Recorrió Chiapas en 1998, con los hechos de Acteal a flor de piel
El mismo año regresó meses después, ya con el Nobel bajo el brazo
“Si no nos movemos adonde están el dolor y la indignación, adonde está la protesta, no estamos vivos, estamos muertos”, dijo Saramago en San Cristóbal de las Casas, en marzo de 1998. La imagen es de ese mismo mes y año, pero en su visita a Acteal, y está acompañado por el escritor Carlos Monsiváis, quien murió ayerFoto Carlos Cisneros
LAS JORNADAS DE SARAMAGO. Los comandantes Moisés y Antonio flanquean a José Saramago, durante su visita a Oventic, Chiapas, en 1998. Ese mismo año, el Nobel de Literatura ofrendó un clavel a las víctimas de Acteal, en la ceremonia luctuosa que se rindió en el Ángel de la Independencia, en el Distrito Federal Foto Archivo La Jornada
Mónica Mateos-Vega
Periódico La Jornada
Domingo 20 de junio de 2010, p. 9
El mismo año que José Saramago recibió el premio Nobel de Literatura visitó México en dos ocasiones. La primera fue a principios de ese ya memorable 1998, para conocer de primera mano y solidarizarse con la situación que entonces se vivía en las comunidades indígenas de Chiapas. Acteal estaba a flor de piel.
La segunda, en diciembre, a pocos días de la ceremonia de premiación en Estocolmo; se trató de un encuentro cálido con sus lectores y amigos, entre ellos, la comunidad de La Jornada.
En marzo de 1998, en San Cristóbal de las Casas, el autor de El Evangelio según Jesucristo explicó el motivo de su visita al lugar: “Si no nos movemos adonde está el dolor y la indignación, si no nos movemos adonde está la protesta, no estamos vivos, estamos muertos”.
En estas páginas se documentó ampliamente ese recorrido por tierra chiapaneca, en el que fue acompañado por Carlos Monsiváis –quien falleció ayer– los obispos Samuel Ruiz y Raúl Vera, así como por el poeta Juan Bañuelos.
En un breve mensaje, ante más de 200 personas en el ex convento de Santo Domingo, Saramago afirmó que la matanza en Acteal, el 22 de diciembre de 1997, “ha conmocionado quizá no al mundo, pero sí a toda la gente que tiene sensibilidad, inteligencia y corazón”.
El mundo, agregó, es un inmenso Chiapas: “vengo porque estoy consciente de que basta ya, porque ya son más de 500 años de humillación, de vejación”.
El productor Epigmenio Ibarra recordó ayer en su página de Twitter una anécdota ocurrida en aquella época, de su primer encuentro con el escritor: “Lo conocí con Carlos Payán una noche en casa de Carlos Fuentes; era enero, se acababa de producir la masacre de Acteal, Verónica (Velasco) y yo habíamos hecho un documental con testimonios de los sobrevivientes.
“Con el video bajo el brazo subimos a la recámara de Fuentes, para verlo. Sentado al borde de la cama, Saramago miraba absorto y conmovido la pantalla. La cadencia del tzotzil, los lamentos, los rezos se apoderaron de la noche. Yo miraba a Saramago ver con esos ojos abismales que parecían haberlo visto todo, sufrido todo.
“Leí de pronto en ese rostro toda su obra. Descubrí el origen de la humanidad en la que naufragan sus personajes, y en su mano huesuda que buscó la de su mujer, el rastro de dolor que los persigue. Aún no terminaba el video: los ataúdes eran bajados a la fosa común y la multitud escuchaba a su pastor cuando Saramago soltó la primera lágrima, de ese gigante a la vez firme y delicado.
“Terminado el video se hizo el silencio: José Saramago se quitó los lentes, y mientras los limpiaba, siempre en silencio, nos miró. Todo el dolor estaba ahí. Descanse en paz el luchador, el poeta que nos hizo más humanos con su obra.”
