viernes, 24 de junio de 2011

¿Qué pasó en el Alcázar?

¿Qué pasó en el Alcázar?

Epigmenio Ibarra

Cantan victoria Felipe Calderón y los suyos luego del encuentro con integrantes del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. “Saldo blanco” le dice, eufórico, un funcionario a un militar. Otro habla de cómo Calderón, que al principio y mientras Javier Sicilia hablaba no levantó la vista de su computadora, fue adquiriendo control de la situación y paso a la ofensiva.

Yo, por mi parte, atento a lo que la gente dice en las redes sociales, leyendo rostros y reacciones de aquellos que, en el Alcázar del Castillo de Chapultepec, atestiguaron el encuentro, no alcanzo a perfilar con claridad quién y por qué salió ganando en este diálogo insólito que, por momentos, parecía, si nos atenemos a la tenaz defensa de su gestión, un informe de gobierno de Calderón.

Y mientras los hombres del poder abandonan el sitio y en la explanada del Castillo se reagrupan las víctimas que no pudieron hacer uso de la palabra para dar, ante la prensa, un apretado resumen de su dolor, de su indignación, voy cayendo en la cuenta de que esto, lo que aquí sucedió, no puede medirse con los criterios tradicionales de la confrontación política.

Ciertamente Calderón y sus asesores hicieron la tarea. Envuelto en la bandera de salvador de la patria y siguiendo la vieja receta de Ronald Reagan, buscó, de entrada, Calderón la empatía con las víctimas. Habló de Saúl, de Jorge, de María. De asesinados y desaparecidos como si fueran sus amigos. Dio noticia puntual de sus tragedias y fue, paulatinamente, poniendo, como diría después Javier Sicilia, “a los malos afuera, a los buenos adentro”.

Demandó Sicilia, luego Le Baron y después Araceli cambio sustancial en la estrategia de guerra. “La violencia no se combate con la violencia”, advirtió el poeta, quien agregó: “debe usted reconocer que su estrategia ha entregado resultados contraproducentes”. “Debe usted pedir perdón a la nación”, lo emplazó. No escuchó Calderón lo primero; no hizo, de ninguna manera lo segundo.

Al contrario. Recurriendo al tradicional discurso del que “sí tuvo los pantalones”, del que “sí se atrevió a hacer algo”, defendió su estrategia de combate al narco y fue incluso más allá; insistió en que volvería a sacar al Ejército a combatir con todo su poder de fuego a los criminales. “No tengo tiempo —dijo a Sicilia— de preguntarme por esas instituciones podridas de la que usted habla. Tengo que actuar”.

Así apenas comenzando se acabó el diálogo y comenzó la maniobra. Javier Sicilia y los integrantes del Movimiento por la Paz venían a cuestionar la estrategia, a hacerlo desde su dolor y corazón desnudo, no como “políticos sino como ciudadanos”. Calderón les respondió tajante, diciéndose orgulloso de la guerra, que para resguardar la seguridad de los ciudadanos y no de las instituciones, corrigió al poeta, es el único que, pese a lo que de él diga la historia, se ha atrevido a declararla y conducirla.

Ni una sola mención hizo Calderón a los yerros del Ejército y las fuerzas federales. Menos todavía de la recurrente costumbre de criminalizar a las víctimas o del tristemente célebre “se matan entre ellos”. Nada, por supuesto, de los “daños colaterales”. Ni una palabra pese a las muchas palabras de las víctimas; al punzante recuento de daños y agravios, de impunidades y trapacerías de autoridades corruptas y omisas.

Se aferró a su discurso voluntarista; el del hombre de mano dura que hace lo que hay que hacer para salvar a los ciudadanos de los criminales sanguinarios que le niegan la paz y el sosiego a amplias zonas del país. Aderezaba Calderón la defensa de su estrategia de combate con datos, y cifras de sus logros en educación y en vivienda, en empleo e infraestructura. Iba del panegírico a la arenga apoderándose, a fuerza de ignorar olímpicamente los argumentos de los otros, del escenario.

Dos Méxicos estaban ahí sentados frente a frente. El del poder sordo a los reclamos. Indiferente al dolor. Apostando tácticamente a ganar la batalla de imagen. Haciendo uso de los recursos retóricos y propagandísticos para pulverizar el discurso de su adversario, y el México del dolor, de la dignidad y la exigencia a las autoridades de que cumplieran, al menos, con su responsabilidad esencial: brindar seguridad a la población.

De un lado, como era de esperarse, un ejército de asesores. Un plan medido cuidadosamente calibrado. Del otro la espontaneidad y la falta de organicidad de un movimiento al que no mueven los resortes de la confrontación política, que no abreva de una ideología común, ni tiene programa, táctica y estrategia definidas.

Nacido sin esperanzas se fue deshilvanando el diálogo y pasaron Calderón y los suyos a convertirse en oficialía de partes y a buscar un responsable idóneo para todos los males. Cayó, con facilidad, la pelota en la cancha de los jueces y fueron ellos entonces los malos y se dijo Calderón, o casi, tan frustrado y hasta la madre como el propio Sicilia.

¿Qué pasó en el Alcázar? No lo sé. Apenas el primer round, creo, de lo que habrá de ser una larga pelea; porque pelea y no otra cosa será lo que aquí se produzca si tercos, prepotentes y ahora eufóricos por esta pírrica victoria, se muestran, como Felipe Calderón, los hombres del poder.

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