Desvanecimiento de la izquierda partidista.
Editorial de la Jornada
En las elecciones realizadas el pasado domingo en 14 entidades de la República –en las que se renovaron 12 gubernaturas estatales y otros cargos de elección popular– las izquierdas partidistas presentaron, en casi todos los casos, candidaturas en alianza con el partido que gobierna en el ámbito federal y con fuerzas como Nueva Alianza y el Verde Ecologista. En el caso de Chihuahua, el Partido del Trabajo (PT) se alió al Revolucionario Institucional. En otras entidades, el PT, Convergencia y el Partido de la Revolución Democrática (PRD) se ciñeron a la lógica de derrotar los cacicazgos” priístas y formaron coaliciones con Acción Nacional.
Con la excepción de la elección en Oaxaca, donde la izquierda electoral confluyó con movimientos sociales diversos en la candidatura de Gabino Cué –a la que se sumó posteriormente el Partido Acción Nacional (PAN)–, y donde puede reclamar, tras el triunfo de su aspirante, cierta presencia programática, en otros comicios las fuerzas progresistas del país se supeditaron al PAN –por la vía de las alianzas– e incluso al PRI, habida cuenta de que muchos de los candidatos a los que respaldaron, como los aspirantes a las gubernaturas de Puebla y Sinaloa, proceden de ese partido. Desdibujaron con ello sus propios estatutos, plataformas y programas y ejercieron, en el mejor de los casos, un papel meramente testimonial, tanto en las victorias como en las derrotas.
Para las dirigencias nacionales y estatales de las fuerzas políticas de izquierda los resultados obtenidos en Sinaloa y Puebla en coalición con Acción Nacional podrán ser calificados de “exitosos” y de “victorias incuestionables”, como ha expresado en horas recientes el dirigente nacional del sol azteca, Jesús Ortega. No lo son, sin embargo, para los simpatizantes de esos partidos ni para la ciudadanía en general: en la primera de esas entidades, el triunfo electoral de Mario López Valdez, Malova, equivale a la continuidad de los regímenes priístas bajo otras siglas y colores; en la segunda, la elección de Rafael Moreno Valle incrementa las posiciones de poder bajo control del grupo que dirige al Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), grupo que es, junto con los cacicazgos tradicionales afiliados al priísmo, una de las principales rémoras para la democratización efectiva del país.
A posteriori ha quedado en evidencia que la decisión de las organizaciones políticas de izquierda de aliarse con sus adversarios naturales no sólo constituye un ejemplo de incompatibilidad ideológica y programática y de pragmatismo electorero; también deriva en un debilitamiento de esas organizaciones en el mapa electoral: salvo en los casos de Veracruz y Quintana Roo, los tres institutos políticos que integran el Diálogo para la Reconstrucción de México (Dia) fueron incapaces de presentar candidaturas comunes, y en ningún caso pudieron ganar algo como fuerzas independientes.
El escenario que se comenta se vuelve tanto más desolador si se toma en cuenta que el PRD, el PT y Convergencia habrían podido obtener un importante capital electoral del descontento que recorre el país ante los desastrosos resultados que la administración federal en curso ha entregado en los ámbitos económico, social, institucional y de seguridad pública. En efecto, las derrotas del panismo gobernante en los comicios del 4 de julio se explican, en buena medida, como resultado del desgaste por el ejercicio del poder; la izquierda partidista, en cambio, no puede enarbolar ni siquiera una excusa semejante.
En suma, la jornada cívica del pasado domingo deja como saldo un desvanecimiento grave y preocupante de organismos políticos que debieran estar al servicio de la transformación social del país y que hoy por hoy se muestran, en cambio, sumidos en la crisis de representatividad que aqueja al conjunto de la clase política e inmersos en una ausencia de causas, banderas y fines distintos a la conquista y la preservación de posiciones de poder y de los presupuestos que otorgan las instituciones electorales.
En las elecciones realizadas el pasado domingo en 14 entidades de la República –en las que se renovaron 12 gubernaturas estatales y otros cargos de elección popular– las izquierdas partidistas presentaron, en casi todos los casos, candidaturas en alianza con el partido que gobierna en el ámbito federal y con fuerzas como Nueva Alianza y el Verde Ecologista. En el caso de Chihuahua, el Partido del Trabajo (PT) se alió al Revolucionario Institucional. En otras entidades, el PT, Convergencia y el Partido de la Revolución Democrática (PRD) se ciñeron a la lógica de derrotar los cacicazgos” priístas y formaron coaliciones con Acción Nacional.
Con la excepción de la elección en Oaxaca, donde la izquierda electoral confluyó con movimientos sociales diversos en la candidatura de Gabino Cué –a la que se sumó posteriormente el Partido Acción Nacional (PAN)–, y donde puede reclamar, tras el triunfo de su aspirante, cierta presencia programática, en otros comicios las fuerzas progresistas del país se supeditaron al PAN –por la vía de las alianzas– e incluso al PRI, habida cuenta de que muchos de los candidatos a los que respaldaron, como los aspirantes a las gubernaturas de Puebla y Sinaloa, proceden de ese partido. Desdibujaron con ello sus propios estatutos, plataformas y programas y ejercieron, en el mejor de los casos, un papel meramente testimonial, tanto en las victorias como en las derrotas.
Para las dirigencias nacionales y estatales de las fuerzas políticas de izquierda los resultados obtenidos en Sinaloa y Puebla en coalición con Acción Nacional podrán ser calificados de “exitosos” y de “victorias incuestionables”, como ha expresado en horas recientes el dirigente nacional del sol azteca, Jesús Ortega. No lo son, sin embargo, para los simpatizantes de esos partidos ni para la ciudadanía en general: en la primera de esas entidades, el triunfo electoral de Mario López Valdez, Malova, equivale a la continuidad de los regímenes priístas bajo otras siglas y colores; en la segunda, la elección de Rafael Moreno Valle incrementa las posiciones de poder bajo control del grupo que dirige al Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), grupo que es, junto con los cacicazgos tradicionales afiliados al priísmo, una de las principales rémoras para la democratización efectiva del país.
A posteriori ha quedado en evidencia que la decisión de las organizaciones políticas de izquierda de aliarse con sus adversarios naturales no sólo constituye un ejemplo de incompatibilidad ideológica y programática y de pragmatismo electorero; también deriva en un debilitamiento de esas organizaciones en el mapa electoral: salvo en los casos de Veracruz y Quintana Roo, los tres institutos políticos que integran el Diálogo para la Reconstrucción de México (Dia) fueron incapaces de presentar candidaturas comunes, y en ningún caso pudieron ganar algo como fuerzas independientes.
El escenario que se comenta se vuelve tanto más desolador si se toma en cuenta que el PRD, el PT y Convergencia habrían podido obtener un importante capital electoral del descontento que recorre el país ante los desastrosos resultados que la administración federal en curso ha entregado en los ámbitos económico, social, institucional y de seguridad pública. En efecto, las derrotas del panismo gobernante en los comicios del 4 de julio se explican, en buena medida, como resultado del desgaste por el ejercicio del poder; la izquierda partidista, en cambio, no puede enarbolar ni siquiera una excusa semejante.
En suma, la jornada cívica del pasado domingo deja como saldo un desvanecimiento grave y preocupante de organismos políticos que debieran estar al servicio de la transformación social del país y que hoy por hoy se muestran, en cambio, sumidos en la crisis de representatividad que aqueja al conjunto de la clase política e inmersos en una ausencia de causas, banderas y fines distintos a la conquista y la preservación de posiciones de poder y de los presupuestos que otorgan las instituciones electorales.
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