Brasil: elecciones trascendentales
Guillermo Almeyra
Brasil es el país más vasto (más de 8 millones de kilómetros cuadrados) y el más poblado, con 194 millones de habitantes, de América Latina. Es también el más desigual del mundo, ya que menos de uno por ciento posee la mitad de la riqueza total. Hace 500 años, cuando portugueses, holandeses y franceses comenzaron a colonizar Brasil, había una población indígena estimada entre 2 y 5 millones. Cien años después sólo quedaban 200 mil. La importación masiva de esclavos negros creó una sociedad que producía en plantaciones para exportar al mercado capitalista y marcó un capitalismo basado en la esclavitud; ésta fue abolida mucho después que en todos los países del continente y, por consiguiente, el racismo marcó profundamente también a una sociedad cuya elite es blanca (en realidad, mestiza).
Desde los años 80 del siglo pasado el país conoció un gran cambio: surgió una central sindical de masas, independiente de la dictadura militar (la CUT), y nació un partido también de masas, el Partido de los Trabajadores (PT), a partir de los sindicatos, las organizaciones campesinas y las comunidades eclesiales de base, con apoyo de las izquierdas. Símbolo de este cambio fue la llegada al gobierno, en 2003, de un ex campesino mestizo del seco nordeste, emigrado a la ciudad y convertido en tornero y sindicalista. Aunque no cambió la estructura económica y social ni la política neoliberal aplicada por los gobiernos anteriores, orientados por el FMI, introdujo modificaciones sociales significativas, sobre todo para los más pobres, y sustituyó el personal político del aparato estatal.
Cincuenta millones de brasileños, sobre todo nordestinos, escaparon así del hambre y de la miseria y comenzaron a tener algo, además de derechos y dignidad. Las clases medias urbanas sufrieron, en cambio, los efectos de la continuidad esencial de las políticas que favorecen al capital financiero y a la agroindustria exportadora que, en algunos casos, redujeron los ingresos reales (como en el de los funcionarios públicos). Al mismo tiempo, el PT se transformó, ya que su virtual fusión con el aparato estatal, ocupando en él cargos decisivos, favoreció el desarrollo de la corrupción y del ala más conservadora y partidaria de aceptar todo tipo de concesiones para obtener puestos en los centros de poder.
Parafraseando a las feministas que alegan justamente que ninguna mujer nace para puta, se puede decir que nadie nace tampoco para burócrata. La burocracia es una casta intermediaria y parasitaria que se desarrolla al inflar artificialmente el aparato estatal gracias al clientelismo político (te doy un puestito y me das tu voto). Es posible porque hay una aceptación generalizada de la idea de que el aparato estatal pertenece al que lo ocupa y, por tanto, puede poner en él gente segura, y porque no hay control democrático masivo sobre el funcionamiento del mismo.
Los sindicalistas y los militantes que ingresan al aparato estatal supuestamente para reorientarlo y dirigirlo, son tragados por la lógica burguesa de aquél y tentados por los privilegios individuales y de camarilla. La única vacuna contra ese mal es una sólida concepción ética anticapitalista.
Pero el PT nació como la suma de sindicalistas combativos, socialcristianos, demócratas antidictatoriales, ex maoístas, ex stalinistas y ex trotskistas, y no tenía orientación anticapitalista ni formación ética propia. Lula jamás dijo que era anticapitalista o socialista, y quienes le atribuyeron a él y al PT esa línea se desilusionaron porque se habían ilusionado previamente. El PT y su gobierno fueron y son reformistas favorables a los más pobres, pero no enemigos del gran capital. Por eso Plinio Sampaio, ex dirigente del PT y viejo luchador social, candidato del PSOL –Partido Socialismo y Libertad–, que ataca a Lula por la izquierda, recogerá menos votos que en el pasado. Y por eso Lula mantiene más de 82 por ciento de aprobación y es capaz de transmitir ese apoyo a una tecnócrata hasta hace poco casi desconocida, Dilma Roussef, que a pesar del handicap de ser mujer y ex guerrillera maoísta sucederá casi seguramente al ex sindicalista y ex campesino sin tierra en la presidencia de un país racista y conservador.
Y el propio PT, a pesar de que se comprobaron casos de corrupción, probablemente reforzará su presencia en todos los niveles (se vota para renovar la mitad de las cámaras, además de los gobernadores, y hoy el PT sólo tiene 80 diputados de 513).
Ante este apoyo popular creciente y ante la división de la burguesía antilulista y la crisis de la ultraizquierda, lo más probable es que si Dilma triunfa, reforzando su aparato, continúe la política de Lula pero buscando llevar al PT más hacia el centroderecha, incorporándole sus aliados oportunistas de todo tipo. En tal caso, los movimientos sociales que le dan apoyo crítico podrían reconsiderar su actitud si esa política tuviese resultados sociales inmediatos aún menos favorables que los actuales.
Los sectores de las clases medias que abandonaron la oposición porque ésta es descaradamente derechista, no le dan a Dilma un voto de esperanza y podrían volver a quitárselo ante cualquier cambio importante en la situación social o internacional. De todos modos, el triunfo de una mujer ex guerrillera, por moderada que sea, será un éxito indirecto de los trabajadores brasileños y latinoamericanos, y reforzará el Mercosur, la Unasur y las tendencias integracionistas y antimperialistas en la región.
