Futbol
Arnoldo Kraus / La Jornada
Los días previos al Mundial de Futbol de Sudáfrica me depararon una grata sorpresa. Pensé que, en esta ocasión, nuestro equipo llegaría más lejos que de costumbre, no sólo porque Sudáfrica queda muy, muy lejos, sino porque eso fue lo que se repitió ad nauseam durante las semanas previas a la competencia.
Los comentarios incesantes de la radio respecto de nuestro equipo; el entusiasmo de mucha gente seguidora de la selección y del mesías Javier Aguirre, cuyo sueldo por entrenarnos hubiese servido para crear muchas fuentes de trabajo; las esperanzas políticas del equipo de Felipe Calderón y su imprescindible presencia en la inauguración de la competencia; la saturación callejera con banderas mexicanas –algunas con esvásticas, otras con figuras religiosas–, y, la increíble parafernalia, made in China, not in México, diseñada para que el corazón lata rápido, fueron suficientes para convencerme de que nuestra escuadra podría hacer algo más de lo conseguido en los últimos cuatro mundiales de futbol.
Algo más implica que la selección, después de 20 años de preparación, después de cientos de millones de pesos de desinversión, después de tantos y tantos déjá vu, lograría avanzar a cuartos de final. Si a ese listado sumamos la asistencia de Felipe Calderón a la inauguración y la garra de Miguel Gómez Mont, ese algo más podría devenir el jamais vu tan añorado, es decir, que el Tri dejaría atrás la historia de los últimos cuatro mundiales y avanzaría a cuartos de final.
Lamentablemente la sorpresa duró muy poco. Argentina nos derrotó y acabó en 90 minutos con el sueño calderonista: el futbol continúa en Sudáfrica sin México y en México continuamos con las matanzas, con la miseria, con la ingobernabilidad y con mínimas esperanzas de que las condiciones políticas y económicas del país mejoren –salvo para nuestro ex entrenador, quien decidió mudarse de país.
En Sudáfrica, los ratoncitos verdes siguieron homenajeando a Manuel Seyde. Le fallaron al país, incumplieron con Felipe Calderón, quien necesitaba distribuir pan y circo para atenuar la zozobra y, además, demolieron las esperanzas de la masa que no pudo acudir al Ángel de la Independencia, ni para ensuciar, ni para gritar, y, lo que es peor, ni para iniciar los festejos del bicentenario.
Arthur Koestler, quien tuvo que abandonar su natal Hungría por su condición de judío, explicó, con gran pertinencia e inteligencia, su entusiasmo por el futbol. El escritor, afincado en Inglaterra, tenía razón cuando señaló que por un lado existe el nacionalismo natal y por el otro, el nacionalismo futbolístico, el cual se vive con mayor intensidad. Koestler, a pesar de la hospitalidad que le brindó Inglaterra, fue, toda su vida, un nacionalista futbolístico húngaro.
En México se es nacionalista futbolístico sin ser desterrado. Cada cuatro años, cada Mundial de Futbol, vivimos ese nacionalismo. Por encargo político y empresarial –Televisa, Tv Azteca–, los medios de comunicación tienen la pericia para encontrar las palabras exactas con las cuales convencer a la afición, y a la no afición, de la obligación que tenemos de apoyar a nuestra escuadra. Sus palabras son magnífica pócima para exaltar el nacionalismo futbolístico.
Lo mismo hace, quizás también por encargo, la cúpula religiosa. Imposible soslayar la solicitud del máximo jerarca de la Iglesia en México, Norberto Rivera, quien pidió a sus fieles orar por nuestro equipo. A la apreciación de Koestler debe agregarse la de Rivera: el nacionalismo futbolístico per se, es insuficiente; requiere matices religiosos, de preferencia, concatenados con la cúpula gubernamental.
Creer, creer en algo positivo en el México contemporáneo es urgente e imprescindible. Derruidas la mayoría de las esperanzas de los mexicanos por la contumacia, por la falta de imaginación, por la nula preparación y, por la torpeza de la mayoría de nuestros políticos nos quedaba una esperanza: la selección mexicana de futbol. Es una pena que después de veinte años nuestra escuadra siga cosechando fracasos. Los números explican que México es el país que más partidos ha perdido en los mundiales de futbol. A muchos puede consolarles que hayamos participado en la mayoría de los mundiales. A mí no. La inversión para preparar y pagar a todas las personas relacionadas con nuestra selección sólo la conocen algunos políticos. A mí, y a muchos, nos encantaría saber cuánto hemos gastado los mexicanos para costear a nuestro equipo.
En este Mundial de Futbol me hubiesen gustado dos cosas: que mi capacidad de sorprenderme no feneciese y que el diagnóstico de Manuel Seyde quedase sepultado. Ni una ni otra. No hay sorpresas, hay fracasos y ahí está, incólume, aguardando la realidad.
