7 February 2011
Desde hace más de 30 años John Berger –uno de los intelectuales más lúcidos y comprometidos de su generación– vive recluido en un pueblo de la Alta Saboya francesa. Hasta allí fue la escritora Angela Pradelli, junto con la fotógrafa Paulina Tercero Leyzaola, a compartir una jornada de charlas íntimas y confesiones regadas de buen vino y de poesía.
POR ANGELA PRADELLI
UN BRINDIS. “¿QUÉ HORA ES? –PREGUNTA BERGER–. PODRÍAMOS TOMAR UNA COPA DE VINO. ENTONCES SE LEVANTA Y CORTA PRIMERO UNAS RODAJAS DE PAN FRESCO Y LAS DISPONE SOBRE LA MESA. LUEGO TOMA DE LA ALACENA UNA BOTELLA DE VINO Y BUSCA LAS COPAS EN EL ARMARIO. –BRINDEMOS –ME DICE–.”
Hay varios pares de botas de goma y de zapatos en el porche de entrada a la casa. De hombre y de mujer, de distintos tamaños. En la pared lateral, ordenadas, las herramientas para trabajar en la tierra cuelgan a cierta altura. Las botas, los zapatos ahí, y obviamente las palas, los rastrillos y los zapines, tan a mano, hablan de los moradores de esta casa y dicen que acá la vida es fundamentalmente eso, hundir las manos en la tierra para sembrar, cuidar las verduras y las frutas, criar a sus animales. En la parte superior de la pared, una foto grande de un poeta palestino que falleció hace dos años. Así que la vida en esta casa también es amistad, poesía y memoria.
Esta tarde la luz del este de Francia es muy clara y mientras vamos viajando por la ruta esa luminosidad penetra los vidrios del auto y nos permite ver a mucha distancia sin dificultad. La claridad de esta luz hace pensar en que el aire está límpido y en el horizonte, aunque lejano, se ve una línea perfectamente definida. Tan diáfano todo, que los colores de siempre se ven más claros y transparentes. Habíamos salido de Ginebra un poco después de las tres de la tarde con Paulina Tercero Leyzaola. Paulina es hija de la escritora mexicana ya fallecida Margarita Leyzaola y por estos días está presentando en México y en Suiza En nombre de mi padre, el libro que Margarita escribió pero nunca pudo ver publicado y que lleva prólogo de Elena Poniatowska, la escritora que, en 2007, participó del homenaje a John Berger en La Jornada. A poco de salir de Ginebra nos damos cuenta de que no llevamos pasaportes, tendríamos que regresar a buscarlos pero desechamos rápido la idea y decidimos seguir para no demorar el encuentro. Tomamos el camino de la autopista. De frente, brillan los picos nevados de las montañas. Pero ¿qué vamos a decirles a los agentes de la aduana cuando nos pidan los documentos para cruzar legalmente?, ¿que la literatura nos basta para atravesar esta y todas las fronteras?
“La escritura, tal como la concibo, no tiene un territorio propio. El acto de escribir –dice el autor– no es más que el acto de aproximarse a la experiencia sobre la que se escribe; del mismo modo, se espera que el acto de leer el texto escrito sea otro acto de aproximación.” John Berger incluye este párrafo en Esa Belleza y también en Puerca tierra. En la claridad de esta tarde, mientras vamos hacia su casa en la Alta Saboya, vuelve a mí esta afirmación suya, tal vez porque los libros de John Berger siempre me hacen atravesar una experiencia de proximidad, al leerlo puedo oír el ir y venir de su respiración en la construcción de cada frase y, con sólo extender la mano, uno siente que puede tocar al autor detrás de cada una de sus palabras.
Llegamos a la aduana: hoy no hay controles así que avanzamos porque tenemos el pase libre. Pero unos metros más adelante, la muchacha que nos cobra en el puesto del peaje, cuando le preguntamos por el pueblo, nos dice no conocerlo y nos hace desviar. Tomamos por el camino que sube la montaña. Este camino es muy bello y enseguida, guiadas por la lectura de los carteles llegamos a Quincy. Ya en las calles del pueblo, nos detenemos a preguntarle a una mujer que lleva a un bebé dormido en su cochecito. La mujer habla bajo para no despertar al niño y se sonríe cuando le preguntamos si sabe cuál es la casa de John Berger.
