“Sitiado en mi epidermis”
Federico Nietsche
El desarrollo tardío del capitalismo alemán incuba un pensamiento social que rompiendo con el liberalismo descree en la igualdad de los hombres ante la ley, emprende una crítica de derecha a la democracia y propone una visión imperial y racista de la historia, que desde el último cuarto del siglo XIX funciona como justificación del orden neocolonial y coartada a la contrahechura del moderno imperialismo. Retomado por Chamberlain y Rosenberg este pensamiento dotará de ideología al Tercer Reich.
La renovada teoría de la desigualdad de las razas viene de Joseph Arthur Gobineau, quien a mediados del siglo XIX sostenía que: “No eran susceptibles los pueblos asiáticos de ser civilizados. Hubo que contentarse con obligar a sus individuos a realizar un trabajo útil, como máquinas animadas”. Neorracismo que combina el reconocimiento de la globalización capitalista con el darwinismo social. Ideología que emplea teorías discriminatorias sobre la etnicidad para legitimar el sojuzgamiento imperial de la periferia y justificar el trabajo forzado, chocante quizá para el capitalismo teórico pero imprescindible para la acumulación periférica que se despliega en contextos de demanda laboral estacional, fuerza de trabajo escasa y persistencia de la comunidad agraria.
Negros, amarillos y cobrizos fueron lo que René Depestre llamó “combustible biológico” de ultramar que alimentó a distancia la segunda revolución industrial: hule para llantas y correas de transmisión, sisal para engavillar, cobre para los conductores eléctricos... Las “razas de color” fueron también las “máquinas animadas” ocultas tras los lujos metropolitanos: muebles de caoba, enervante café endulzado con azúcar de caña, delicado chocolate, tabacos aromáticos.
La buena conciencia de Europa y de sus representantes periféricos necesitaba una teoría que justificara la racialización de las relaciones laborales. Surge así la imaginería del imperialismo, el sistema simbólico de la colonización: un orden de ideas con pretensiones de cientificidad que somatiza las relaciones sociales, que epidermiza la explotación.
“El fetichismo de la epidermis es un hijo político del capital”, ha dicho René Depestre, y si en Europa la arrogancia aria transmutada en antisemitismo diezmó a un pueblo “de razón”, el racismo colonial está detrás del otro gran etnocididio cuyas víctimas son los hombres “de color”: el holocausto de los “naturales”, la sistemática aniquilación de coolis, felahs, negros, indios americanos y demás calibanes, consumidos en las hogueras laborales del imperio, en los campos de concentración que son las minas, monterías y plantaciones tropicales, en los hornos crematorios de ultramar.
“La inversión de capitales se desfigura en esclavitud”, sostiene el periodista Ángel Pola, en 1885, al denunciar el peonaje por deudas y el enganche forzoso en fincas y monterías del sureste mexicano. Para contrarrestar esta crítica y otras posteriores, Porfirio Díaz patrocina “expertos” extranjeros que deben justificar el estado de cosas imperante. Uno de ellos es el sociólogo alemán Otto Peust, quien en 1903 realiza para el gobierno un viaje de estudios por el sureste. Tanto gustan sus juicios que es incorporado a la administración y en los últimos años del régimen funge como director del Departamento de Agricultura de la Secretaría de Fomento, desde la que expone su ideario en un folleto publicado en 1911:
“Las razas se dividen desde el punto de vista económico (no etnológico) en tres grupos principales. El primero comprende los pueblos de raza caucásica única que ha pasado del gremio agrario al manufacturero del cual a salido la industria transformadora en gran escala. El segundo grupo compuesto preferentemente de la raza amarilla, sólo ha formado el gremio agrícola y manufacturero, pero parece capaz de imitar el régimen industrial capitalista, como los japoneses chinos, etc. El tercer grupo comprende la mayoría del los pueblos indígenas del África, de América, de gran parte de Asia, etcétera, y dispone de un grupo tan reducido de hombres enérgicos y perseverantes que sólo ha logrado formar el gremio agrícola. Los individuos de este grupo parecen incapaces de imitar; como los del segundo, la producción capitalista. En relación con el grado de inferioridad de una raza (...) los individuos que la forman resultan por su propia naturaleza, trabajadores libres, obligados o esclavizados”.
