El Presidente en campaña
Adolfo Sánchez Rebolledo / La Jornada
El gobierno de Felipe Calderón sigue alejándose de la tierra firme de la atención a sus responsabilidades concretas y comienza a navegar en las aguas de la sucesión presidencial conforme a sus propios designios. El horizonte prometido en 2006 se achica sin remedio. Las grandes reformas imaginadas en los cuartos de mando de la elite se estrellaron contra las duras realidades de un país que requiere cambios de fondo pero está cansado de darles cartas en blanco a sus presidentes para que éstos hagan y deshagan sin responsabilidad alguna. Calderón arribó al poder en medio de una grave crisis política y se irá sin resolverla, dejando al país en una suerte de empantanamiento de fuerzas que expresa, según la interpretación de Gustavo Gordillo, la decadencia de un régimen que fue incapaz de autorreformarse para no tocar los arreglos de poder, una restauración amparada en la eficacia del conservadurismo agazapado bajo la crisis de las instituciones y los partidos.
La hora marca la confusión entre política y administración para servir a los fines instrumentales que marcan los tiempos del Ejecutivo: ya no se trata de cumplir con el programa de 2006, cuestionado por la crisis; ni siquiera de aterrizar la guerra contra el narcotráfico, razón de ser casi exclusiva del empeño presidencial, sino de prepararse para disputar el poder en 2012. Calderón ha tomado conciencia personal de lo que para él podría significar entregarle la estafeta a otro partido, luego de dos sexenios de hegemonía panista. No quiere pagar los platos rotos del foxismo y los suyos, que no son pocos, aunque sabe –porque así se lo indica su propia experiencia personal– que aun en las peores circunstancias, entre su partido y el sector “modernizador” del PRI hay un amplio margen para la colaboración y el consenso que, llegado a cierto nivel, trasciende las diferencias entre los políticos profesionales. Por eso, acaso, refiere, Calderón acepta que no tendría problemas para colocar la banda presidencial a un priísta, “aunque está por verse” si ese partido gana las elecciones en 2012.
En cambio, sin rubor alguno admite –desde la investidura presidencial, con la banda tricolor cruzada al pecho– que la frase autoritaria, antidemocrática, la que resumió todas las fobias de la derecha contra la opción de izquierda, al definir a López Obrador como “un peligro para México, es cierta, válida y era lo que pensábamos 15 millones de mexicanos”. Sin el menor asomo de autocrítica, el Presidente vuelve al pasado para impedir ambigüedades interpretativas. López Obrador, dijo, “le hizo un daño terrible a México con su campaña de rencor y odio antes y después de las elecciones”. Nótese la precisión: antes y después de las elecciones. ¿No fue antes de las elecciones cuando el gobierno panista decidió impedir la candidatura de AMLO mediante el desafuero? ¿No fue la guerra mediática el eje de una campaña basada en el miedo y la mentira? ¿No fue la intervención del tribunal la que dejó en la impunidad la intervención de Fox para torcer los resultados? Pues bien, Felipe Calderón vuelve a ser el candidato que nunca se extingue, pero ahora más amenazante, desde Los Pinos. No puede evitarlo. La política se mueve en función de los intereses en juego, pero se teje con historias y ambiciones personales que tienen como hilo cierto sentido de la trascendencia histórica al que no renuncian los que han vivido bajo el palio del poder presidencial.
El Presidente está dolido por la campaña contra las alianzas entre el PRD y el PAN que López Obrador ha emprendido en el estado de México. Y finge que le molesta que el hipotético éxito electoral no se traduzca en acuerdos legislativos de mayor calado. Ve inconsecuente que el PAN vaya con la izquierda a las urnas y, luego, en el Congreso rechace las iniciativas oficiales. Pero está en campaña. Por eso sale todos los días a confirmar que él es el responsable de las acciones de su gobierno, aun de aquellas que podrían debilitarlo. Con la lealtad por delante, ratifica su confianza en Juan Molinar Horcasitas y, al mismo tiempo, recupera la batuta para dejar asentado (ante su propio partido y los concesionarios) que no hay error alguno en su juego. Otra cosa es que las empresas beneficiadas traduzcan el privilegio obtenido en respaldo sustantivo, no ya al gobierno saliente –lo cuál harán–, sino al delfín del segundo mandatario panista, lo cual ya es más complicado, pues como todo el mundo puede ver y escuchar, la “fábrica de sueños” ya ha montado un adoratorio para el aspirante diseñado como “el mejor”.
Felipe Calderón no está dispuesto a reconocer que los grandes errores del gobierno, más allá de la impericia, provienen de su interpretación errónea de la realidad, de la defensa de ciertos privilegios o de un ensordecimiento grave producido por el ruido de fondo del presidencialismo en un entorno de crisis no aceptada. El michoacanazo, así como el intento de someter al diputado Godoy a un juicio de procedencia, no pueden ser más reveladores de a) el uso político de la procuración de justicia y b) el desaseo de la autoridad para cumplir y hacer cumpir la ley, en tanto persiste la creencia de que la justicia es “buena” si coincide con el veredicto emitido por la multitud anónima registrada en las encuestas. Habrá que estar muy atentos a lo que ocurra en San Lázaro, pues el Presidente no cejará en el intento de salir indemne –si eso a estas alturas fuera posible– de este escandaloso episodio. En vez de acercarnos al prometido imperio de la legalidad seguimos inmersos en el reino del prejuicio, de la arbitrariedad que favorece la mano dura y, en definitiva, la impunidad. La campaña presidencial de 2012 está en marcha.