Guillermo Almeyra
Brasil es el país más vasto (más de 8 millones de kilómetros cuadrados) y el más poblado, con 194 millones de habitantes, de América Latina. Es también el más desigual del mundo, ya que menos de uno por ciento posee la mitad de la riqueza total. Hace 500 años, cuando portugueses, holandeses y franceses comenzaron a colonizar Brasil, había una población indígena estimada entre 2 y 5 millones. Cien años después sólo quedaban 200 mil. La importación masiva de esclavos negros creó una sociedad que producía en plantaciones para exportar al mercado capitalista y marcó un capitalismo basado en la esclavitud; ésta fue abolida mucho después que en todos los países del continente y, por consiguiente, el racismo marcó profundamente también a una sociedad cuya elite es blanca (en realidad, mestiza).
Desde los años 80 del siglo pasado el país conoció un gran cambio: surgió una central sindical de masas, independiente de la dictadura militar (la CUT), y nació un partido también de masas, el Partido de los Trabajadores (PT), a partir de los sindicatos, las organizaciones campesinas y las comunidades eclesiales de base, con apoyo de las izquierdas. Símbolo de este cambio fue la llegada al gobierno, en 2003, de un ex campesino mestizo del seco nordeste, emigrado a la ciudad y convertido en tornero y sindicalista. Aunque no cambió la estructura económica y social ni la política neoliberal aplicada por los gobiernos anteriores, orientados por el FMI, introdujo modificaciones sociales significativas, sobre todo para los más pobres, y sustituyó el personal político del aparato estatal.
Cincuenta millones de brasileños, sobre todo nordestinos, escaparon así del hambre y de la miseria y comenzaron a tener algo, además de derechos y dignidad. Las clases medias urbanas sufrieron, en cambio, los efectos de la continuidad esencial de las políticas que favorecen al capital financiero y a la agroindustria exportadora que, en algunos casos, redujeron los ingresos reales (como en el de los funcionarios públicos). Al mismo tiempo, el PT se transformó, ya que su virtual fusión con el aparato estatal, ocupando en él cargos decisivos, favoreció el desarrollo de la corrupción y del ala más conservadora y partidaria de aceptar todo tipo de concesiones para obtener puestos en los centros de poder.
Parafraseando a las feministas que alegan justamente que ninguna mujer nace para puta, se puede decir que nadie nace tampoco para burócrata. La burocracia es una casta intermediaria y parasitaria que se desarrolla al inflar artificialmente el aparato estatal gracias al clientelismo político (te doy un puestito y me das tu voto). Es posible porque hay una aceptación generalizada de la idea de que el aparato estatal pertenece al que lo ocupa y, por tanto, puede poner en él gente segura, y porque no hay control democrático masivo sobre el funcionamiento del mismo.
Los sindicalistas y los militantes que ingresan al aparato estatal supuestamente para reorientarlo y dirigirlo, son tragados por la lógica burguesa de aquél y tentados por los privilegios individuales y de camarilla. La única vacuna contra ese mal es una sólida concepción ética anticapitalista.
Pero el PT nació como la suma de sindicalistas combativos, socialcristianos, demócratas antidictatoriales, ex maoístas, ex stalinistas y ex trotskistas, y no tenía orientación anticapitalista ni formación ética propia. Lula jamás dijo que era anticapitalista o socialista, y quienes le atribuyeron a él y al PT esa línea se desilusionaron porque se habían ilusionado previamente. El PT y su gobierno fueron y son reformistas favorables a los más pobres, pero no enemigos del gran capital. Por eso Plinio Sampaio, ex dirigente del PT y viejo luchador social, candidato del PSOL –Partido Socialismo y Libertad–, que ataca a Lula por la izquierda, recogerá menos votos que en el pasado. Y por eso Lula mantiene más de 82 por ciento de aprobación y es capaz de transmitir ese apoyo a una tecnócrata hasta hace poco casi desconocida, Dilma Roussef, que a pesar del handicap de ser mujer y ex guerrillera maoísta sucederá casi seguramente al ex sindicalista y ex campesino sin tierra en la presidencia de un país racista y conservador.
Y el propio PT, a pesar de que se comprobaron casos de corrupción, probablemente reforzará su presencia en todos los niveles (se vota para renovar la mitad de las cámaras, además de los gobernadores, y hoy el PT sólo tiene 80 diputados de 513).
Ante este apoyo popular creciente y ante la división de la burguesía antilulista y la crisis de la ultraizquierda, lo más probable es que si Dilma triunfa, reforzando su aparato, continúe la política de Lula pero buscando llevar al PT más hacia el centroderecha, incorporándole sus aliados oportunistas de todo tipo. En tal caso, los movimientos sociales que le dan apoyo crítico podrían reconsiderar su actitud si esa política tuviese resultados sociales inmediatos aún menos favorables que los actuales.
Los sectores de las clases medias que abandonaron la oposición porque ésta es descaradamente derechista, no le dan a Dilma un voto de esperanza y podrían volver a quitárselo ante cualquier cambio importante en la situación social o internacional. De todos modos, el triunfo de una mujer ex guerrillera, por moderada que sea, será un éxito indirecto de los trabajadores brasileños y latinoamericanos, y reforzará el Mercosur, la Unasur y las tendencias integracionistas y antimperialistas en la región.
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