–Soy su esposa –me dice– ¿Usted es la escritora argentina? –pregunta y enseguida juntamos nuestras manos.
Entramos las tres a la casa por el porche en donde están los zapatos de trabajar y las herramientas. El niño no, el niño queda en su coche, durmiendo bajo la frescura de un árbol. Antes de entrar a la casa, nos llama la atención una foto, un retrato. La foto es grande, tiene un marco ancho y está colgada sobre el umbral de la puerta. Pero no preguntamos nada y entramos. En la cocina grande John Berger saluda con un abrazo que se prolonga y enseguida prepara café. Apenas unas semanas atrás, nos habíamos cruzado en París sin vernos. Mejor, pienso ahora, de haberlo encontrado allí, no existiría esta tarde en Quincy. Hablamos de su operación de cataratas y cuando le digo que leí el texto que él escribió contando su experiencia se sorprende.
–¿En Ginebra? –me pregunta
–No –le contesto–, en Buenos Aires.
–¿Y qué le parecieron los dibujos –me pregunta– le gustaron?
–No los vi –le digo mientras distribuimos las tazas sobre la mesa amplia. Y comentamos el texto, uno de los mejores que leí en el último tiempo.
La luz que hace posible la vida y lo visible. Tal vez aquí toquemos la metafísica de la luz (Viajar a la velocidad de la luz significa dejar atrás la dimensión temporal). Al caer, no importa sobre qué, la luz otorga una cualidad de “primeridad” que lo vuelve prístino aunque en realidad puede ser una montaña o un mar de equis millones de años. La luz existe como un continuo comienzo interminable. La oscuridad, en cambio, no es, como suele suponerse, una finalidad sino un preludio. Es lo que me dice mi ojo izquierdo que apenas puede distinguir los contornos todavía.
–¿Cómo que no vio los dibujos? –me pregunta, y enseguida se levanta como un resorte, va a la habitación de al lado y regresa con el manuscrito–. Hice el pedido expreso de que no se publicara nada sobre la operación de cataratas sin las ilustraciones –me dice y me extiende los originales.
Berger tiene razón. Los dibujos del ilustrador turco tienen tanta fuerza como el texto.
Pasamos un buen tiempo mirando ese original. Doy vuelta las hojas con cuidado, con plena conciencia de tener una piedra preciosa entre las manos. Vincent ya ha despertado de su siesta y ahora está entre nosotros y mira también las ilustraciones. Nos detenemos en los dibujos, en algunas frases. Avanzamos y volvemos atrás. Pero por momentos me salgo del libro y, atraída por las manos de este escritor, sigo sus movimientos. Y entonces me digo que seguir sus manos quizás sea, de algún modo, otra manera de estar dentro de sus libros.
Cada par de ojos inevitablemente debe cargar con su propio horizonte. Pero este sentido ampliado de anchura y de lo lateral lo estimula a uno a imaginar (como ocurre en la infancia) una multitud de horizontes alternativos. La compuerta cayó desde arriba. Los horizontes se extienden en todas direcciones. Detrás de mi ojo derecho cuelga una arpillera; detrás de mi ojo izquierdo hay un espejo. Por supuesto no veo ni la arpillera ni el espejo. Sin embargo, lo que miro refleja ostentosamente su diferencia. Ante la arpillera, lo invisible permanece indiferente; ante el espejo comienza a jugar.
Berger me dice que ese libro se publicará en unos pocos meses y que le gustaría que los ejemplares se distribuyeran gratuitamente en todos los hospitales en los que se realizan operaciones de vista, que se regalara un libro a cada paciente porque nadie escribe sobre estas cosas, me dice, nadie habla sobre la experiencia de la operación.
Una intervención quirúrgica para extirpar las cataratas devuelve a los ojos buena parte de su talento perdido. Talento, no obstante, implica invariablemente cierta cantidad de esfuerzo y resistencia como también gracia y beneficio. Y por esa razón la nueva visibilidad representó para mí no sólo un don sino un logro. Principalmente, el logro de los médicos y las enfermeras que realizaron la intervención y también, en grado un poco menor, el logro de mi cuerpo.
El dolor me hizo tomar conciencia de eso.
