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sábado, 27 de junio de 2009

Vencer al DIABLO en Yucundaí.

Desde la conquista española, muchas heridas han quedado abiertas en nuestra historia. En las dramáticas experiencias de un pueblo oaxaqueño, Yucundaí (ahora Tequixtepec), se reflejan los sufrimientos y los miedos, las riquezas y esperanzas de todo México.

VENCER AL DIABLO EN YUCUNDAÍ.

Eduardo Rivera Tapia.

Introducción

Te voy a contar, madre, cómo sucedieron las cosas al pie de este mismo cerro. Te acordarás que me fui con tio-Lajú a la capital, para buscar a un profesor que nos ayudara a buscar nuestros libros antiguos, nuestros códices. Como sabes, fue un viaje inútil porque no encontramos al mentado profesor, ni siquiera dimos con su domicilio. Dijeron que ya no vivía ahí.

Nos regresamos, pues, con nuestros propios honores y con las manos vacías. Ya desde antes de partir, presentía que de ese viaje no iba a salir algo bueno. El diablo se había metido hasta el fondo de nuestro pueblo, dividiéndonos y llenando nuestros corazones de odio. Iba a cumplirse un año del linchamiento de tio-León, y la culpa la seguía cargando como una piedra fría. ¡No lograba perdonarme! Tal vez si hubiera intervenido en el momento, lo hubiéramos salvado. Quizá otros también se hubieran animado a ayudar…

Pero ese sufrimiento era poco, comparado con el recuerdo de Isaac, nuestro hijo adorado, que había muerto de tan terrible manera. ¡Si, madre, ya sé que tu no pensabas como yo, y decías que su mal no era una enfermedad común! ¡Yo debí haber hecho algo más! Perdóname. Sólo hasta ahora lo entiendo. En ese tiempo no me daba cuenta, aunque igualmente sufría sin descanso, como si me hubiera arrancado el corazón a pedazos. Me sentía muerto en vida, como viviendo en un ataúd…

-¡Acércate, Valeriano, con toda confianza! Le estoy contando a mi mujer lo que tú ya sabes, el porque no regresé de mi último viaje a la capital.

-Gracias Diego. ¿Cómo estás Lupita?

-No quiero interrumpirte, Diego sigue contando.

Pues ya les digo, bajamos de Petlalcingo, sólo tio-Lajú y yo. Era de noche. Veníamos retrasados y cansados por el viaje tan largo e infructuoso, pero decidimos caminar de una vez hasta Yucundaí; calculamos llegar después de la media noche. Había una luna menguante y ésta podía alumbrarnos un poco el camino.

No sabíamos que alguien nos vigilaba. Nosotros, ignorantes y tal vez tontos, comenzamos a caminar. Luego de tres horas, en las que casi no pronunciamos palabra, llegamos a la falda de este Cerro de Yucundaí, al cruce del camino que sube a Yolotepec. Veníamos ensimismados, con ardientes deseos de llegar pronto a nuestra casa, cuando de pronto, nos estremeció un grito:

-¡Párense hijos de la chingada! ¡Y váyanse despidiendo, porque hasta aquí se les acabó lo valiente!

Pude contar que eran seis los que nos rodearon. Venían con la cara embozada y sólo pude reconocer la voz de un hijo de tio-Benito, el ex presidente municipal. Estaban muy ardidos porque, siendo las autoridades cuando asesinaron a tio-León, se sentían seguros de que nadie les haría nada; pero, con la ayuda del Ministerio Público de Oaxaca, metimos a la cárcel a diez de ellos, sentenciándolos a 15 años de prisión. Por eso sus familiares ardían en deseos de venganza.

Sus armas brillaron a la luz débil de la luna. Mi pensamiento corrió hacía ti, madre. Te vi con tanta fuerza que pude sentir en mi rostro las caricias de tus cabellos sedosos, respiré tu aliento florido, bajo el brillo relampagueante de tus ojos. Y te vi sonreír… los sentimientos de culpa atenazaron mi conciencia, mientras oía el clamor de mis demonios interiores: “¡Todo fue un fracaso! ¡Tu vida no sirvió de nada! ¡Igual que el sacrificio inútil de tus cuatro hijos! ¡Dejas abandonado al amor de tu vida y se queda tu pueblo desgarrado!”. Sentí que esos demonios me arrastraban hasta una larga fila de gente: me vi atrás de Porfirio, de tio-León y de tantos otros, los perdedores de este mundo… Luego oí unos disparos y un grito fulminó mis oídos por última vez:

-¡Les cortan la cabeza y los entierran más arriba, en el cerro!

Mientras la sangre caliente corría sobre mi piel, me envolvieron murmullos de voces antiguas y sentí que todas las abuelas y los abuelos enterrados en ese Cerro de Yucundaí, rellenaron mis venas de un cariño indecible y me decían que hasta la muerte podía ser vencida… Evoqué el roce de tus labios amorosos con los míos, y en mi corazón, madre, brilló la certeza de que mi vida había valido la pena.

Ediciones Paulinas.
México. Junio 2009.