Y el ganador es...
León Bendesky / La Jornada
Frente a la crisis económica del último par de años y sus consecuencias políticas, es decir, ante un sacudimiento de magnitud tan relevante del funcionamiento del capitalismo global contemporáneo, los gobiernos y partidos de izquierda en Europa son una de las principales víctimas.
Hay diferencias en el modo de gobernar de la izquierda y la derecha, para usar la terminología general, aunque un tanto vaga. No son necesariamente menores. Sobre todo corresponden a los aspectos de índole social, al papel del Estado, a los derechos de las personas. No son suficientes.
En las cuestiones de la economía no han mostrado ambas corrientes un carácter distintivo. Hoy las ideas y prácticas de gobierno están al descubierto y prácticamente sin alternativas convincentes para los electores. Pero lo que se identifica como la socialdemocracia ha quedado en especial en situación muy vulnerable.
Mientras había crecimiento productivo y del empleo, aun con sobresaltos como la crisis de las acciones de empresas tecnológicas en 2001 y con periodos de alta volatilidad en los mercados de capitales; en tanto que el proceso era sostenido mediante la acumulación de la deuda pública, o bien, por el financiamiento privado con alto contenido especulativo, como ocurrió en los años recientes con actividades como la construcción, los partidos de izquierda que gobernaron, lo hicieron con cierta holgura y hasta repetían sus triunfos en la urnas.
Las derechas siguieron siendo protagónicas, pero había espacio para la coexistencia. Esto se puede alterar de modo notorio como una de las repercusiones prácticas de la crisis y como evidencia del magro trabajo intelectual de las izquierdas. Hay un desgaste incluso de sus instintos más primarios.
En el escenario de la expansión económica que llegó hasta mediados de 2008 se pudieron mantener más o menos armados los esquemas de seguridad social del Estado de Bienestar y, así, una cierta cohesión social aunque con cimientos cada vez más inestables.
La Tercera Vía se hizo popular en la primera parte de la década que duró el gobierno de Tony Blair al mando de los laboristas ingleses (1997-2007), pero resultó pobre como modo de pensamiento y de acción frente a la caída del comunismo y el predominio de las relaciones de mercado.
Hoy no responde de plano como alternativa para promover alguna forma de orden social en el mundo. La inercia de Blair llevó a Brown al 10 de la calle Downing para ser zarandeado por la crisis financiera, luego de ser por muchos años el responsable de la hacienda pública.
Los teóricos políticos habrán de ponerse a trabajar de nuevo y en serio, pues por el lado de un tercer camino a la manera de Giddens parece no haber salida. Tampoco la hubo por el lado más rimbombante de la proclama neoliberal del “fin de la historia” al modo de Fukuyama. Prevaleció Chicago.
Los laboristas ingleses ya perdieron el mando en las recientes elecciones tras las que conservadores y liberales formaron gobierno. En España, el segundo mandato del PSOE está muy dañado y se advierte como si el gobierno hubiese sido tomado por sorpresa y haya quedado atarantado. El milagro español ha sufrido un serio embate y el costo social es muy grande.
En ambos casos, empero, con dos gobiernos de orientaciones políticas distintas, se proponen medidas que convergen: ajuste de los presupuestos públicos, con una reducción severa del gasto y afectación a las prestaciones, como es el caso de las pensiones.
En España se ha atorado la reforma laboral, en tanto que se asignan más fondos para los bancos con problemas. Hay un sometimiento explícito a las exigencias del “mercado” (lo entrecomillo) en una transferencia efectiva de recursos de una parte de la población a otra, y con un gran costo.
La primera de esas partes, por cierto, mucho más grande sin empleo o bien ocupada precariamente, con fuertes deudas y reducida capacidad de consumo. Un ajuste del cual es difícil desprender condiciones para una eventual recuperación real de los niveles de producción y empleo, de una estabilidad financiera y monetaria sostenibles y de una reducción de las tensiones sociales.
Las variaciones de estos temas no son hoy demasiado grandes y se reproducen en las estructuras internas de cada país y entre los que componen la zona de la Unión Europea. Aún en medio de la crisis, las fuerzas del mercado siguen apareciendo como la forma distintiva de gestión frente a una capacidad política muy disminuida y muy cuestionada.
Esto sobresale como un rasgo distintivo del quehacer político sea en Atenas, Madrid, París o Berlín y, por supuesto, en ese ente cada vez más complejo y desdibujado que es el gobierno europeo ejercido desde Bruselas. La estructura de poder está concentrada y se nota.
El curso de la crisis es por naturaleza incierto, pero se complica mucho más por la fragilidad del liderazgo político y un pensamiento acerca de la sociedad que ni intriga, ni cautiva o siquiera escandaliza. En este entorno se está abriendo el espacio para una radicalización de derechas con poca lucidez, con amplio margen de coerción que no aliente precisamente el juego de la democracia. No hay que ir demasiado lejos para darse cuenta.