–La relación médico-paciente ya no existe –dice Berger sin despegar los ojos de los dibujos del caricaturista turco a quien tanto admira–. Ya no se da ese lazo, no hay un vínculo, todo eso se cortó. Ahora los médicos son otra cosa.
Y entonces claro, recordamos a John Sassall, el médico inglés que ejercía su profesión en una comunidad rural y que Berger hizo protagonista de Un hombre afortunado, uno de sus primeros libros.
–Durante dos meses fui a vivir al pueblo rural donde él atendía, y, junto con el fotógrafo Jean Mohr, nos pegamos a él durante cada hora del día, fuimos su sombra, estuvimos en todas sus consultas, las visitas que hacía a sus pacientes, presenciamos todos los diálogos, las curaciones, y luego me llevó dos años escribir el libro.
El señor de la montaña
Berger cuenta que vive en esta casa desde que su hijo tenía la misma edad que su nieto ahora. Los dos permanecemos sentados en el banco largo pero ahora nos separamos todo lo que podemos, cada cual en un extremo para que Vincent, que está aprendiendo a caminar, practique. Paso tras paso, el niño va y viene desde él hasta mí y luego se da la vuelta y regresa. Hace ese camino entre nosotros, a veces más firme y otras tambaléandose, pero de algún modo u otro siempre llega a nosotros que, esta tarde, aquí, en Quincy, uno a cada extremo del banco, somos su destino.
–Me gusta vivir acá, pero claro, los inviernos a veces son muy largos. Hay un solo colectivo que sale a la mañana temprano para Suiza para llevar a la gente a su trabajo y regresa recién al caer la tarde. Hace 34 años que vivo acá pero si tuviera que decir por qué elegí venir a este pueblo de campesinos, no sé, es que las decisiones nunca son por una sola causa, a veces uno no sabe muy bien por qué, siempre hay más de una razón para hacer algo, pero yo no podría decir que ninguna haya sido suficiente para tomar una decisión. Lo que pasa es que después vienen los reportajes y los periodistas preguntan por qué vive aquí y como insisten con la pregunta uno va construyendo respuestas. Pero en la vida no todo tiene una causa clara para uno, sino que las cosas se dan, algo aparece en determinado momento y uno actúa.
Berger tenía 50 años cuando vino a vivir a Quincy entre los campesinos de montaña.
–Mi educación formal había concluido a los 16, pero entre estos campesinos de Quincy, aquí, entre las montañas, yo aprendí tanto como en una universidad.
Y de pronto aparece entre nosotros Páginas de la herida. De repente, así como aparece siempre la poesía. Se instala ahí como un suceso que hay que abordar. Buscamos un poema en especial, así que vamos y venimos por sus páginas, nos demoramos. Sus manos otra vez, esas manos. Cuando por fin lo encontramos, como ésta es una edición bilingüe, él lee una parte en inglés y luego yo sigo en español. Después Berger busca la exquisita edición de 1994, que incluye fotos y dibujos y afirma que leer un poema significa ser transportado pero no al futuro ni al pasado. Que sólo hay un aquí y ahora. Un tiempo y un lugar idénticos al de la lectura del poema y que lo incluye todo.
Berger hace también sus preguntas. Quiere saber por ejemplo qué enseño en la escuela, cuántos años tienen mis alumnos, cómo son las clases, qué escriben los estudiantes. Me cuenta que él escribe poemas desde los 12 pero no conserva ninguno de esa época. Me pregunta también por mis parientes en Italia, que conoce muy bien esa zona del norte, la comuna de Coli, me dice, y se dispone a escuchar las historias familiares. Quiere detalles y a veces vuelve a preguntar para que la respuesta sea más larga. Y entonces hablamos de la inmigración, de la hambruna de los pueblos, de la separación de las familias, los hermanos que no pudieron volver a verse nunca más, de las tristezas y de las fatigas, de las madres y los padres que fueron envejeciendo habiendo perdido para siempre todo contacto con sus hijos, de las guerras.
Parece que a Vincent la caminata sobre el banco le abrió el apetito.
–¿Qué hora es? –pregunta Berger–. Podríamos tomar una copa de vino.