Luego de San Cristóbal, Saramago se trasladó a Chenalhó, de donde se trajo una “montaña”, como lo describió el 15 de marzo de 1998 Herman Bellinghausen para La Jornada: “Una montaña se lleva José Saramago. Una pequeña montaña que le cabe en la bolsa del pantalón, idéntica a la escarpada serranía de los Altos, esta tierra de los pueblos tzotziles, y nacida de ellas, la roca que recoge del suelo de Acteal el escritor portugués pesa en la mano como un siglo, como una vida entera.
“Más tarde, al iniciar el regreso a Jovel, la muestra con triste orgullo a Pilar, su compañera.
“–Mira –le dice–, recogí una piedra.
“Al parecer tiene la costumbre de tomar piedras de los lugares que visita. No todos, asegura; no dice de cuáles sí. Alza contra la luz de la tarde el trozo de suelo basáltico, piramidal, con la base apoyada en su palma, entorna los ojos y guarda silencio. A su pesar quizás, muestra reverencia.
“Lo inundan las cosas que vio, las voces que oyó, la gente que acaba de conocer para siempre, en el municipio autónomo de San Pedro Chenalhó. Recorrió el campamento de sobrevivientes de Acteal, los campamentos de desplazados en Polhó, conoció el campamento militar de Majomut y, ante todo, escuchó.”
Saramago fue puntual al señalar a los sobrevivientes de la matanza que su visita era para mostrar su solidaridad: “no queremos entrometernos, no queremos hacer un espectáculo de nuestra visita”.
Se refirió a Acteal como “lugar de una memoria que no puede, de ninguna manera, desaparecer. Sabemos lo que ocurrió y no lo queremos olvidar”.
Desarmador de la solemnidad
El segundo viaje de 1998 a México lo hizo Saramago ya con el Nobel bajo el brazo, pero con la sencillez que le hizo obtener un lugar en las querencias del público más exigente: los jóvenes.
En diciembre de ese año, a unos días de la ceremonia de entrega del máximo reconocimiento literario en el mundo, el autor inundó la ciudad de México con eso que sus lectores bautizaron como la “saramagia”, es decir, el poder para transformar el alma de quien se acerca a su obra o tiene oídos atentos a sus palabras.
Un encuentro con estudiantes del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM), en el campus de Tlalpan, fue muestra de su capacidad para desencadenar parábolas que desarmaron la solemnidad y rimbombancia con la que se pretendió guiar su visita.
De entrada, señaló en esa ocasión que él no nació para ser escritor, mucho menos premio Nobel, “pero lo tengo, ¿y quién nace para ser esto o aquello? Lo que es cierto es que hay millones que nacen para la nada, y de alguna forma yo nací para la nada, en un pueblo de gente analfabeta. Si mis padres no hubieran decidido irse a Lisboa para intentar vivir un poco mejor, quizá seguiría en el pueblo”.
Luego habló del dolor, “un poquito tonto”, que le causaba pensar que no cumplió con el sueño de su vida: ir a la universidad, pero afirmó: “las cosas son como son y no vale la pena llorar sobre la leche derramada”.
–¿Qué nos puede decir de la ironía que hay en su obra? –le preguntaron al narrador.
–Que no nací irónico. Ninguna madre pone en el mundo militares, todas dan a luz civiles. Fui un niño tímido, ensimismado, no es que no fuera simpático, sino que no tenía oportunidad para serlo. Con esto quiero decir que hay que tener mucho cuidado con la ironía dirigida a otras personas, porque es una agresión. Eso lo tengo muy claro.
“Nadie, pero nadie, tiene derecho de ser irónico con otra persona, porque eso es considerarse superior a otro. La ironía es necesaria y hasta vital cuando va dirigida a las instituciones, al poder, a la prepotencia. Pero en una vinculación personal sería como una relación entre colonizador y colonizado.”
