Editorial de la jornada
Las elecciones que se realizan hoy en 14 entidades de la República, en las que se renovarán congresos locales, alcaldías y 12 gubernaturas, ocurren en un contexto particularmente adverso. Al creciente y generalizado descrédito institucional, particularmente el de los organismos electorales, se suma la profundización de la crisis de representatividad del sistema político vigente, y el avance de la incertidumbre y el desasosiego de la población como consecuencia de la violencia y la inseguridad pública.
Un elemento de contexto insoslayable es la renuncia de Arely Gómez González a la titularidad de la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales, ocurrida el pasado miércoles. Que la instancia encargada de fiscalizar y perseguir los delitos electorales quede acéfala a cuatro días de los comicios sería inaceptable y preocupante en cualquier contexto, pero en el actual convergen, además, un desaseo político generalizado y la proliferación de conductas que pueden ser consideradas como violatorias de los códigos en esa materia.
En días recientes, la intensificación de la presencia mediática del titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón –quien ligó tres cadenas nacionales en una semana para resaltar los logros estadísticos de su administración–, presentó a la opinión pública la imagen de un gobernante volcado a hacer proselitismo en favor de su partido. Por su parte, las distintas fuerzas políticas han adoptado como estrategia casi única el descrédito y el golpeteo de los adversarios por distintos medios, entre los que destacan el establecimiento de alianzas partidistas sin otro fundamento que el pragmatismo político, la aplicación exasperante de las tácticas de guerra sucia y el empleo indebido de recursos gubernamentales en las campañas.
Este desgaste institucional y de representatividad bastaría por sí solo para minar el ánimo del electorado, pero la jornada de hoy está marcada además por la irrupción de la violencia y la criminalidad, como se expresa en el asesinato de aspirantes a diversos cargos y personeros políticos, entre los que destaca el del abanderado priísta al gobierno de Tamaulipas, Rodolfo Torre Cantú, ocurrido el pasado lunes. Tales hechos, además de constituir crímenes condenables que desmienten la prédica oficial del debilitamiento de la delincuencia organizada, alteran en forma inevitable el escenario electoral y el veredicto popular, por cuanto restringen a la ciudadanía la libertad de designar a sus gobernantes y sus representantes y, al agudizar el sentir de temor y zozobra en la población, merman las perspectivas de una participación amplia y espontánea.
En suma, la jornada electoral de hoy se desarrollará con márgenes de certeza y credibilidad por demás estrechos. De persistir esta tendencia, que es en sí misma un indicador del estancamiento –si no es que del retroceso– en el desarrollo democrático de México, se corre el riesgo de que el país asista, en los comicios federales de 2012, a un escenario aun peor que el vivido en 2006, cuando la elección presidencial, lejos de culminar una transición exitosa a la normalidad democrática, multiplicó y profundizó los factores de polarización política y social, y exhibió, en toda su crudeza, los límites de un sistema político que, según puede verse, no da para más.
Las elecciones que se realizan hoy en 14 entidades de la República, en las que se renovarán congresos locales, alcaldías y 12 gubernaturas, ocurren en un contexto particularmente adverso. Al creciente y generalizado descrédito institucional, particularmente el de los organismos electorales, se suma la profundización de la crisis de representatividad del sistema político vigente, y el avance de la incertidumbre y el desasosiego de la población como consecuencia de la violencia y la inseguridad pública.
Un elemento de contexto insoslayable es la renuncia de Arely Gómez González a la titularidad de la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales, ocurrida el pasado miércoles. Que la instancia encargada de fiscalizar y perseguir los delitos electorales quede acéfala a cuatro días de los comicios sería inaceptable y preocupante en cualquier contexto, pero en el actual convergen, además, un desaseo político generalizado y la proliferación de conductas que pueden ser consideradas como violatorias de los códigos en esa materia.
En días recientes, la intensificación de la presencia mediática del titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón –quien ligó tres cadenas nacionales en una semana para resaltar los logros estadísticos de su administración–, presentó a la opinión pública la imagen de un gobernante volcado a hacer proselitismo en favor de su partido. Por su parte, las distintas fuerzas políticas han adoptado como estrategia casi única el descrédito y el golpeteo de los adversarios por distintos medios, entre los que destacan el establecimiento de alianzas partidistas sin otro fundamento que el pragmatismo político, la aplicación exasperante de las tácticas de guerra sucia y el empleo indebido de recursos gubernamentales en las campañas.
Este desgaste institucional y de representatividad bastaría por sí solo para minar el ánimo del electorado, pero la jornada de hoy está marcada además por la irrupción de la violencia y la criminalidad, como se expresa en el asesinato de aspirantes a diversos cargos y personeros políticos, entre los que destaca el del abanderado priísta al gobierno de Tamaulipas, Rodolfo Torre Cantú, ocurrido el pasado lunes. Tales hechos, además de constituir crímenes condenables que desmienten la prédica oficial del debilitamiento de la delincuencia organizada, alteran en forma inevitable el escenario electoral y el veredicto popular, por cuanto restringen a la ciudadanía la libertad de designar a sus gobernantes y sus representantes y, al agudizar el sentir de temor y zozobra en la población, merman las perspectivas de una participación amplia y espontánea.
En suma, la jornada electoral de hoy se desarrollará con márgenes de certeza y credibilidad por demás estrechos. De persistir esta tendencia, que es en sí misma un indicador del estancamiento –si no es que del retroceso– en el desarrollo democrático de México, se corre el riesgo de que el país asista, en los comicios federales de 2012, a un escenario aun peor que el vivido en 2006, cuando la elección presidencial, lejos de culminar una transición exitosa a la normalidad democrática, multiplicó y profundizó los factores de polarización política y social, y exhibió, en toda su crudeza, los límites de un sistema político que, según puede verse, no da para más.
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