Entonces se levanta y corta primero unas rodajas de pan fresco y las dispone sobre la mesa. Luego toma de la alacena una botella de vino y busca las copas en el armario. El ventanal de la cocina es grande y desde aquí se ven las tierras cultivadas y un recorte del pueblo. Se ven también, y parecen cercanos, los picos blancos de los Alpes y el modo en que la nieve fulgura desde esa altura. Estamos parados frente a la mesada de la cocina. Muy cerca de nosotros hay un canasto lleno de nueces. Mientras él descorcha el vino, yo hundo mis brazos entre las nueces hasta tocar el fondo del canasto. Al oír el crujido de las cáscaras, Berger señala hacia afuera.
–Todas estas nueces son de ese mismo árbol –dice.
El nogal que se ve tras la ventana es una planta grande, fuerte.
Llenamos las copas.
–Brindemos –dice Berger, y cada uno a su turno elige para ese brindis sus propias palabras, que son deseos, y que quedan flotando sobre la mesa.
Insisto, hay que ver las manos de este poeta, manos que tienen las marcas del trabajo en la tierra, en la escritura, la pintura. Hay que ver estas manos.
Después miramos algunos libros de fotos y hablamos sobre las diferencias entre foto y escritura.
–No podría decir cuándo me inicié en la fotografía. Lo que sé es que siempre he reaccionado a las imágenes de cualquier tipo, no sólo a las fotográficas. Y cuando publiqué poemas que incluían fotos mi intención no era que la fotografía fuera una ilustración, no, no me gusta esa idea. Yo quiero que la foto sea un texto del mismo nivel que el poema. Muchas veces incluso primero surgía la imagen y recién después escribía el poema.
El perfume del vino es dulce pero también huele a maderas y, como los deseos del brindis, queda en el aire, sobre la mesa, entre nosotros.
–Una foto –dice Berger– es una instantánea. Un fotógrafo puede tomar muchas fotos, y descartarlas y volver a tomarlas y continuar así. Pero una imagen nunca está terminada. Un texto en cambio nos visita y luego nos abandona.
Salimos juntos de la casa. No bien pasamos la puerta, la imagen del poeta Mahmoud Darwish desde la gran foto que cuelga alta en la pared hace que nos detengamos allí frente a él.
–Era mi amigo –dice Berger– y está muerto. Luego, por unos segundos, en silencio, Berger se queda mirando el paisaje del otoño en Quincy. Las hojas amarillas de las plantas que se desprenden y caen livianas, las ramas de los árboles que empiezan a quedarse peladas.
Nos despedimos en el porche. Por alguna razón, su abrazo tan fuerte me recuerda el nogal cargado de frutos en el jardín. Habíamos pasado la tarde leyendo poesía, hablando de la tierra y los lugares, de las lenguas. Habíamos tomado vino e imaginado otras vidas en otros tiempos. Nos contamos historias familiares y hablamos de los fracasos y los sueños.
En la última imagen que tengo de este encuentro, una imagen que es también una poesía, lo veo a Berger parado en el medio de la calle. Nos sigue con su mirada celeste y levanta el brazo bien alto para saludarnos mientras nosotras empezamos a bajar por el camino entre montañas. Con la distancia el poeta debería verse más pequeño a medida que nos alejamos. Pero no.
–Ya no nos volveremos por la autopista –me dice Paulina mientras andamos todavía por las calles de Quincy.
–¿Y por dónde entonces? –le pregunto.
–Por adentro –me contesta–, volveremos por adentro y así atravesaremos los pueblos.
Y eso hacemos, vamos pasando uno a uno todos los pequeños poblados y los nombramos exagerando la pronunciación en francés. Ya casi termina la tarde cuando llegamos a la frontera con Suiza. Pero hay algo raro. Aun cuando el aire empieza a oscurecerse cada vez más porque el sol ya está poniéndose detrás de las montañas nevadas nosotras nos volvemos de ese encuentro como quien regresa de una iluminación que, en su brevedad, durará sin embargo para siempre y traerá una y otra vez la misma imagen. Nos abrazamos en el porche para despedirnos, después John Berger nos acompaña con su mirada celeste, se para en el medio de la calle, siempre grande y tan fuerte como un nogal, nosotras nos alejamos, él levanta el brazo bien alto y nos saluda agitando su mano.
publicado primero aquí: Clarín
Desde hace más de 30 años John Berger –uno de los intelectuales más lúcidos y comprometidos de su generación– vive recluido en un pueblo de la Alta Saboya francesa. Hasta allí fue la escritora Angela Pradelli, junto con la fotógrafa Paulina Tercero Leyzaola, a compartir una jornada de charlas íntimas y confesiones regadas de buen vino y de poesía.