Declaración de principios que le permite entrar de lleno en la problemática laboral mexicana:
“La escasez de obreros en México, no reviste pues como en Europa, un carácter puramente económico, sino que depende de la índole de la mayor parte de su población nativa. La cantidad reducida de individuos activos y constantes es insuficiente para proporcionar a la agricultura los obreros necesarios. No queda otro recurso que tratar de afrontar decididamente el problema utilizando la población rural existente de acuerdo con su índole”.
¿Pero, cómo utilizar conforme a su índole a una población desidiosa?
“La necesidad que se reconoce y practica generalmente, de quitar a una población indolente las tierras que no aprovecha, tiene como correlativa la de imponer a los nativos inertes cierta obligación al trabajo, no obstante las teorías que sostienen algunos académicos humanitarios obstinados en perpetuar los conceptos jurídicos del siglo correspondiente a la raza caucásica”.
He aquí una ceñida descripción del capitalismo contrahecho realmente existente. Sin eufemismos liberales, Peust exhibe la igualdad ante la ley como ilusión de la fase “caucásica” del capitalismo; apariencia transitoria transmutada en trabajo forzado en cuanto el sistema se globaliza. Con rigor sociológico demuestra que en un contexto de escasez de brazos y persistencia de comunidades agrarias –de naturaleza “indolente”– la implacable lógica de la acumulación produce enganchados, acasillados o felahs, y concluye, contundente, que en su fase superior y mundializada, el capitalismo deviene un nuevo esclavismo. En México, donde los indolentes son mayoría pues no se les exterminó a tiempo, uncirlos al trabajo –así sea contra natura– es hazaña del progreso.
La minusvalía racial de los mexicanos “naturales” no es ocurrencia de tecnócratas importados sino convicción de los autóctonos “científicos” porfiristas. Dicen que en sus últimos años el general nacionalista que fuera terror de los franceses se talqueaba la cara en un intento de blanquear su piel de mixteco. Verdad o no, lo cierto es que don Porfirio sí quería blanquear al país. Aniquilar o transterrar a los yaquis broncos, aplastar los rescoldos mayas de la “guerra de castas”, atraer agricultores extranjeros para colonizar zonas indígenas, poner a la fuerza pública al servicio de la captura y traslado al sur y sureste de trabajadores enganchados, solapar la esclavitud por deudas y los castigos corporales son aspectos de una política racista que veía en la resistencia y rebeldía de los indios una disrupción del orden, un obstáculo para el progreso.
La justificación de la esclavitud laboral de los naturales no deriva de la arrogancia del blanco colonizador ni del presunto complejo de inferioridad del mestizo. El racismo es la cara obscura de la mundialización capitalista y se impone por la fuerza de las cosas. A muchos mexicanos indignaba el maltrato del indio y había finqueros compadecidos y hasta compañías trasnacionales dispuestas a cambiar el cepo y los azotes por buenos sueldos. Pero el trabajo forzado se sobreponía a las buenas intenciones. El que la mercancía fuera el hombre y no sólo su fuerza de trabajo, no era ocurrencia de administrador, íntima crueldad finquera o perversión ideológica del gran dinero, sino una necesidad objetiva de la acumulación colonial. El comercio humano en plenos siglos XX y XXI responde a la racionalidad del capitalismo realmente existente; la esclavitud moderna es una relación de producción somatizada
Pero es también un imaginario: sistema de ideas y prejuicios que justifica la ignominia. Así lo describe el novelista Joseph Conrad, quien fuera marino en el ultramar colonial: “Aquellos hombres miraban cuanto se refiere a la vida de los indígenas como una mera exhibición teatral de sombras: una representación en medio de la cual podía pasar la raza dominante completamente indiferente, siguiendo en la persecución de sus incomprensibles fines”.
El racismo colonial moderno es un mecanismo de opresión y explotación, una estructura material sobre la que se edifica un orden espiritual que impregna también a quienes no lucran directamente con las supuestas jerarquías étnicas. Hay entonces, un racismo ligth que no saquea ni violenta a los hombres “de color”, simplemente le son indiferentes, impenetrables, gente de otra dimensión.
Borrosos, fantasmales, los “salvajes” pueden ser odiados o temidos, pero son siempre seres espectrales, sombras inasibles. Espejo empañado por el vaho de la culpa colonial, neocolonial y poscolonial, las humanidades “otras”: los negros, los rojos, los amarillos y los cobrizos somos rebaños insondables, socialidades esotéricas y escarnecidas, espejos trizados donde los “occidentales” temen reconocerse.
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