Comprometida lucidez de Saramago / La Jornada
La muerte del escritor portugués José Saramago en Lanzarote, España –donde residía desde la década de los 90–, representa una pérdida irreparable: a la de la figura insistituible de la literatura universal se suma la del pensador militante y comprometido con los menos favorecidos, y la del ser humano de congruencia y moral inquebrantables.
De extracción humilde, Saramago se distinguió por una gran sensibilidad y por un compromiso profundo con la superación de las miserias sociales, políticas y humanas. Sin perder nunca una amplia independencia de criterio, el oriundo de Azinhaga, Portugal, ejerció una crítica constante hacia la violencia, la barbarie, el conservadurismo, la doble moral, el poder de los grandes capitales y las violaciones contra los derechos humanos. El permanente quehacer reflexivo de Saramago lo condujo, en los últimos años de su vida, a defender un diagnóstico profundamente doloroso, pero acertado, de una realidad en que el poder económico termina por imponerse sobre los valores humanos más entrañables, como la justicia y la democracia. Así lo señaló en un texto leído en la clausura del Foro Social Mundial de Porto Alegre, Brasil, en 2002: Urge, antes de que se nos haga demasiado tarde, promover un debate mundial sobre la democracia y las causas de su decadencia, sobre la intervención de los ciudadanos en la vida política y social, sobre las relaciones entre los estados y el poder económico y financiero mundial, sobre aquello que afirma y aquello que niega la democracia, sobre el derecho a la felicidad y a una existencia digna, sobre las miserias y esperanzas de la humanidad.
De vocación universal, Saramago valoró y apoyó las gestas locales como la mejor forma de incidir en la constitución de un mundo más justo. Destacan, en particular, el respaldo decidido que brindó en nuestro país al zapatismo –Yo soy comunista, pero en México soy zapatista, dijo alguna vez–, movimiento al que consideró una esperanza para los pueblos indígenas de América Latina.
La inequívoca definición política e ideológica de Saramago no demeritó en absoluto su excepcional calidad como literato, oficio que ejerció en forma incansable y prolífica hasta el último de sus días. Varias generaciones de lectores, de posturas políticas diversas, han disfrutado de sus obras, escritas con maestría y en un estilo que, según describió el escritor italiano Umberto Eco, transita bajo las formas de lo fantástico y lo alegórico. Su calidad lo convirtió en el primer autor de habla portuguesa en recibir el premio Nobel de Literatura. El galardón, obtenido en 1998, no lo alejó de sus convicciones ni de sus posturas, y continuó siempre prodigando una lucidez generosa y comprometida.
En un mundo en el que predominan la barbarie, los atropellos sistemáticos a los derechos humanos y a la justicia y demás retrocesos civilizatorios, la muerte de Saramago trasciende a la pérdida humana irreparable, y se convierte en una orfandad dolorosa para las letras, la ética y el pensamiento.
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