Los huesos
Pedro Miguel / La Jornada
El país está incendiado. Se perdió (o se regaló, o se vendió) el control del Estado sobre el territorio, y no sólo a favor del narco, sin también en abono de las trasnacionales; uno de los más prominentes secuestradores de instituciones sigue secuestrado, a su vez, por sabrá Dios cuál de las mafias que se disputan el poder fáctico; la media de 30 ejecuciones diarias no muestra visos de disminuir; sobre los estamentos organizados del pueblo (SME, municipio autónomo de Copala, mineros de Cananea, comuneros de Atenco) se abate una represión visceral e incontenida, mientras la Secretaría de Energía guarda bajo llave los documentos de la extinción de LFC y se niega a divulgarlos por temor a que su contenido genere “actos violentos o conflictos sociales” (¿pues qué pillerías se esconden en ese acto prepotente, que tanto miedo tienen de exhibirlas?) Está por cumplirse un año de la muerte atroz de 45 niños en la guardería ABC de Hermosillo sin que se haya sancionado a alguno de los altos responsables de esa catástrofe; el cadáver de la pequeña Paulette lleva ya tres meses enredado en la trayectoria presidencial de Peña Nieto y nadie se da cuenta; sobre la gran mayoría de la gente se abaten la inflación, el desempleo, la recesión, la inseguridad, y el absoluto desdén de las autoridades hacia los ciudadanos, de los que se acuerdan sólo cuando llega el momento de sacarles impuestos o sufragios.
En esta circunstancia, a Calderón no se le ocurrió nada mejor que manosear los huesos de los próceres de la Independencia, hacerlos pasear por Reforma, llevarlos al Castillo de Chapultepec y hacerlos analizar para establecer, más allá de cualquier duda, si son de quienes se dice que son.
¿Para qué? ¿Es posible identificar a ciencia cierta el origen de esas osamentas? ¿Y si resulta que entre los despojos hay huesos de niño y hasta de pollo, como fue el caso de “los restos de Cuauhtémoc” conservados en Ixcateopan, Guerrero, y examinados con rigor científico en los años 70 del siglo pasado? ¿No habrá pensado Calderón que, por culpa de su torpeza, suficientes cabezas andan rodando por el sufrido mapa nacional como para, encima, ponerse a juguetear con los cráneos (reales o designados) de los padres de la patria? ¿Por qué lo hizo? ¿Por necrófilo, por morboso, por maltentretenido? ¿Por afán de ponerle un poco de tuétano a ese caldo insustancial que es su festejo bicentenario?
Pudo ser por una de esas razones, o por las tres juntas, o por ninguna. Hay una cuarta, y es deprimente: la realización de un ritual primitivo en el que el oficiante se apodera de unos restos humanos, se hace con ellos un collar o un sombrero y cree que de esa forma obtiene para sí las virtudes y las capacidades del difunto: el sacerdote azteca que se uncía al cuerpo la piel del Xipe Tótec; las enormes colecciones de carroña santa acumuladas por una iglesia no tan santa; el cuerpo de Lenin, disecado y exhibido para untarle a Stalin un poquito de gloria.
Con la pena, pero en esas anda Calderón: este personaje musiliano, furiosamente empeñado en la búsqueda del Santo Grial de la legitimidad (que más se le aleja mientras más la ansía), usa ahora el poder presidencial malhabido en la forma más arbitraria que uno pueda imaginarse: ordena el manoseo solemne de unos huesos heroicos –que, fueran de quienes fueran en realidad, hasta la semana pasada descansaban en paz, a pesar del tránsito de Reforma– y se toma la foto con ellos, como queriéndonos decir: “Miren quiénes están en mi poder” o, cuando menos, “vean nomás con quiénes me codeo”. Tal vez, en otro momento, a otro gobernante le habría lucido el gesto. Pero a éste, tan marcadamente entreguista que se ha pasado subastando la soberanía a pedazos (desde la insistencia en transferir la industria petrolera a entidades extranjeras hasta la prosternación impresentable en el cementerio de Arlington, en incluyente homenaje a los invasores estadunidenses caídos en suelo mexicano), la iniciativa se le ve mal: poner al lado de Calderón el cráneo de Hidalgo es como devolverlo a su exhibición de escarmiento en la Alhóndiga de Granaditas.
