tendencia anticapitalista, o en un desnortado estallido de rabia y odio ciegos, antirracionalistas, y por lo mismo, manipulables por las extremas derechas minoritarias xenófobas y nacionalistas. En este último caso, le auguro transformaciones estupefacientes en la vida intelectual –ya empezamos a verlas—: volveríamos a constatar lo que Walter Benjamin dejó escrito para la Europa de los años 30, y es a saber: que el fascista no es sino un liberal dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias del liberalismo (en el sentido europeo del término).
Muchos autores hablan de que hay una crisis de civilización que provocará un cambio de era, ¿lo ve posible?
No sólo posible: es harto probable, y hasta, si me apura, ineluctable. Vea la diferencia con la Gran Depresión de los años 30: entonces se trataba de una de las mayores crisis conocidas por el capitalismo, una crisis económica. Ahora tenemos una crisis económica capitalista (una de las tres mayores de su historia), pero tenemos también una crisis energética (estamos en una fase de transición hacia una vida económica no fundada en los combustibles fósiles, que se agotan) y una crisis medioambiental sin precedentes, cuya punta más visible –pero desde luego no la única— es el catastrófico cambio climático en ciernes. Los próximos 20 o 30 años van a ser cruciales tanto para la crisis energética (estamos obligados a cambiar de base) como para la crisis medioambiental (en unos pocos años, por seguir con el ejemplo, las consecuencias del cambio climático serán de todo punto irreversibles). Comparada con esas enormidades a las que nos han llevado las fuerzas degeneradas del tardocapitalismo, su crisis económica actual es hasta una nadería. Todo contado, las fuerzas dinámicas capitalistas, y la cultura material e intelectual por ellas modelada, han sido una aberración civilizatoria. Una aberración que se ha hecho, además, socialmente obsoleta, como lo prueba el hecho de que buena parte de las políticas menos insensatas de los gobiernos procapitalistas actuales pasan por ¡obligar a los capitalistas a hacer de capitalistas y a invertir en procesos productivos! Marx, al que ignorantemente se acusa tantas veces de “determinismo histórico”, habló de un posible unhappy end con “común hundimiento de las clases en lucha”. Nadie sabe como terminará esto, pero el posible final infeliz sería peor aún que el imaginado por el viejo. La disyuntiva es clara y perentoria: más capitalismo y barbarie descivilizatoria o más democracia y socialismo recivilizador.
Antoni Domènech es el Editor general de SinPermiso.
¿A qué se debe que la tasa de desempleo juvenil en España sea la más alta de toda la OCDE? ¿Qué se ha hecho mal durante los años de ‘bonanza’ para tener actualmente una tasa de paro del 40%?
Las causas de esa enorme tasa de desempleo juvenil son varias, claro, y arraigan hondo en el tipo de economía que terminó configurando en España la “transición democrática”.
Cuando, para contrastar con la situación actual, se habla de “años de bonanza”, hay que recordar inmediatamente que esos años en los que se registraron tasas de crecimiento del PIB por encima de la media europea se fundaron en buena medida en el asombroso crecimiento de la burbuja inmobiliaria y en el no menos asombroso crecimiento del endeudamiento privado (de las familias y de las empresas). Con las consecuencias que ahora se ven, pero que habían anticipado tantos y tantos a los que nadie hizo caso en su momento. Por mencionar algunas, acaso las más importantes:
1) Los salarios reales no amentaron en todo lo que llevamos del siglo XXI: en cambio, la demanda efectiva fue alimentada por el endeudamiento de las familias españolas con crédito barato, un endeudamiento con crédito barato ofrecido por la banca y las cajas españolas, que a su vez se endeudaban con la banca extranjera (singularmente la alemana).
2) No sólo los salarios reales no aumentaron, sino que la participación de la masa salarial en la riqueza nacional no ha hecho más que retroceder en las últimas décadas, mientras aumentaba la participación en ella de los beneficios empresariales y, sobre todo, la de las ganancias rentistas y especulativas (inmobiliarias, financieras, de aseguradoras y oligopólicas).
