Editorial de la Jornada
En lo que constituye una determinación vergonzosa e impresentable, el juez Luciano Varela, del Tribunal Supremo de España, ordenó ayer la apertura de un juicio oral contra Baltasar Garzón, hasta ahora presidente de la quinta sala de la Audiencia Nacional. La sociedad española asiste, así, a una maniobra orientada a cesar a Garzón en sus funciones e impedirle, de esa forma, cualquier posibilidad de permanencia en el sistema judicial. Más grave aún, el designio de los máximos jueces de España es cerrar toda posibilidad de investigar y esclarecer los crímenes de lesa humanidad cometidos por el franquismo.
Cabe recordar que el ahora acusado Garzón inició, en meses pasados, una investigación en torno a esos crímenes y que, como consecuencia de ello, fue acusado de prevaricación por dos organizaciones ultraderechistas que recibieron asesoría del propio Varela, dato que hace ver a todo el proceso como una farsa y un linchamiento judicial, y al Tribunal Supremo como una maquinaria de encubrimiento, impunidad y complicidades entre quienes medran en las instituciones democráticas para desvirtuarlas.
Acosado por el máximo tribunal de su país, el juez de la Audiencia Nacional –célebre en el mundo por haber iniciado acciones legales contra Augusto Pinochet y otros ex dictadores militares latinoamericanos– buscó una salida mediante una solicitud de permiso para desempeñarse como asesor de la fiscalía en la Corte Penal Internacional (CPI) de La Haya. Sin embargo, a juzgar por la decisión del Tribunal Supremo, los integrantes de ese organismo han decidido cortarle a Garzón cualquier posibilidad de retirada y tratan, simple y llanamente de acabar con su carrera judicial y de inhabilitarlo por varios años.
Independientemente de los complicadísimos vericuetos legales del caso, resulta meridianamente claro que, en el proceso contra el magistrado de la Audiencia Nacional, hay un trasfondo político: contra lo que pudiera creerse, el franquismo está vivo y enquistado en las instituciones de la España contemporánea, y que ha reaccionado con ferocidad ante la amenaza de ver interrumpida la impunidad de que han disfrutado sus integrantes desde que se estableció en el país, hace ya más de tres décadas, una democracia parlamentaria en la modalidad de monarquía constitucional. Es claro también que el empeño por suspender a Garzón de sus funciones apunta a perpetuar una aberrante anomalía en cualquier régimen que se presente como democrático: la falta de esclarecimiento para crímenes de guerra que dejaron decenas de miles de muertos, muchos de los cuales aún yacen en fosas comunes en diversos puntos del territorio español, y a quienes la transición posfranquista no ha aportado justicia.
Garzón habrá de comparecer mañana en el banquillo de los acusados del Tribunal Supremo, con el telón de fondo de un país todavía dividido entre demócratas y fascistas, y serán los segundos quienes habrán de emitir el fallo. En el fondo, pues, la acusación que pesa sobre el magistrado va dirigida contra cualquiera que pretenda revisar el cruento pasado franquista, demandar justicia para sus víctimas y exigir castigo para los victimarios.
El máximo tribunal español ha defraudado a quienes creían ver en él una garantía de ecuanimidad, institucionalidad y decoro, y para contrarrestar a los franquistas que lo controlan no parece haber otra salida que la movilización social y política de esa porción de España comprometida con la democracia, la justicia y la legalidad.
En lo que constituye una determinación vergonzosa e impresentable, el juez Luciano Varela, del Tribunal Supremo de España, ordenó ayer la apertura de un juicio oral contra Baltasar Garzón, hasta ahora presidente de la quinta sala de la Audiencia Nacional. La sociedad española asiste, así, a una maniobra orientada a cesar a Garzón en sus funciones e impedirle, de esa forma, cualquier posibilidad de permanencia en el sistema judicial. Más grave aún, el designio de los máximos jueces de España es cerrar toda posibilidad de investigar y esclarecer los crímenes de lesa humanidad cometidos por el franquismo.
Cabe recordar que el ahora acusado Garzón inició, en meses pasados, una investigación en torno a esos crímenes y que, como consecuencia de ello, fue acusado de prevaricación por dos organizaciones ultraderechistas que recibieron asesoría del propio Varela, dato que hace ver a todo el proceso como una farsa y un linchamiento judicial, y al Tribunal Supremo como una maquinaria de encubrimiento, impunidad y complicidades entre quienes medran en las instituciones democráticas para desvirtuarlas.
Acosado por el máximo tribunal de su país, el juez de la Audiencia Nacional –célebre en el mundo por haber iniciado acciones legales contra Augusto Pinochet y otros ex dictadores militares latinoamericanos– buscó una salida mediante una solicitud de permiso para desempeñarse como asesor de la fiscalía en la Corte Penal Internacional (CPI) de La Haya. Sin embargo, a juzgar por la decisión del Tribunal Supremo, los integrantes de ese organismo han decidido cortarle a Garzón cualquier posibilidad de retirada y tratan, simple y llanamente de acabar con su carrera judicial y de inhabilitarlo por varios años.
Independientemente de los complicadísimos vericuetos legales del caso, resulta meridianamente claro que, en el proceso contra el magistrado de la Audiencia Nacional, hay un trasfondo político: contra lo que pudiera creerse, el franquismo está vivo y enquistado en las instituciones de la España contemporánea, y que ha reaccionado con ferocidad ante la amenaza de ver interrumpida la impunidad de que han disfrutado sus integrantes desde que se estableció en el país, hace ya más de tres décadas, una democracia parlamentaria en la modalidad de monarquía constitucional. Es claro también que el empeño por suspender a Garzón de sus funciones apunta a perpetuar una aberrante anomalía en cualquier régimen que se presente como democrático: la falta de esclarecimiento para crímenes de guerra que dejaron decenas de miles de muertos, muchos de los cuales aún yacen en fosas comunes en diversos puntos del territorio español, y a quienes la transición posfranquista no ha aportado justicia.
Garzón habrá de comparecer mañana en el banquillo de los acusados del Tribunal Supremo, con el telón de fondo de un país todavía dividido entre demócratas y fascistas, y serán los segundos quienes habrán de emitir el fallo. En el fondo, pues, la acusación que pesa sobre el magistrado va dirigida contra cualquiera que pretenda revisar el cruento pasado franquista, demandar justicia para sus víctimas y exigir castigo para los victimarios.
El máximo tribunal español ha defraudado a quienes creían ver en él una garantía de ecuanimidad, institucionalidad y decoro, y para contrarrestar a los franquistas que lo controlan no parece haber otra salida que la movilización social y política de esa porción de España comprometida con la democracia, la justicia y la legalidad.
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