POR ANGELA PRADELLI
UN BRINDIS. “¿QUÉ HORA ES? –PREGUNTA BERGER–. PODRÍAMOS TOMAR UNA COPA DE VINO. ENTONCES SE LEVANTA Y CORTA PRIMERO UNAS RODAJAS DE PAN FRESCO Y LAS DISPONE SOBRE LA MESA. LUEGO TOMA DE LA ALACENA UNA BOTELLA DE VINO Y BUSCA LAS COPAS EN EL ARMARIO. –BRINDEMOS –ME DICE–.”
Hay varios pares de botas de goma y de zapatos en el porche de entrada a la casa. De hombre y de mujer, de distintos tamaños. En la pared lateral, ordenadas, las herramientas para trabajar en la tierra cuelgan a cierta altura. Las botas, los zapatos ahí, y obviamente las palas, los rastrillos y los zapines, tan a mano, hablan de los moradores de esta casa y dicen que acá la vida es fundamentalmente eso, hundir las manos en la tierra para sembrar, cuidar las verduras y las frutas, criar a sus animales. En la parte superior de la pared, una foto grande de un poeta palestino que falleció hace dos años. Así que la vida en esta casa también es amistad, poesía y memoria.
Esta tarde la luz del este de Francia es muy clara y mientras vamos viajando por la ruta esa luminosidad penetra los vidrios del auto y nos permite ver a mucha distancia sin dificultad. La claridad de esta luz hace pensar en que el aire está límpido y en el horizonte, aunque lejano, se ve una línea perfectamente definida. Tan diáfano todo, que los colores de siempre se ven más claros y transparentes. Habíamos salido de Ginebra un poco después de las tres de la tarde con Paulina Tercero Leyzaola. Paulina es hija de la escritora mexicana ya fallecida Margarita Leyzaola y por estos días está presentando en México y en Suiza En nombre de mi padre, el libro que Margarita escribió pero nunca pudo ver publicado y que lleva prólogo de Elena Poniatowska, la escritora que, en 2007, participó del homenaje a John Berger en La Jornada. A poco de salir de Ginebra nos damos cuenta de que no llevamos pasaportes, tendríamos que regresar a buscarlos pero desechamos rápido la idea y decidimos seguir para no demorar el encuentro. Tomamos el camino de la autopista. De frente, brillan los picos nevados de las montañas. Pero ¿qué vamos a decirles a los agentes de la aduana cuando nos pidan los documentos para cruzar legalmente?, ¿que la literatura nos basta para atravesar esta y todas las fronteras?
“La escritura, tal como la concibo, no tiene un territorio propio. El acto de escribir –dice el autor– no es más que el acto de aproximarse a la experiencia sobre la que se escribe; del mismo modo, se espera que el acto de leer el texto escrito sea otro acto de aproximación.” John Berger incluye este párrafo en Esa Belleza y también en Puerca tierra. En la claridad de esta tarde, mientras vamos hacia su casa en la Alta Saboya, vuelve a mí esta afirmación suya, tal vez porque los libros de John Berger siempre me hacen atravesar una experiencia de proximidad, al leerlo puedo oír el ir y venir de su respiración en la construcción de cada frase y, con sólo extender la mano, uno siente que puede tocar al autor detrás de cada una de sus palabras.
Llegamos a la aduana: hoy no hay controles así que avanzamos porque tenemos el pase libre. Pero unos metros más adelante, la muchacha que nos cobra en el puesto del peaje, cuando le preguntamos por el pueblo, nos dice no conocerlo y nos hace desviar. Tomamos por el camino que sube la montaña. Este camino es muy bello y enseguida, guiadas por la lectura de los carteles llegamos a Quincy. Ya en las calles del pueblo, nos detenemos a preguntarle a una mujer que lleva a un bebé dormido en su cochecito. La mujer habla bajo para no despertar al niño y se sonríe cuando le preguntamos si sabe cuál es la casa de John Berger.