La herencia ideológica y moral de los dirigentes independentistas es de las pocas cosas que están bien repartidas en este país: de su posesión sólo están excluidos, por propia decisión, los neoliberales mafiosos. Como no le tocó nada de ese legado intangible, Calderón se apañó los huesos. Y en una de esas, hasta falsos le resultan.
navegaciones@yahoo.com - http://navegaciones.blogspot.com
El país está incendiado. Se perdió (o se regaló, o se vendió) el control del Estado sobre el territorio, y no sólo a favor del narco, sin también en abono de las trasnacionales; uno de los más prominentes secuestradores de instituciones sigue secuestrado, a su vez, por sabrá Dios cuál de las mafias que se disputan el poder fáctico; la media de 30 ejecuciones diarias no muestra visos de disminuir; sobre los estamentos organizados del pueblo (SME, municipio autónomo de Copala, mineros de Cananea, comuneros de Atenco) se abate una represión visceral e incontenida, mientras la Secretaría de Energía guarda bajo llave los documentos de la extinción de LFC y se niega a divulgarlos por temor a que su contenido genere “actos violentos o conflictos sociales” (¿pues qué pillerías se esconden en ese acto prepotente, que tanto miedo tienen de exhibirlas?) Está por cumplirse un año de la muerte atroz de 45 niños en la guardería ABC de Hermosillo sin que se haya sancionado a alguno de los altos responsables de esa catástrofe; el cadáver de la pequeña Paulette lleva ya tres meses enredado en la trayectoria presidencial de Peña Nieto y nadie se da cuenta; sobre la gran mayoría de la gente se abaten la inflación, el desempleo, la recesión, la inseguridad, y el absoluto desdén de las autoridades hacia los ciudadanos, de los que se acuerdan sólo cuando llega el momento de sacarles impuestos o sufragios.
En esta circunstancia, a Calderón no se le ocurrió nada mejor que manosear los huesos de los próceres de la Independencia, hacerlos pasear por Reforma, llevarlos al Castillo de Chapultepec y hacerlos analizar para establecer, más allá de cualquier duda, si son de quienes se dice que son.
¿Para qué? ¿Es posible identificar a ciencia cierta el origen de esas osamentas? ¿Y si resulta que entre los despojos hay huesos de niño y hasta de pollo, como fue el caso de “los restos de Cuauhtémoc” conservados en Ixcateopan, Guerrero, y examinados con rigor científico en los años 70 del siglo pasado? ¿No habrá pensado Calderón que, por culpa de su torpeza, suficientes cabezas andan rodando por el sufrido mapa nacional como para, encima, ponerse a juguetear con los cráneos (reales o designados) de los padres de la patria? ¿Por qué lo hizo? ¿Por necrófilo, por morboso, por maltentretenido? ¿Por afán de ponerle un poco de tuétano a ese caldo insustancial que es su festejo bicentenario?
Pudo ser por una de esas razones, o por las tres juntas, o por ninguna. Hay una cuarta, y es deprimente: la realización de un ritual primitivo en el que el oficiante se apodera de unos restos humanos, se hace con ellos un collar o un sombrero y cree que de esa forma obtiene para sí las virtudes y las capacidades del difunto: el sacerdote azteca que se uncía al cuerpo la piel del Xipe Tótec; las enormes colecciones de carroña santa acumuladas por una iglesia no tan santa; el cuerpo de Lenin, disecado y exhibido para untarle a Stalin un poquito de gloria.
Con la pena, pero en esas anda Calderón: este personaje musiliano, furiosamente empeñado en la búsqueda del Santo Grial de la legitimidad (que más se le aleja mientras más la ansía), usa ahora el poder presidencial malhabido en la forma más arbitraria que uno pueda imaginarse: ordena el manoseo solemne de unos huesos heroicos –que, fueran de quienes fueran en realidad, hasta la semana pasada descansaban en paz, a pesar del tránsito de Reforma– y se toma la foto con ellos, como queriéndonos decir: “Miren quiénes están en mi poder” o, cuando menos, “vean nomás con quiénes me codeo”. Tal vez, en otro momento, a otro gobernante le habría lucido el gesto. Pero a éste, tan marcadamente entreguista que se ha pasado subastando la soberanía a pedazos (desde la insistencia en transferir la industria petrolera a entidades extranjeras hasta la prosternación impresentable en el cementerio de Arlington, en incluyente homenaje a los invasores estadunidenses caídos en suelo mexicano), la iniciativa se le ve mal: poner al lado de Calderón el cráneo de Hidalgo es como devolverlo a su exhibición de escarmiento en la Alhóndiga de Granaditas.
La herencia ideológica y moral de los dirigentes independentistas es de las pocas cosas que están bien repartidas en este país: de su posesión sólo están excluidos, por propia decisión, los neoliberales mafiosos. Como no le tocó nada de ese legado intangible, Calderón se apañó los huesos. Y en una de esas, hasta falsos le resultan.
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