Adolfo Sánchez Rebolledo / La Jornada
El gobierno de Felipe Calderón sigue alejándose de la tierra firme de la atención a sus responsabilidades concretas y comienza a navegar en las aguas de la sucesión presidencial conforme a sus propios designios. El horizonte prometido en 2006 se achica sin remedio. Las grandes reformas imaginadas en los cuartos de mando de la elite se estrellaron contra las duras realidades de un país que requiere cambios de fondo pero está cansado de darles cartas en blanco a sus presidentes para que éstos hagan y deshagan sin responsabilidad alguna. Calderón arribó al poder en medio de una grave crisis política y se irá sin resolverla, dejando al país en una suerte de empantanamiento de fuerzas que expresa, según la interpretación de Gustavo Gordillo, la decadencia de un régimen que fue incapaz de autorreformarse para no tocar los arreglos de poder, una restauración amparada en la eficacia del conservadurismo agazapado bajo la crisis de las instituciones y los partidos.
La hora marca la confusión entre política y administración para servir a los fines instrumentales que marcan los tiempos del Ejecutivo: ya no se trata de cumplir con el programa de 2006, cuestionado por la crisis; ni siquiera de aterrizar la guerra contra el narcotráfico, razón de ser casi exclusiva del empeño presidencial, sino de prepararse para disputar el poder en 2012. Calderón ha tomado conciencia personal de lo que para él podría significar entregarle la estafeta a otro partido, luego de dos sexenios de hegemonía panista. No quiere pagar los platos rotos del foxismo y los suyos, que no son pocos, aunque sabe –porque así se lo indica su propia experiencia personal– que aun en las peores circunstancias, entre su partido y el sector “modernizador” del PRI hay un amplio margen para la colaboración y el consenso que, llegado a cierto nivel, trasciende las diferencias entre los políticos profesionales. Por eso, acaso, refiere, Calderón acepta que no tendría problemas para colocar la banda presidencial a un priísta, “aunque está por verse” si ese partido gana las elecciones en 2012.
En cambio, sin rubor alguno admite –desde la investidura presidencial, con la banda tricolor cruzada al pecho– que la frase autoritaria, antidemocrática, la que resumió todas las fobias de la derecha contra la opción de izquierda, al definir a López Obrador como “un peligro para México, es cierta, válida y era lo que pensábamos 15 millones de mexicanos”. Sin el menor asomo de autocrítica, el Presidente vuelve al pasado para impedir ambigüedades interpretativas. López Obrador, dijo, “le hizo un daño terrible a México con su campaña de rencor y odio antes y después de las elecciones”. Nótese la precisión: antes y después de las elecciones. ¿No fue antes de las elecciones cuando el gobierno panista decidió impedir la candidatura de AMLO mediante el desafuero? ¿No fue la guerra mediática el eje de una campaña basada en el miedo y la mentira? ¿No fue la intervención del tribunal la que dejó en la impunidad la intervención de Fox para torcer los resultados? Pues bien, Felipe Calderón vuelve a ser el candidato que nunca se extingue, pero ahora más amenazante, desde Los Pinos. No puede evitarlo. La política se mueve en función de los intereses en juego, pero se teje con historias y ambiciones personales que tienen como hilo cierto sentido de la trascendencia histórica al que no renuncian los que han vivido bajo el palio del poder presidencial.
El Presidente está dolido por la campaña contra las alianzas entre el PRD y el PAN que López Obrador ha emprendido en el estado de México. Y finge que le molesta que el hipotético éxito electoral no se traduzca en acuerdos legislativos de mayor calado. Ve inconsecuente que el PAN vaya con la izquierda a las urnas y, luego, en el Congreso rechace las iniciativas oficiales. Pero está en campaña. Por eso sale todos los días a confirmar que él es el responsable de las acciones de su gobierno, aun de aquellas que podrían debilitarlo. Con la lealtad por delante, ratifica su confianza en Juan Molinar Horcasitas y, al mismo tiempo, recupera la batuta para dejar asentado (ante su propio partido y los concesionarios) que no hay error alguno en su juego. Otra cosa es que las empresas beneficiadas traduzcan el privilegio obtenido en respaldo sustantivo, no ya al gobierno saliente –lo cuál harán–, sino al delfín del segundo mandatario panista, lo cual ya es más complicado, pues como todo el mundo puede ver y escuchar, la “fábrica de sueños” ya ha montado un adoratorio para el aspirante diseñado como “el mejor”.
Felipe Calderón no está dispuesto a reconocer que los grandes errores del gobierno, más allá de la impericia, provienen de su interpretación errónea de la realidad, de la defensa de ciertos privilegios o de un ensordecimiento grave producido por el ruido de fondo del presidencialismo en un entorno de crisis no aceptada. El michoacanazo, así como el intento de someter al diputado Godoy a un juicio de procedencia, no pueden ser más reveladores de a) el uso político de la procuración de justicia y b) el desaseo de la autoridad para cumplir y hacer cumpir la ley, en tanto persiste la creencia de que la justicia es “buena” si coincide con el veredicto emitido por la multitud anónima registrada en las encuestas. Habrá que estar muy atentos a lo que ocurra en San Lázaro, pues el Presidente no cejará en el intento de salir indemne –si eso a estas alturas fuera posible– de este escandaloso episodio. En vez de acercarnos al prometido imperio de la legalidad seguimos inmersos en el reino del prejuicio, de la arbitrariedad que favorece la mano dura y, en definitiva, la impunidad. La campaña presidencial de 2012 está en marcha.
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