Al terminar su charla con los jóvenes, en el contexto de la cátedra Alfonso Reyes que se imparte en el ITESM, Saramago firmó libros durante 45 minutos, siempre con una sonrisa, ofreciendo apretón de manos y para los menos tímidos abrazos y besos.
Luego, el autor de Caín cruzó la ciudad para dirigirse de Tlalpan a Polanco, donde enonces se ubicaban las intalaciones de este diario. En el camino pidió que el auto se detuviera en una farmacia, pues, confesó, desde hace horas tenía dolor de muelas y ahora sí su cuerpo exigía un analgésico.
La radio daba las noticias acerca del hallazgo de una narcofosa. De inmediato, el escritor lusitano se quejó del uso que se daba al lenguaje, de la manera como se iban deteriorando las palabras para crear conceptos inexistentes.
También criticó el desempeño de las autoridades en la lucha contra la delincuencia: “¿Ustedes creen que con los satélites tan potentes que tiene Estados Unidos, los cuales son capaces de ver el número de placa de este auto desde el espacio, no van a poder localizar laboratorios donde se fabrican drogas? Ellos no atrapan a los traficantes porque no quieren; es un gran negocio que les deja mucho dinero”.
La charla concluyó cuando Saramago llegó a las instalaciones de La Jornada, entonces ubicadas en la calle de Petrarca, en donde se reunió con los trabajadores, algunos colaboradores, invitados como Amalia Solórzano, viuda de Cárdenas y con la directora del diario, Carmen Lira.
Chiapas y la literatura fueron los temas centrales que arroparon esa emotiva visita, en la que señaló, entre otros aspectos, que las letras portuguesas han estado vivas desde hace siglos, y mencionó con entusiasmo a Fernando Pessoa.
Los jornaleros le obsequiaron algunas de las imágenes de su visita a las comunidades indígenas zapatistas. Pese al cansancio y dolor de muelas que no lo dejaban, Saramago convivió un rato más con quienes le solicitaron fotos, un autógrafo o un comentario, que él brindó siempre esperanzador, aún ante las adversidades del mundo.
El mismo año regresó meses después, ya con el Nobel bajo el brazo
“Si no nos movemos adonde están el dolor y la indignación, adonde está la protesta, no estamos vivos, estamos muertos”, dijo Saramago en San Cristóbal de las Casas, en marzo de 1998. La imagen es de ese mismo mes y año, pero en su visita a Acteal, y está acompañado por el escritor Carlos Monsiváis, quien murió ayerFoto Carlos Cisneros
LAS JORNADAS DE SARAMAGO. Los comandantes Moisés y Antonio flanquean a José Saramago, durante su visita a Oventic, Chiapas, en 1998. Ese mismo año, el Nobel de Literatura ofrendó un clavel a las víctimas de Acteal, en la ceremonia luctuosa que se rindió en el Ángel de la Independencia, en el Distrito Federal Foto Archivo La Jornada
Mónica Mateos-Vega
Periódico La Jornada
Domingo 20 de junio de 2010, p. 9
El mismo año que José Saramago recibió el premio Nobel de Literatura visitó México en dos ocasiones. La primera fue a principios de ese ya memorable 1998, para conocer de primera mano y solidarizarse con la situación que entonces se vivía en las comunidades indígenas de Chiapas. Acteal estaba a flor de piel.
La segunda, en diciembre, a pocos días de la ceremonia de premiación en Estocolmo; se trató de un encuentro cálido con sus lectores y amigos, entre ellos, la comunidad de La Jornada.
En marzo de 1998, en San Cristóbal de las Casas, el autor de El Evangelio según Jesucristo explicó el motivo de su visita al lugar: “Si no nos movemos adonde está el dolor y la indignación, si no nos movemos adonde está la protesta, no estamos vivos, estamos muertos”.
En estas páginas se documentó ampliamente ese recorrido por tierra chiapaneca, en el que fue acompañado por Carlos Monsiváis –quien falleció ayer– los obispos Samuel Ruiz y Raúl Vera, así como por el poeta Juan Bañuelos.