–Soy su esposa –me dice– ¿Usted es la escritora argentina? –pregunta y enseguida juntamos nuestras manos.
Entramos las tres a la casa por el porche en donde están los zapatos de trabajar y las herramientas. El niño no, el niño queda en su coche, durmiendo bajo la frescura de un árbol. Antes de entrar a la casa, nos llama la atención una foto, un retrato. La foto es grande, tiene un marco ancho y está colgada sobre el umbral de la puerta. Pero no preguntamos nada y entramos. En la cocina grande John Berger saluda con un abrazo que se prolonga y enseguida prepara café. Apenas unas semanas atrás, nos habíamos cruzado en París sin vernos. Mejor, pienso ahora, de haberlo encontrado allí, no existiría esta tarde en Quincy. Hablamos de su operación de cataratas y cuando le digo que leí el texto que él escribió contando su experiencia se sorprende.
–¿En Ginebra? –me pregunta
–No –le contesto–, en Buenos Aires.
–¿Y qué le parecieron los dibujos –me pregunta– le gustaron?
–No los vi –le digo mientras distribuimos las tazas sobre la mesa amplia. Y comentamos el texto, uno de los mejores que leí en el último tiempo.
La luz que hace posible la vida y lo visible. Tal vez aquí toquemos la metafísica de la luz (Viajar a la velocidad de la luz significa dejar atrás la dimensión temporal). Al caer, no importa sobre qué, la luz otorga una cualidad de “primeridad” que lo vuelve prístino aunque en realidad puede ser una montaña o un mar de equis millones de años. La luz existe como un continuo comienzo interminable. La oscuridad, en cambio, no es, como suele suponerse, una finalidad sino un preludio. Es lo que me dice mi ojo izquierdo que apenas puede distinguir los contornos todavía.
–¿Cómo que no vio los dibujos? –me pregunta, y enseguida se levanta como un resorte, va a la habitación de al lado y regresa con el manuscrito–. Hice el pedido expreso de que no se publicara nada sobre la operación de cataratas sin las ilustraciones –me dice y me extiende los originales.
Berger tiene razón. Los dibujos del ilustrador turco tienen tanta fuerza como el texto.
Pasamos un buen tiempo mirando ese original. Doy vuelta las hojas con cuidado, con plena conciencia de tener una piedra preciosa entre las manos. Vincent ya ha despertado de su siesta y ahora está entre nosotros y mira también las ilustraciones. Nos detenemos en los dibujos, en algunas frases. Avanzamos y volvemos atrás. Pero por momentos me salgo del libro y, atraída por las manos de este escritor, sigo sus movimientos. Y entonces me digo que seguir sus manos quizás sea, de algún modo, otra manera de estar dentro de sus libros.
Cada par de ojos inevitablemente debe cargar con su propio horizonte. Pero este sentido ampliado de anchura y de lo lateral lo estimula a uno a imaginar (como ocurre en la infancia) una multitud de horizontes alternativos. La compuerta cayó desde arriba. Los horizontes se extienden en todas direcciones. Detrás de mi ojo derecho cuelga una arpillera; detrás de mi ojo izquierdo hay un espejo. Por supuesto no veo ni la arpillera ni el espejo. Sin embargo, lo que miro refleja ostentosamente su diferencia. Ante la arpillera, lo invisible permanece indiferente; ante el espejo comienza a jugar.
Berger me dice que ese libro se publicará en unos pocos meses y que le gustaría que los ejemplares se distribuyeran gratuitamente en todos los hospitales en los que se realizan operaciones de vista, que se regalara un libro a cada paciente porque nadie escribe sobre estas cosas, me dice, nadie habla sobre la experiencia de la operación.
Una intervención quirúrgica para extirpar las cataratas devuelve a los ojos buena parte de su talento perdido. Talento, no obstante, implica invariablemente cierta cantidad de esfuerzo y resistencia como también gracia y beneficio. Y por esa razón la nueva visibilidad representó para mí no sólo un don sino un logro. Principalmente, el logro de los médicos y las enfermeras que realizaron la intervención y también, en grado un poco menor, el logro de mi cuerpo.
El dolor me hizo tomar conciencia de eso.
