México 2010: olvidar el futuro
Jaime Avilés / la Jornada
En 2004, José Saramago visitó las instalaciones de La Jornada, donde convivió con trabajadores, accionistas y directivos. En la imagen, el escritor portugués observa la portada que este diario realizó con motivo de su nombramiento como premio Nobel de Literatura 1998. Lo acompaña Lilia Rossbach Fabrizio León Foto Foto
Abatido por la desaparición física de don José Saramago, el mundo pierde a un activista de primera línea, que en Europa, en Palestina, en Latinoamérica, en Chiapas, en México, siempre salió, en el momento justo, en defensa de quienes más lo necesitaban. Pero tras la muerte de este portugués universal, la humanidad se queda con un grandísimo escritor vivo, en plenitud de facultades, lleno de fortaleza, de juventud, de ingenio, de fantasía, de humor, de erudición, de clarividencia y de poder narrativo, que será inmortal hasta el fin de los siglos mientras alguien lo lea.
Cuento dos anécdotas que pintan de un plumazo la admirable vitalidad que a los 79 años le permitía viajar sin descanso por todo el planeta, escribir novelas maravillosas, pelear en la prensa, y comer y cantar con una alegría casi infantil. En marzo de 2001, durante una reunión en casa de Ricardo Rocha, a la que asistían Manuel Vázquez Montalbán; Laura Lara, de Alfaguara; el anfitrión y su familia; don José y Pilar del Río, su esposa, a cada rato Saramago volteaba hacia mí, alzaba discretamente su copa o sonreía con un guiño, al cual yo, atónito, le correspondía sin entender qué pasaba.
Había tenido el privilegio de conocerlo dos años antes en Venecia, donde me concedió una entrevista sobre la guerra de Kosovo, y meses después, por Laura Lara, de Alfaguara, supe que había quedado muy satisfecho. ¿Esa era la causa por la que en casa de Ricardo Rocha con tanta frecuencia me sonreía? ¡Qué va! Es que yo estaba sentado junto a una señorita pelirroja guapísima, a la que el maestro no cesaba de coquetearle, y de piropearla en silencio, con miradas de suplicante seducción.
Era la víspera de la llegada al Zócalo de la Marcha del color de la tierra. Al otro día, muy temprano, Saramago, Pilar del Río, Vázquez Montalbán, Ricardo Rocha, sus hijos, la pelirroja guapísima y yo, acudimos a recibir a los zapatistas comprimidos como adolescentes en dos pequeños automóviles, y todavía hicimos escala en el Fiesta Americana para recoger a Joaquín Sabina y a Ximena, su novia; él, verde porque no había dormido, ella fresca, radiante y dicharachera.
Miles y miles de personas colmaban la Plaza de la Constitución cuando bajamos de los cochecitos ante el Antiguo Palacio del Ayuntamiento, donde por cortesía del Gobierno del Distrito Federal nos instalaron en una oficina del primer piso con vista al Zócalo. Don José y Pilar iban de paliacate rojo al cuello, como los indígenas rebeldes, pero él se impacientó porque desde aquellas angostas ventanas era imposible apreciar la dimensión colosal del evento.
Ansioso por ver más, Saramago desapareció con Vázquez Montalbán, y mientras Sabina moría por falta de cerveza, y Ximena y la pelirroja trataban de conseguírsela, Pilar del Río preguntó y supo que su incorregible marido, el premio Nobel de Literatura 1998, estaba nada menos que en la azotea del GDF, brincando y gritando con el puño en alto, lanzando vivas a los comandantes y las comandantas del EZLN y al subcomandante Marcos.
–¡Por favor! –le dijo Pilar del Río, angustiada, a la pelirroja guapísima—. ¡Sube y, por tu madre, cuídalo! ¡Pero, niña, corre, que no se vaya a caer!
Estos recuerdos, banales pero entrañables, no alivian la tristeza causada por la muerte de un grande entre los grandes, que viene a sumarse al dolor acumulado por otras ausencias irreparables, como las de Carlos Montemayor y Bolívar Echeverría. Tampoco disminuye la indignación sin atenuantes provocada por los ministros de la Suprema Corte de la Injusticia, que al renunciar a sus responsabilidades frente al homicidio de 49 bebés en la guardería ABC de Sonora, han abolido, de jure y de facto, el Poder Judicial del país, echando otra capa de pavimento al camino por el cual nos llevan cada vez con más descaro hacia una dictadura totalitaria, que ya se destaca por su marcada vocación asesina.