En un breve mensaje, ante más de 200 personas en el ex convento de Santo Domingo, Saramago afirmó que la matanza en Acteal, el 22 de diciembre de 1997, “ha conmocionado quizá no al mundo, pero sí a toda la gente que tiene sensibilidad, inteligencia y corazón”.
El mundo, agregó, es un inmenso Chiapas: “vengo porque estoy consciente de que basta ya, porque ya son más de 500 años de humillación, de vejación”.
El productor Epigmenio Ibarra recordó ayer en su página de Twitter una anécdota ocurrida en aquella época, de su primer encuentro con el escritor: “Lo conocí con Carlos Payán una noche en casa de Carlos Fuentes; era enero, se acababa de producir la masacre de Acteal, Verónica (Velasco) y yo habíamos hecho un documental con testimonios de los sobrevivientes.
“Con el video bajo el brazo subimos a la recámara de Fuentes, para verlo. Sentado al borde de la cama, Saramago miraba absorto y conmovido la pantalla. La cadencia del tzotzil, los lamentos, los rezos se apoderaron de la noche. Yo miraba a Saramago ver con esos ojos abismales que parecían haberlo visto todo, sufrido todo.
“Leí de pronto en ese rostro toda su obra. Descubrí el origen de la humanidad en la que naufragan sus personajes, y en su mano huesuda que buscó la de su mujer, el rastro de dolor que los persigue. Aún no terminaba el video: los ataúdes eran bajados a la fosa común y la multitud escuchaba a su pastor cuando Saramago soltó la primera lágrima, de ese gigante a la vez firme y delicado.
“Terminado el video se hizo el silencio: José Saramago se quitó los lentes, y mientras los limpiaba, siempre en silencio, nos miró. Todo el dolor estaba ahí. Descanse en paz el luchador, el poeta que nos hizo más humanos con su obra.”
Luego de San Cristóbal, Saramago se trasladó a Chenalhó, de donde se trajo una “montaña”, como lo describió el 15 de marzo de 1998 Herman Bellinghausen para La Jornada: “Una montaña se lleva José Saramago. Una pequeña montaña que le cabe en la bolsa del pantalón, idéntica a la escarpada serranía de los Altos, esta tierra de los pueblos tzotziles, y nacida de ellas, la roca que recoge del suelo de Acteal el escritor portugués pesa en la mano como un siglo, como una vida entera.
“Más tarde, al iniciar el regreso a Jovel, la muestra con triste orgullo a Pilar, su compañera.
“–Mira –le dice–, recogí una piedra.
“Al parecer tiene la costumbre de tomar piedras de los lugares que visita. No todos, asegura; no dice de cuáles sí. Alza contra la luz de la tarde el trozo de suelo basáltico, piramidal, con la base apoyada en su palma, entorna los ojos y guarda silencio. A su pesar quizás, muestra reverencia.
“Lo inundan las cosas que vio, las voces que oyó, la gente que acaba de conocer para siempre, en el municipio autónomo de San Pedro Chenalhó. Recorrió el campamento de sobrevivientes de Acteal, los campamentos de desplazados en Polhó, conoció el campamento militar de Majomut y, ante todo, escuchó.”
Saramago fue puntual al señalar a los sobrevivientes de la matanza que su visita era para mostrar su solidaridad: “no queremos entrometernos, no queremos hacer un espectáculo de nuestra visita”.
Se refirió a Acteal como “lugar de una memoria que no puede, de ninguna manera, desaparecer. Sabemos lo que ocurrió y no lo queremos olvidar”.
Desarmador de la solemnidad
El segundo viaje de 1998 a México lo hizo Saramago ya con el Nobel bajo el brazo, pero con la sencillez que le hizo obtener un lugar en las querencias del público más exigente: los jóvenes.