–La relación médico-paciente ya no existe –dice Berger sin despegar los ojos de los dibujos del caricaturista turco a quien tanto admira–. Ya no se da ese lazo, no hay un vínculo, todo eso se cortó. Ahora los médicos son otra cosa.
Y entonces claro, recordamos a John Sassall, el médico inglés que ejercía su profesión en una comunidad rural y que Berger hizo protagonista de Un hombre afortunado, uno de sus primeros libros.
–Durante dos meses fui a vivir al pueblo rural donde él atendía, y, junto con el fotógrafo Jean Mohr, nos pegamos a él durante cada hora del día, fuimos su sombra, estuvimos en todas sus consultas, las visitas que hacía a sus pacientes, presenciamos todos los diálogos, las curaciones, y luego me llevó dos años escribir el libro.
El señor de la montaña
Berger cuenta que vive en esta casa desde que su hijo tenía la misma edad que su nieto ahora. Los dos permanecemos sentados en el banco largo pero ahora nos separamos todo lo que podemos, cada cual en un extremo para que Vincent, que está aprendiendo a caminar, practique. Paso tras paso, el niño va y viene desde él hasta mí y luego se da la vuelta y regresa. Hace ese camino entre nosotros, a veces más firme y otras tambaléandose, pero de algún modo u otro siempre llega a nosotros que, esta tarde, aquí, en Quincy, uno a cada extremo del banco, somos su destino.
–Me gusta vivir acá, pero claro, los inviernos a veces son muy largos. Hay un solo colectivo que sale a la mañana temprano para Suiza para llevar a la gente a su trabajo y regresa recién al caer la tarde. Hace 34 años que vivo acá pero si tuviera que decir por qué elegí venir a este pueblo de campesinos, no sé, es que las decisiones nunca son por una sola causa, a veces uno no sabe muy bien por qué, siempre hay más de una razón para hacer algo, pero yo no podría decir que ninguna haya sido suficiente para tomar una decisión. Lo que pasa es que después vienen los reportajes y los periodistas preguntan por qué vive aquí y como insisten con la pregunta uno va construyendo respuestas. Pero en la vida no todo tiene una causa clara para uno, sino que las cosas se dan, algo aparece en determinado momento y uno actúa.
Berger tenía 50 años cuando vino a vivir a Quincy entre los campesinos de montaña.
–Mi educación formal había concluido a los 16, pero entre estos campesinos de Quincy, aquí, entre las montañas, yo aprendí tanto como en una universidad.
Y de pronto aparece entre nosotros Páginas de la herida. De repente, así como aparece siempre la poesía. Se instala ahí como un suceso que hay que abordar. Buscamos un poema en especial, así que vamos y venimos por sus páginas, nos demoramos. Sus manos otra vez, esas manos. Cuando por fin lo encontramos, como ésta es una edición bilingüe, él lee una parte en inglés y luego yo sigo en español. Después Berger busca la exquisita edición de 1994, que incluye fotos y dibujos y afirma que leer un poema significa ser transportado pero no al futuro ni al pasado. Que sólo hay un aquí y ahora. Un tiempo y un lugar idénticos al de la lectura del poema y que lo incluye todo.
Berger hace también sus preguntas. Quiere saber por ejemplo qué enseño en la escuela, cuántos años tienen mis alumnos, cómo son las clases, qué escriben los estudiantes. Me cuenta que él escribe poemas desde los 12 pero no conserva ninguno de esa época. Me pregunta también por mis parientes en Italia, que conoce muy bien esa zona del norte, la comuna de Coli, me dice, y se dispone a escuchar las historias familiares. Quiere detalles y a veces vuelve a preguntar para que la respuesta sea más larga. Y entonces hablamos de la inmigración, de la hambruna de los pueblos, de la separación de las familias, los hermanos que no pudieron volver a verse nunca más, de las tristezas y de las fatigas, de las madres y los padres que fueron envejeciendo habiendo perdido para siempre todo contacto con sus hijos, de las guerras.
Parece que a Vincent la caminata sobre el banco le abrió el apetito.
–¿Qué hora es? –pregunta Berger–. Podríamos tomar una copa de vino.
