jueves, 5 de mayo de 2011

La canción más azotada del mundo Pedro Miguel

La canción más azotada del mundo

Pedro Miguel
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El gobierno ya no se avergüenza de nada. Si no quiere o no puede dar protección a los mexicanos ni hacer efectivo el derecho a la vida, cuánto puede importarle que los centro y su-damericanos vayan a parar, por decenas y centenas, a las fosas comunes de San Fernando, Tamaulipas, que sean reclutados a la fuerza por poderes territoriales más sórdidos que las autoridades o que sufran toda suerte de atropellos de dos clases de delincuencias: las fácticas y las uniformadas.

Durante años han ocurrido, de manera regular, extorsiones, violaciones, secuestros, homicidios, asaltos y mutilaciones contra migrantes centro y sudamericanos sin que ninguno de los niveles de gobierno hiciera nada por evitarlo. Fue el poder público, pues, el que hizo posible el enorme margen de desprotección que ha servido de contexto para que los grupos delictivos menos presentables decidieran incursionar, primero, y hegemonizar, después, el negocio de la carne humana migrante: los agentes de diversas corporaciones policiales que durante décadas han estado abusando de los extranjeros le enseñaron a los Zetas el camino y la fórmula de la fortuna.

La respuesta de políticos y funcionarios a la pesadilla que quedó al descubierto en San Fernando fue aprobar una nueva Ley de Migración que, lejos de proteger a los migrantes, como se afirma en su exposición de motivos, los criminaliza de diversas maneras en su articulado y abofetea, de paso, varios artículos constitucionales relacionados con la no discriminación, la libertad de tránsito y el acceso a la justicia, como lo señalaron el día mismo de la aprobación diversas organizaciones no gubernamentales. Dijo Fabianne Venlet, del Instituto de Estudios y Divulgación sobre Migración (Inedim), el engendro legislativo carece de mecanismos para hacer efectiva la protección de los derechos humanos de los viajeros, pero, eso sí, otorga facultades a la Policía Federal y otras corporaciones para efectuar verificación migratoria.

Desde luego, no son sólo los migrantes quienes padecen los tradicionales abusos de los cuerpos policiales y las novedades atroces que proliferan a la sombra de la guerra de Felipe Calderón: la segunda fosa descubierta en San Fernando estaba llena de cuerpos de migrantes mexicanos. Pero quienes se quedan en sus lugares de origen o residencia habitual tampoco se salvan del naufragio de la seguridad pública, como bien lo han aprendido en carne propia juarenses, regiomontanos, acapulqueños y vecinos de medio país.

Pero falta la otra parte de la pinza: a mayor, más bárbara y más frecuente violencia delictiva, mayor es la propensión de las fuerzas públicas supuestamente encargadas de contrarrestarla a atropellar los derechos humanos: los de los presuntos delincuentes, por supuesto, pero también los de los infortunados que se encuentran en el entorno.

El ímpetu de destrucción, la semilla de la crueldad y el gusto por la muerte conforman una serpiente que engorda al morderse la cola. Javier Sicilia se quejaba hace un par de semanas, con una precisión dolorosa, que Calderón y Genaro García Luna sólo tienen imaginación para la violencia. De seguro, al decirlo, no tenía en mente a Enrique Peña Nieto, quien en alguna ocasión ha propuesto que se estudie la implantación de la pena de muerte no sólo contra narcotraficantes, sino también contra consumidores de droga. ¡Quiero todos los juguetes!, manoteaba Calderón; los capos le tomaron prestada la idea y hoy disponen de misiles antitanque y de armas antiaéreas. La fantasía sórdida del mexiquense se hizo realidad poco después, cuando empezaron las masacres de adictos en centros de rehabilitación, en Ciudad Juárez.

El vaso está colmado desde hace tiempo: desde las muertas de Juárez, desde la masacre de Villas de Salvárcar, desde los estudiantes regiomontanos asesinados por el Ejército, desde el multihomicidio que tuvo entre sus víctimas a Juan Francisco Sicilia, en Cuernavaca. El vaso se colma todos los días, y ya no sólo estamos hasta la madre de la violencia y de la guerra, sino también de la impunidad, la corrupción, el autoritarismo, la avaricia y la estupidez que las impulsan. Estamos hasta la madre de que el jefe del Ejecutivo se haga el valiente, primero, y después el llorón, y acuda a la sociedad con la peculiar exigencia de que ésta se haga corresponsable de la inseguridad y del desastre. Estamos hasta la madre de que el gobierno diga que se encuentra empeñado en un combate contra el narcotráfico, cuando todos los elementos de juicio disponibles indican que más bien promueve a una de las firmas que participan en el mercado.

La respuesta a todos estos clamores es un intento por conceder al gobierno facultades adicionales para que cometa más abusos de los que ya comete. Los promotores de esa porquería de reforma a la Ley de Seguridad Nacional (peñanietistas como Navarrete Prida, para empezar) ignoran la historia: durante más de medio siglo, el principal factor de violencia contra la población ha sido el poder público de los tres niveles y sus aliados –caciques, charros, empresarios y delincuentes sin adjetivos–; para proteger a la gente de la violencia, tendría que empezarse por redefinir y acotar las facultades del gobierno y por establecer mecanismos de contención y sanción, hoy inexistentes, a los gobernantes que violenten los derechos humanos. Tendría que empezarse por investigar y castigar las muertes inocentes causadas por la estrategia de Calderón; las atrocidades que perpetraron los cuerpos policiales en San Salvador Atenco-Texcoco, Oaxaca y Lázaro Cárdenas, en el sexenio pasado; las masacres campesinas cometidas por el zedillato; los centenares de opositores exterminados en el periodo de Salinas, y así, hasta la masacre del 2 de octubre de 1968. Otro dato histórico que desconocen o soslayan los promotores de esa reforma es que la principal amenaza a la seguridad nacional de México ha provenido, desde siempre, de los afanes expansionistas e injerencistas de Estados Unidos. Y no ven, desde luego, los engarces entre esas constantes y la actual guerra contra las drogas que le ha sido impuesta al país por medio de la Iniciativa Mérida.

Este domingo 8, una vasta porción de la sociedad tomará las calles para manifestar su repudio a la violencia y a la participación de las autoridades en ella. Algunos buscamos dar a esa exasperación un cauce legal, pacífico y con probabilidades de éxito, y pensamos que la acción social procedente es impulsar procesos judiciales –nacionales e internacionales– contra los gobernantes responsables de la tragedia en la que está sumido el país. Con este propósito, nos congregaremos a partir de las 11 am en la Explanada de Bellas Artes, en donde habrá producción de mantas, pancartas y consignas hasta que llegue la marcha principal: nos uniremos a ella con espíritu solidario y marcharemos al Zócalo con una propuesta: llevar a juicio a los responsables políticos y penales de esta guerra. Ahí nos vemos.

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