Retomo, sin embargo, el hilo del cuento sobre Saramago, el Saramago vivo, el que nos acompañará siempre, y lo hago como pretexto para reivindicar la olvidada importancia de la literatura en nuestra comprensión del mundo. No es una reflexión gratuita. Viene al caso porque tiene que ver con el nuevo libro de Andrés Manuel López Obrador –La mafia que se adueñó de México... y el 2012–, y la publicación de una novela extraordinaria: Olvidar el futuro (Tusquets, México, 2010), del escritor hidalguense Agustín Ramos. Aunque ustedes no lo crean, ambos títulos guardan estrechas relaciones entre sí.
En una época mucho más feliz que ésta, hacia 1969, el filósofo español Adolfo Sánchez Vázquez, a quien la guerra, el exilio y Lázaro Cárdenas volvieron mexicano, publicó un título que hoy, tantos años después, sigue siendo lectura obligada para los estudiantes de Filosofía y Letras. En efecto, en Las ideas estéticas de Marx (Ediciones ERA), Sánchez Vázquez habló con largueza sobre las relaciones entre literatura, ciencia política y sociología, al analizar las novelas de Franz Kafka.
Zapatero a tus zapatos, nos decía la maestra Eugenia Revueltas a los estudiantes de Letras en la UNAM de 1972, cuando al comentarnos la obra de Sánchez Vázquez nos recordaba que en 1870 Marx leía con avidez los libros de Balzac, para entender los usos y costumbres de la alta burguesía europea de 1830, mientras investigaba y esclarecía el funcionamiento del sistema capitalista.
Gracias a ese truco, los alumnos de doña Eugenia aprendimos a leer las aventuras de Sherlock Holmes con otros ojos: para descubrir cómo era la ciudad de Londres en 1880, en la que el joven Arthur Conan Doyle (1859-1930) escribió las primeras hazañas del célebre detective de la pipa, al mismo tiempo que el anciano Carlos Marx (1818-1883) redactaba los tomos finales de El Capital.
A lo mejor, dentro de muchos años, para comprender cómo era la vida cotidiana de nuestro país cuando López Obrador escribió La mafia que se adueñó de México...y el 2012, los estudiantes de sociología, de literatura y de historia escudriñarán con avidez las páginas de Olvidar el futuro. Si en su libro, el máximo líder opositor enjuicia a los 30 potentados que hoy por hoy dominan a más de 100 millones de mexicanos, en su novela Agustín Ramos toma como personaje central a uno de los miembros de ese grupo, el hombre más rico del mundo, “un empresario mexicano de origen libanés”, al que jamás llama por su verdadero nombre, pero acerca del cual relata vida y milagros, conocidos e inéditos, como si lo hubiera tratado íntimamente desde siempre, sin mencionar que además lo sitúa en un contexto de pesadilla, en que la corrupción, la inseguridad, la violencia del hampa y de las fuerzas armadas forman parte normal del paisaje, y México (p. 287) es gobernado por un “Presidente Legal (Pelele, por sus siglas, solía decir gran parte de la población)”, que termina dando un golpe de Estado para acelerar las reformas estructurales que faltan..
Y ya que en esas estamos, quiero terminar mostrando una coincidencia asombrosa entre ambos libros. En La mafia... López Obrador señala: “La entrega de Telmex se decidió entre Carlos Slim y Roberto Hernández (que) al final fue para el primero y al otro le ofrecieron Banamex.” (p.18). En Olvidar el futuro, Agustín Ramos cuenta cómo uno de los hijos del hombre más rico del mundo percibió la incorporación de Telmex al patrimonio familiar: “Su padre le ganó a su socio principal y éste debió conformarse con el banco” (p.244). La novela de Ramos se publicó un mes antes que el ensayo-denuncia-proyecto-alternativo-de-nación del Peje. Cometería grave error quien no se regale unas horas para leerla.