León Bendesky / La Jornada
Frente a la crisis económica del último par de años y sus consecuencias políticas, es decir, ante un sacudimiento de magnitud tan relevante del funcionamiento del capitalismo global contemporáneo, los gobiernos y partidos de izquierda en Europa son una de las principales víctimas.
Hay diferencias en el modo de gobernar de la izquierda y la derecha, para usar la terminología general, aunque un tanto vaga. No son necesariamente menores. Sobre todo corresponden a los aspectos de índole social, al papel del Estado, a los derechos de las personas. No son suficientes.
En las cuestiones de la economía no han mostrado ambas corrientes un carácter distintivo. Hoy las ideas y prácticas de gobierno están al descubierto y prácticamente sin alternativas convincentes para los electores. Pero lo que se identifica como la socialdemocracia ha quedado en especial en situación muy vulnerable.
Mientras había crecimiento productivo y del empleo, aun con sobresaltos como la crisis de las acciones de empresas tecnológicas en 2001 y con periodos de alta volatilidad en los mercados de capitales; en tanto que el proceso era sostenido mediante la acumulación de la deuda pública, o bien, por el financiamiento privado con alto contenido especulativo, como ocurrió en los años recientes con actividades como la construcción, los partidos de izquierda que gobernaron, lo hicieron con cierta holgura y hasta repetían sus triunfos en la urnas.
Las derechas siguieron siendo protagónicas, pero había espacio para la coexistencia. Esto se puede alterar de modo notorio como una de las repercusiones prácticas de la crisis y como evidencia del magro trabajo intelectual de las izquierdas. Hay un desgaste incluso de sus instintos más primarios.
En el escenario de la expansión económica que llegó hasta mediados de 2008 se pudieron mantener más o menos armados los esquemas de seguridad social del Estado de Bienestar y, así, una cierta cohesión social aunque con cimientos cada vez más inestables.
La Tercera Vía se hizo popular en la primera parte de la década que duró el gobierno de Tony Blair al mando de los laboristas ingleses (1997-2007), pero resultó pobre como modo de pensamiento y de acción frente a la caída del comunismo y el predominio de las relaciones de mercado.
Hoy no responde de plano como alternativa para promover alguna forma de orden social en el mundo. La inercia de Blair llevó a Brown al 10 de la calle Downing para ser zarandeado por la crisis financiera, luego de ser por muchos años el responsable de la hacienda pública.
Los teóricos políticos habrán de ponerse a trabajar de nuevo y en serio, pues por el lado de un tercer camino a la manera de Giddens parece no haber salida. Tampoco la hubo por el lado más rimbombante de la proclama neoliberal del “fin de la historia” al modo de Fukuyama. Prevaleció Chicago.
Los laboristas ingleses ya perdieron el mando en las recientes elecciones tras las que conservadores y liberales formaron gobierno. En España, el segundo mandato del PSOE está muy dañado y se advierte como si el gobierno hubiese sido tomado por sorpresa y haya quedado atarantado. El milagro español ha sufrido un serio embate y el costo social es muy grande.
En ambos casos, empero, con dos gobiernos de orientaciones políticas distintas, se proponen medidas que convergen: ajuste de los presupuestos públicos, con una reducción severa del gasto y afectación a las prestaciones, como es el caso de las pensiones.
En España se ha atorado la reforma laboral, en tanto que se asignan más fondos para los bancos con problemas. Hay un sometimiento explícito a las exigencias del “mercado” (lo entrecomillo) en una transferencia efectiva de recursos de una parte de la población a otra, y con un gran costo.
La primera de esas partes, por cierto, mucho más grande sin empleo o bien ocupada precariamente, con fuertes deudas y reducida capacidad de consumo. Un ajuste del cual es difícil desprender condiciones para una eventual recuperación real de los niveles de producción y empleo, de una estabilidad financiera y monetaria sostenibles y de una reducción de las tensiones sociales.
Las variaciones de estos temas no son hoy demasiado grandes y se reproducen en las estructuras internas de cada país y entre los que componen la zona de la Unión Europea. Aún en medio de la crisis, las fuerzas del mercado siguen apareciendo como la forma distintiva de gestión frente a una capacidad política muy disminuida y muy cuestionada.
Esto sobresale como un rasgo distintivo del quehacer político sea en Atenas, Madrid, París o Berlín y, por supuesto, en ese ente cada vez más complejo y desdibujado que es el gobierno europeo ejercido desde Bruselas. La estructura de poder está concentrada y se nota.
El curso de la crisis es por naturaleza incierto, pero se complica mucho más por la fragilidad del liderazgo político y un pensamiento acerca de la sociedad que ni intriga, ni cautiva o siquiera escandaliza. En este entorno se está abriendo el espacio para una radicalización de derechas con poca lucidez, con amplio margen de coerción que no aliente precisamente el juego de la democracia. No hay que ir demasiado lejos para darse cuenta.
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