3) Al tiempo que la “ilusión de riqueza” generada por la inflación de activos (sobre todo, vivienda) estimulaba artificialmente la demanda efectiva y desbarataba la lucha sindical (¿para qué librar batallas salariales, si se podía conseguir crédito barato para financiar activos –como la vivienda— que no harían sino subir y subir, ofreciendo así nuevas oportunidades para ulteriores créditos?), socavaba también la competitividad internacional de la economía productiva española al aumentar el coste básico de la vida para la población trabajadora (el increíble precio que la vivienda ha llegado a alcanzar en España es un componente fundamental del coste de la vida, y ese coste es, para la competitividad, mucho más importante y decisivo que el “coste del factor trabajo” en el que tan interesada como ignaramente insisten cada día los economistas neoliberales).
Y para hacerlo breve y reducirnos a lo más importante en el contexto de su pregunta: 4) El masivo endeudamiento privado de los últimos lustros permitió unas cuentas públicas “saneadas” en que fundar políticas públicas más o menos (menos que más, hay que decirlo) sociales. Es un problema puramente contable: a igualdad de condiciones en la balanza comercial, el endeudamiento privado va de la mano del superávit público, y al revés, sólo el déficit público enjuga el endeudamiento privado: así actúan los estabilizadores automático de la economía. Al estallar la burbuja inmobiliaria y quedar al descubierto el enorme volumen del endeudamiento privado español, los estabilizadores automáticos llevaron al endeudamiento público. Las ideas de austeridad fiscal impuestas ahora a España y a otros países periféricos por la UE van totalmente a contrapelo de eso, que ni siquiera es una verdad de la teoría económica, sino una verdad simplemente contable, más elemental. Llevamos ahora un año de ese tipo de políticas procíclicas suicidas, incapaces de reconocer la raíz última del problema. Y el resultado está ya a la vista: se desploma la demanda efectiva, los ataques especulativos a la deuda soberana española no cesan (también porque al persistir el desplome de la actividad económica, la recaudación fiscal baja, lo que agrava los problemas de la deuda pública), las familias y las empresas productivas españolas tienen problemas para desapalancar su deuda, crecen la morosidad, los concursos de acreedores y los desahucios… Y siguen creciendo la precariedad laboral y el paro, cada vez con menor cobertura pública. Particularmente, el paro juvenil: ya ve usted que la tan cacareada “generación de españoles más preparados de la historia” empieza a buscarse la vida en Alemania, como tuvieron que hacer sus sufridos abuelos bajo el franquismo.
Todo el mundo habla de movilización o protesta, pero la ciudadanía española sigue estática. ¿Cree posible algún tipo de rebelión social?
La ilusión de riqueza de los “años de bonanza” es en buena medida responsable de eso. Como ya le observé en la cuestión anterior, la respuesta tradicional al estancamiento de los salarios reales eran las luchas obreras y sindicales. A lo que hemos asistido en estas últimas décadas, y no sólo en España, es al ensayo de otra vía, la vía que, si usted quiere, puede llamarse “neoliberal”: y es la vía del endeudamiento privado con crédito barato creado de la nada por entidades financieras privadas y apoyado por los gobiernos con políticas económicas de tipos bajos e inflación de activos (lo que en la prensa se conoce como “economía de la burbuja”): eso substituía a los aumentos de los salarios reales como dinamizadores de la demanda efectiva, y al propio tiempo, desactivaba la lucha sindical y desbarataba la autoconsciencia y la cultura solidaria de la población trabajadora.