jamastu@gmail.com
Jaime Avilés / la Jornada
En 2004, José Saramago visitó las instalaciones de La Jornada, donde convivió con trabajadores, accionistas y directivos. En la imagen, el escritor portugués observa la portada que este diario realizó con motivo de su nombramiento como premio Nobel de Literatura 1998. Lo acompaña Lilia Rossbach Fabrizio León Foto Foto
Abatido por la desaparición física de don José Saramago, el mundo pierde a un activista de primera línea, que en Europa, en Palestina, en Latinoamérica, en Chiapas, en México, siempre salió, en el momento justo, en defensa de quienes más lo necesitaban. Pero tras la muerte de este portugués universal, la humanidad se queda con un grandísimo escritor vivo, en plenitud de facultades, lleno de fortaleza, de juventud, de ingenio, de fantasía, de humor, de erudición, de clarividencia y de poder narrativo, que será inmortal hasta el fin de los siglos mientras alguien lo lea.
Cuento dos anécdotas que pintan de un plumazo la admirable vitalidad que a los 79 años le permitía viajar sin descanso por todo el planeta, escribir novelas maravillosas, pelear en la prensa, y comer y cantar con una alegría casi infantil. En marzo de 2001, durante una reunión en casa de Ricardo Rocha, a la que asistían Manuel Vázquez Montalbán; Laura Lara, de Alfaguara; el anfitrión y su familia; don José y Pilar del Río, su esposa, a cada rato Saramago volteaba hacia mí, alzaba discretamente su copa o sonreía con un guiño, al cual yo, atónito, le correspondía sin entender qué pasaba.
Había tenido el privilegio de conocerlo dos años antes en Venecia, donde me concedió una entrevista sobre la guerra de Kosovo, y meses después, por Laura Lara, de Alfaguara, supe que había quedado muy satisfecho. ¿Esa era la causa por la que en casa de Ricardo Rocha con tanta frecuencia me sonreía? ¡Qué va! Es que yo estaba sentado junto a una señorita pelirroja guapísima, a la que el maestro no cesaba de coquetearle, y de piropearla en silencio, con miradas de suplicante seducción.
Era la víspera de la llegada al Zócalo de la Marcha del color de la tierra. Al otro día, muy temprano, Saramago, Pilar del Río, Vázquez Montalbán, Ricardo Rocha, sus hijos, la pelirroja guapísima y yo, acudimos a recibir a los zapatistas comprimidos como adolescentes en dos pequeños automóviles, y todavía hicimos escala en el Fiesta Americana para recoger a Joaquín Sabina y a Ximena, su novia; él, verde porque no había dormido, ella fresca, radiante y dicharachera.
Miles y miles de personas colmaban la Plaza de la Constitución cuando bajamos de los cochecitos ante el Antiguo Palacio del Ayuntamiento, donde por cortesía del Gobierno del Distrito Federal nos instalaron en una oficina del primer piso con vista al Zócalo. Don José y Pilar iban de paliacate rojo al cuello, como los indígenas rebeldes, pero él se impacientó porque desde aquellas angostas ventanas era imposible apreciar la dimensión colosal del evento.
Ansioso por ver más, Saramago desapareció con Vázquez Montalbán, y mientras Sabina moría por falta de cerveza, y Ximena y la pelirroja trataban de conseguírsela, Pilar del Río preguntó y supo que su incorregible marido, el premio Nobel de Literatura 1998, estaba nada menos que en la azotea del GDF, brincando y gritando con el puño en alto, lanzando vivas a los comandantes y las comandantas del EZLN y al subcomandante Marcos.
–¡Por favor! –le dijo Pilar del Río, angustiada, a la pelirroja guapísima—. ¡Sube y, por tu madre, cuídalo! ¡Pero, niña, corre, que no se vaya a caer!
Estos recuerdos, banales pero entrañables, no alivian la tristeza causada por la muerte de un grande entre los grandes, que viene a sumarse al dolor acumulado por otras ausencias irreparables, como las de Carlos Montemayor y Bolívar Echeverría. Tampoco disminuye la indignación sin atenuantes provocada por los ministros de la Suprema Corte de la Injusticia, que al renunciar a sus responsabilidades frente al homicidio de 49 bebés en la guardería ABC de Sonora, han abolido, de jure y de facto, el Poder Judicial del país, echando otra capa de pavimento al camino por el cual nos llevan cada vez con más descaro hacia una dictadura totalitaria, que ya se destaca por su marcada vocación asesina.