Arnoldo Kraus / La Jornada
Los días previos al Mundial de Futbol de Sudáfrica me depararon una grata sorpresa. Pensé que, en esta ocasión, nuestro equipo llegaría más lejos que de costumbre, no sólo porque Sudáfrica queda muy, muy lejos, sino porque eso fue lo que se repitió ad nauseam durante las semanas previas a la competencia.
Los comentarios incesantes de la radio respecto de nuestro equipo; el entusiasmo de mucha gente seguidora de la selección y del mesías Javier Aguirre, cuyo sueldo por entrenarnos hubiese servido para crear muchas fuentes de trabajo; las esperanzas políticas del equipo de Felipe Calderón y su imprescindible presencia en la inauguración de la competencia; la saturación callejera con banderas mexicanas –algunas con esvásticas, otras con figuras religiosas–, y, la increíble parafernalia, made in China, not in México, diseñada para que el corazón lata rápido, fueron suficientes para convencerme de que nuestra escuadra podría hacer algo más de lo conseguido en los últimos cuatro mundiales de futbol.
Algo más implica que la selección, después de 20 años de preparación, después de cientos de millones de pesos de desinversión, después de tantos y tantos déjá vu, lograría avanzar a cuartos de final. Si a ese listado sumamos la asistencia de Felipe Calderón a la inauguración y la garra de Miguel Gómez Mont, ese algo más podría devenir el jamais vu tan añorado, es decir, que el Tri dejaría atrás la historia de los últimos cuatro mundiales y avanzaría a cuartos de final.
Lamentablemente la sorpresa duró muy poco. Argentina nos derrotó y acabó en 90 minutos con el sueño calderonista: el futbol continúa en Sudáfrica sin México y en México continuamos con las matanzas, con la miseria, con la ingobernabilidad y con mínimas esperanzas de que las condiciones políticas y económicas del país mejoren –salvo para nuestro ex entrenador, quien decidió mudarse de país.
En Sudáfrica, los ratoncitos verdes siguieron homenajeando a Manuel Seyde. Le fallaron al país, incumplieron con Felipe Calderón, quien necesitaba distribuir pan y circo para atenuar la zozobra y, además, demolieron las esperanzas de la masa que no pudo acudir al Ángel de la Independencia, ni para ensuciar, ni para gritar, y, lo que es peor, ni para iniciar los festejos del bicentenario.
Arthur Koestler, quien tuvo que abandonar su natal Hungría por su condición de judío, explicó, con gran pertinencia e inteligencia, su entusiasmo por el futbol. El escritor, afincado en Inglaterra, tenía razón cuando señaló que por un lado existe el nacionalismo natal y por el otro, el nacionalismo futbolístico, el cual se vive con mayor intensidad. Koestler, a pesar de la hospitalidad que le brindó Inglaterra, fue, toda su vida, un nacionalista futbolístico húngaro.
En México se es nacionalista futbolístico sin ser desterrado. Cada cuatro años, cada Mundial de Futbol, vivimos ese nacionalismo. Por encargo político y empresarial –Televisa, Tv Azteca–, los medios de comunicación tienen la pericia para encontrar las palabras exactas con las cuales convencer a la afición, y a la no afición, de la obligación que tenemos de apoyar a nuestra escuadra. Sus palabras son magnífica pócima para exaltar el nacionalismo futbolístico.
Lo mismo hace, quizás también por encargo, la cúpula religiosa. Imposible soslayar la solicitud del máximo jerarca de la Iglesia en México, Norberto Rivera, quien pidió a sus fieles orar por nuestro equipo. A la apreciación de Koestler debe agregarse la de Rivera: el nacionalismo futbolístico per se, es insuficiente; requiere matices religiosos, de preferencia, concatenados con la cúpula gubernamental.
Creer, creer en algo positivo en el México contemporáneo es urgente e imprescindible. Derruidas la mayoría de las esperanzas de los mexicanos por la contumacia, por la falta de imaginación, por la nula preparación y, por la torpeza de la mayoría de nuestros políticos nos quedaba una esperanza: la selección mexicana de futbol. Es una pena que después de veinte años nuestra escuadra siga cosechando fracasos. Los números explican que México es el país que más partidos ha perdido en los mundiales de futbol. A muchos puede consolarles que hayamos participado en la mayoría de los mundiales. A mí no. La inversión para preparar y pagar a todas las personas relacionadas con nuestra selección sólo la conocen algunos políticos. A mí, y a muchos, nos encantaría saber cuánto hemos gastado los mexicanos para costear a nuestro equipo.
En este Mundial de Futbol me hubiesen gustado dos cosas: que mi capacidad de sorprenderme no feneciese y que el diagnóstico de Manuel Seyde quedase sepultado. Ni una ni otra. No hay sorpresas, hay fracasos y ahí está, incólume, aguardando la realidad.
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