Es una desgracia que los sindicatos europeos y norteamericanos no acabaran de entender cabalmente ese proceso, y que se dejaran arrastrar –y sigan haciéndolo— quieras que no a una táctica, tan regresiva como suicida, del mal menor. Pero el resultado está a la vista: en 20 años, la tasa de afiliación sindical ha caído más o menos en un 50% en los países de la OCDE, señaladamente en el sector privado. Y ahora nos encontramos en el final de ese proceso: aun a costa de hundir la economía con políticas de austeridad fiscal disparatadamente procíclicas, se diría que las clases rectoras buscan aprovechar la terrible crisis de un tardocapitalismo financiarizado enloquecido –basta ver Inside jobs— para dar la puntilla final a los restos de la gran conquista del antifascismo que fue el Estado Democrático y Social de Derecho.
Las gentes del común, como muestran todas las encuestas, se dan perfecta cuenta de eso: saben que la democracia ha sido secuestrada por una aristocracia financiera internacional capaz de imponer sin demasiados recatos su política a gobiernos democráticamente elegidos, del color que sea. Por muchos motivos que no podemos discutir aquí (entre ellos: las enormes puertas giratorias que se han abierto en las últimas décadas entre el mundo de la política y el mundo de los negocios: piense en Aznar, en Felipe González, en Pedro Solbes, en Joschka Fischer, etc.), la llamada “clase política” se ha acomodado a eso, y está en vías de un desprestigio popular que no se recordaba en Europa desde los años 20 y 30 del siglo pasado.
Reacción social, tarde o temprano, la habrá: de eso no le quepa la menor duda. La duda razonable es más bien en qué consistirá: en una firme respuesta mayoritaria popular democrática, ilustrada, de tendencia anticapitalista, o en un desnortado estallido de rabia y odio ciegos, antirracionalistas, y por lo mismo, manipulables por las extremas derechas minoritarias xenófobas y nacionalistas. En este último caso, le auguro transformaciones estupefacientes en la vida intelectual –ya empezamos a verlas—: volveríamos a constatar lo que Walter Benjamin dejó escrito para la Europa de los años 30, y es a saber: que el fascista no es sino un liberal dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias del liberalismo (en el sentido europeo del término).
Muchos autores hablan de que hay una crisis de civilización que provocará un cambio de era, ¿lo ve posible?
No sólo posible: es harto probable, y hasta, si me apura, ineluctable. Vea la diferencia con la Gran Depresión de los años 30: entonces se trataba de una de las mayores crisis conocidas por el capitalismo, una crisis económica. Ahora tenemos una crisis económica capitalista (una de las tres mayores de su historia), pero tenemos también una crisis energética (estamos en una fase de transición hacia una vida económica no fundada en los combustibles fósiles, que se agotan) y una crisis medioambiental sin precedentes, cuya punta más visible –pero desde luego no la única— es el catastrófico cambio climático en ciernes. Los próximos 20 o 30 años van a ser cruciales tanto para la crisis energética (estamos obligados a cambiar de base) como para la crisis medioambiental (en unos pocos años, por seguir con el ejemplo, las consecuencias del cambio climático serán de todo punto irreversibles). Comparada con esas enormidades a las que nos han llevado las fuerzas degeneradas del tardocapitalismo, su crisis económica actual es hasta una nadería. Todo contado, las fuerzas dinámicas capitalistas, y la cultura material e intelectual por ellas modelada, han sido una aberración civilizatoria. Una aberración que se ha hecho, además, socialmente obsoleta, como lo prueba el hecho de que buena parte de las políticas menos insensatas de los gobiernos procapitalistas actuales pasan por ¡obligar a los capitalistas a hacer de capitalistas y a invertir en procesos productivos! Marx, al que ignorantemente se acusa tantas veces de “determinismo histórico”, habló de un posible unhappy end con “común hundimiento de las clases en lucha”. Nadie sabe como terminará esto, pero el posible final infeliz sería peor aún que el imaginado por el viejo. La disyuntiva es clara y perentoria: más capitalismo y barbarie descivilizatoria o más democracia y socialismo recivilizador.
Antoni Domènech es el Editor general de SinPermiso.
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