Retomo, sin embargo, el hilo del cuento sobre Saramago, el Saramago vivo, el que nos acompañará siempre, y lo hago como pretexto para reivindicar la olvidada importancia de la literatura en nuestra comprensión del mundo. No es una reflexión gratuita. Viene al caso porque tiene que ver con el nuevo libro de Andrés Manuel López Obrador –La mafia que se adueñó de México... y el 2012–, y la publicación de una novela extraordinaria: Olvidar el futuro (Tusquets, México, 2010), del escritor hidalguense Agustín Ramos. Aunque ustedes no lo crean, ambos títulos guardan estrechas relaciones entre sí.
En una época mucho más feliz que ésta, hacia 1969, el filósofo español Adolfo Sánchez Vázquez, a quien la guerra, el exilio y Lázaro Cárdenas volvieron mexicano, publicó un título que hoy, tantos años después, sigue siendo lectura obligada para los estudiantes de Filosofía y Letras. En efecto, en Las ideas estéticas de Marx (Ediciones ERA), Sánchez Vázquez habló con largueza sobre las relaciones entre literatura, ciencia política y sociología, al analizar las novelas de Franz Kafka.
Zapatero a tus zapatos, nos decía la maestra Eugenia Revueltas a los estudiantes de Letras en la UNAM de 1972, cuando al comentarnos la obra de Sánchez Vázquez nos recordaba que en 1870 Marx leía con avidez los libros de Balzac, para entender los usos y costumbres de la alta burguesía europea de 1830, mientras investigaba y esclarecía el funcionamiento del sistema capitalista.
Gracias a ese truco, los alumnos de doña Eugenia aprendimos a leer las aventuras de Sherlock Holmes con otros ojos: para descubrir cómo era la ciudad de Londres en 1880, en la que el joven Arthur Conan Doyle (1859-1930) escribió las primeras hazañas del célebre detective de la pipa, al mismo tiempo que el anciano Carlos Marx (1818-1883) redactaba los tomos finales de El Capital.
A lo mejor, dentro de muchos años, para comprender cómo era la vida cotidiana de nuestro país cuando López Obrador escribió La mafia que se adueñó de México...y el 2012, los estudiantes de sociología, de literatura y de historia escudriñarán con avidez las páginas de Olvidar el futuro. Si en su libro, el máximo líder opositor enjuicia a los 30 potentados que hoy por hoy dominan a más de 100 millones de mexicanos, en su novela Agustín Ramos toma como personaje central a uno de los miembros de ese grupo, el hombre más rico del mundo, “un empresario mexicano de origen libanés”, al que jamás llama por su verdadero nombre, pero acerca del cual relata vida y milagros, conocidos e inéditos, como si lo hubiera tratado íntimamente desde siempre, sin mencionar que además lo sitúa en un contexto de pesadilla, en que la corrupción, la inseguridad, la violencia del hampa y de las fuerzas armadas forman parte normal del paisaje, y México (p. 287) es gobernado por un “Presidente Legal (Pelele, por sus siglas, solía decir gran parte de la población)”, que termina dando un golpe de Estado para acelerar las reformas estructurales que faltan..
Y ya que en esas estamos, quiero terminar mostrando una coincidencia asombrosa entre ambos libros. En La mafia... López Obrador señala: “La entrega de Telmex se decidió entre Carlos Slim y Roberto Hernández (que) al final fue para el primero y al otro le ofrecieron Banamex.” (p.18). En Olvidar el futuro, Agustín Ramos cuenta cómo uno de los hijos del hombre más rico del mundo percibió la incorporación de Telmex al patrimonio familiar: “Su padre le ganó a su socio principal y éste debió conformarse con el banco” (p.244). La novela de Ramos se publicó un mes antes que el ensayo-denuncia-proyecto-alternativo-de-nación del Peje. Cometería grave error quien no se regale unas horas para leerla.
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