En diciembre de ese año, a unos días de la ceremonia de entrega del máximo reconocimiento literario en el mundo, el autor inundó la ciudad de México con eso que sus lectores bautizaron como la “saramagia”, es decir, el poder para transformar el alma de quien se acerca a su obra o tiene oídos atentos a sus palabras.
Un encuentro con estudiantes del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM), en el campus de Tlalpan, fue muestra de su capacidad para desencadenar parábolas que desarmaron la solemnidad y rimbombancia con la que se pretendió guiar su visita.
De entrada, señaló en esa ocasión que él no nació para ser escritor, mucho menos premio Nobel, “pero lo tengo, ¿y quién nace para ser esto o aquello? Lo que es cierto es que hay millones que nacen para la nada, y de alguna forma yo nací para la nada, en un pueblo de gente analfabeta. Si mis padres no hubieran decidido irse a Lisboa para intentar vivir un poco mejor, quizá seguiría en el pueblo”.
Luego habló del dolor, “un poquito tonto”, que le causaba pensar que no cumplió con el sueño de su vida: ir a la universidad, pero afirmó: “las cosas son como son y no vale la pena llorar sobre la leche derramada”.
–¿Qué nos puede decir de la ironía que hay en su obra? –le preguntaron al narrador.
–Que no nací irónico. Ninguna madre pone en el mundo militares, todas dan a luz civiles. Fui un niño tímido, ensimismado, no es que no fuera simpático, sino que no tenía oportunidad para serlo. Con esto quiero decir que hay que tener mucho cuidado con la ironía dirigida a otras personas, porque es una agresión. Eso lo tengo muy claro.
“Nadie, pero nadie, tiene derecho de ser irónico con otra persona, porque eso es considerarse superior a otro. La ironía es necesaria y hasta vital cuando va dirigida a las instituciones, al poder, a la prepotencia. Pero en una vinculación personal sería como una relación entre colonizador y colonizado.”
Al terminar su charla con los jóvenes, en el contexto de la cátedra Alfonso Reyes que se imparte en el ITESM, Saramago firmó libros durante 45 minutos, siempre con una sonrisa, ofreciendo apretón de manos y para los menos tímidos abrazos y besos.
Luego, el autor de Caín cruzó la ciudad para dirigirse de Tlalpan a Polanco, donde enonces se ubicaban las intalaciones de este diario. En el camino pidió que el auto se detuviera en una farmacia, pues, confesó, desde hace horas tenía dolor de muelas y ahora sí su cuerpo exigía un analgésico.
La radio daba las noticias acerca del hallazgo de una narcofosa. De inmediato, el escritor lusitano se quejó del uso que se daba al lenguaje, de la manera como se iban deteriorando las palabras para crear conceptos inexistentes.
También criticó el desempeño de las autoridades en la lucha contra la delincuencia: “¿Ustedes creen que con los satélites tan potentes que tiene Estados Unidos, los cuales son capaces de ver el número de placa de este auto desde el espacio, no van a poder localizar laboratorios donde se fabrican drogas? Ellos no atrapan a los traficantes porque no quieren; es un gran negocio que les deja mucho dinero”.
La charla concluyó cuando Saramago llegó a las instalaciones de La Jornada, entonces ubicadas en la calle de Petrarca, en donde se reunió con los trabajadores, algunos colaboradores, invitados como Amalia Solórzano, viuda de Cárdenas y con la directora del diario, Carmen Lira.
Chiapas y la literatura fueron los temas centrales que arroparon esa emotiva visita, en la que señaló, entre otros aspectos, que las letras portuguesas han estado vivas desde hace siglos, y mencionó con entusiasmo a Fernando Pessoa.
Los jornaleros le obsequiaron algunas de las imágenes de su visita a las comunidades indígenas zapatistas. Pese al cansancio y dolor de muelas que no lo dejaban, Saramago convivió un rato más con quienes le solicitaron fotos, un autógrafo o un comentario, que él brindó siempre esperanzador, aún ante las adversidades del mundo.
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