Entonces se levanta y corta primero unas rodajas de pan fresco y las dispone sobre la mesa. Luego toma de la alacena una botella de vino y busca las copas en el armario. El ventanal de la cocina es grande y desde aquí se ven las tierras cultivadas y un recorte del pueblo. Se ven también, y parecen cercanos, los picos blancos de los Alpes y el modo en que la nieve fulgura desde esa altura. Estamos parados frente a la mesada de la cocina. Muy cerca de nosotros hay un canasto lleno de nueces. Mientras él descorcha el vino, yo hundo mis brazos entre las nueces hasta tocar el fondo del canasto. Al oír el crujido de las cáscaras, Berger señala hacia afuera.
–Todas estas nueces son de ese mismo árbol –dice.
El nogal que se ve tras la ventana es una planta grande, fuerte.
Llenamos las copas.
–Brindemos –dice Berger, y cada uno a su turno elige para ese brindis sus propias palabras, que son deseos, y que quedan flotando sobre la mesa.
Insisto, hay que ver las manos de este poeta, manos que tienen las marcas del trabajo en la tierra, en la escritura, la pintura. Hay que ver estas manos.
Después miramos algunos libros de fotos y hablamos sobre las diferencias entre foto y escritura.
–No podría decir cuándo me inicié en la fotografía. Lo que sé es que siempre he reaccionado a las imágenes de cualquier tipo, no sólo a las fotográficas. Y cuando publiqué poemas que incluían fotos mi intención no era que la fotografía fuera una ilustración, no, no me gusta esa idea. Yo quiero que la foto sea un texto del mismo nivel que el poema. Muchas veces incluso primero surgía la imagen y recién después escribía el poema.
El perfume del vino es dulce pero también huele a maderas y, como los deseos del brindis, queda en el aire, sobre la mesa, entre nosotros.
–Una foto –dice Berger– es una instantánea. Un fotógrafo puede tomar muchas fotos, y descartarlas y volver a tomarlas y continuar así. Pero una imagen nunca está terminada. Un texto en cambio nos visita y luego nos abandona.
Salimos juntos de la casa. No bien pasamos la puerta, la imagen del poeta Mahmoud Darwish desde la gran foto que cuelga alta en la pared hace que nos detengamos allí frente a él.
–Era mi amigo –dice Berger– y está muerto. Luego, por unos segundos, en silencio, Berger se queda mirando el paisaje del otoño en Quincy. Las hojas amarillas de las plantas que se desprenden y caen livianas, las ramas de los árboles que empiezan a quedarse peladas.
Nos despedimos en el porche. Por alguna razón, su abrazo tan fuerte me recuerda el nogal cargado de frutos en el jardín. Habíamos pasado la tarde leyendo poesía, hablando de la tierra y los lugares, de las lenguas. Habíamos tomado vino e imaginado otras vidas en otros tiempos. Nos contamos historias familiares y hablamos de los fracasos y los sueños.
En la última imagen que tengo de este encuentro, una imagen que es también una poesía, lo veo a Berger parado en el medio de la calle. Nos sigue con su mirada celeste y levanta el brazo bien alto para saludarnos mientras nosotras empezamos a bajar por el camino entre montañas. Con la distancia el poeta debería verse más pequeño a medida que nos alejamos. Pero no.
–Ya no nos volveremos por la autopista –me dice Paulina mientras andamos todavía por las calles de Quincy.
–¿Y por dónde entonces? –le pregunto.
–Por adentro –me contesta–, volveremos por adentro y así atravesaremos los pueblos.
Y eso hacemos, vamos pasando uno a uno todos los pequeños poblados y los nombramos exagerando la pronunciación en francés. Ya casi termina la tarde cuando llegamos a la frontera con Suiza. Pero hay algo raro. Aun cuando el aire empieza a oscurecerse cada vez más porque el sol ya está poniéndose detrás de las montañas nevadas nosotras nos volvemos de ese encuentro como quien regresa de una iluminación que, en su brevedad, durará sin embargo para siempre y traerá una y otra vez la misma imagen. Nos abrazamos en el porche para despedirnos, después John Berger nos acompaña con su mirada celeste, se para en el medio de la calle, siempre grande y tan fuerte como un nogal, nosotras nos alejamos, él levanta el brazo bien alto y nos saluda agitando su mano.
publicado primero aquí: Clarín
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