Juan Diego García (especial para ARGENPRESS.info)
Todo indica que en las elecciones a celebrarse el próximo domingo en Colombia la presidencia se disputará entre dos candidatos, Santos y Mockus, aunque probablemente ninguno tendrá mayoría absoluta y será necesaria una segunda vuelta.
Todos los candidatos -a excepción del centro-izquierdista Petro- se declaran herederos del legado de Uribe Vélez por lo que hace al manejo de la economía nacional (agudamente neoliberal), la solución militar del conflicto armado y las relaciones exteriores de un alineamiento claro con Washington. Las diferencias efectivas son más bien de matices en torno a cuestiones retóricas de la ética política, en particular por parte de Mockus que se presenta como el adalid de la decencia y la honradez frente a los políticos tradicionales que la opinión pública asocia con la corrupción. El gobierno de los Estados Unidos confía en un entendimiento armonioso con el ganador, sea el anterior ministro de la defensa; sea el dos veces alcalde de la capital.
Si Santos resulta vencedor contaría con una bancada mayoritaria en congreso y senado; Mockus, por el contrario, carece de ese respaldo y se vería obligado a permanentes negociaciones con un poder efectivo que puede fácilmente convertir en nada sus promesas de combatir la corrupción y sanear la política.
Mantener la estrategia del Plan Colombia tampoco está exento de grandes dificultades con independencia de quien resulte ganador. Santos está lastrado por la guerra sucia, de la cual es el principal responsable después del mismo Uribe Vélez. A la orden de captura emitida contra él por un juez ecuatoriano por el bombardeo ilegal a su país se une la acusación al gobierno como violador de derechos humanos por parte de destacadas instituciones nacionales e internacionales, incluida la misma Organización de Naciones Unidas. Su mayor dificultad será intentar revertir esas prácticas desde el mismo estado que las ha promovido. Sobre los grupos paramilitares el control siempre ha sido escaso y los militares ya han hecho saber con toda rotundidad que no están dispuestos a pagar los platos rotos y exigen el llamado fuero militar que en la práctica no es otra cosa que asegurarse total impunidad. La actual estrategia contrainsurgente difícilmente admite correcciones importantes; su éxito depende entra otras de prácticas como el desplazamiento masivo de población (quitar el agua al pez), el terror sistemático y la eliminación física de los apoyos sociales a la insurgencia, es decir, las políticas de tierra arrasada, de “quemarlo todo, destruirlo todo”. Se asume el alto coste político (nacional e internacional) que eso conlleva y los “excesos” se justifican por los exitosos resultados que se esperan.
Tampoco son halagüeñas las perspectivas de ayuda militar estadounidense a juzgar por la propuesta de Obama de terminar con la “guerra contra el terror” que heredó de Bush. En realidad, ni los Estados Unidos ni menos Colombia parecen en condiciones de mantener el actual esfuerzo bélico. Las arcas están agotadas y la estrategia militar, fracasada, tanto aquí como en las guerras en Asia. Aún es pronto sin embargo para saber con exactitud cómo va a afectar esa nueva estrategia de Washington al compromiso con Bogotá, y sobre todo, si el Pentágono y el poderoso complejo militar-industrial no van a dejar en pura retórica esta reforma, al igual que ha ocurrido con las otras promesas del inquilino de la Casa Blanca.
El mantenimiento efectivo de la “guerra contra el terror” afectaría igualmente a Mockus, con el agravante de la manifiesta incompatibilidad de su discurso con las prácticas de las fuerzas armadas. La vieja costumbre de que “se obedece pero no se cumple” convertiría en una farsa un discurso del candidato del Partido Verde que proclama que “la vida es sagrada”. Si la nueva política exterior de Obama realmente representa un cambio Mockus tendría un margen mayor por el respaldo de Washington pero se enfrentaría a la resistencia tenaz de las fuerzas armadas y de policía.
Nada indica entonces que haya iniciativas esperanzadoras en relación a la guerra que vive Colombia desde hace más de medio siglo. Y como no es previsible una derrota de las guerrillas, ni se vislumbra la intención de iniciar un proceso de paz, la perspectiva inmediata no es otra que la continuación del conflicto.
La lucha contra la corrupción es sin duda otro de los grandes escollos para el próximo presidente, en particular si gana Mockus que se presenta como el adalid de la honradez y el modelo del manejo correcto del erario público. Santos no tendrá ciertamente mucho interés en combatir las prácticas del manejo indebido de los dineros públicos que han sido tan comunes en un gobierno del que él ha sido pieza fundamental; Mockus por su parte no ha explicado cómo piensa desmontar ese gigantesco entramado que convierte las instituciones y los partidos en verdaderas cuevas de Alí Babá. Mockus ha explicado muy poco de su programa; en realidad no ha explicado nada, más allá de abundar en un discurso lleno de buenos propósitos morales, muy útil electoralmente en un país hastiado de violencia, corrupción y descomposición social. En el fondo, Mockus sería tan solo el uribismo decente, algo que resulta casi imposible para unas fuerzas armadas acostumbradas a los privilegios y la impunidad, para el entramado burocrático y político sustentado en la corrupción y para las bases sociales del paramilitarismo (ganaderos, comerciantes, multinacionales), incrustados fuertemente en la sociedad y nada dispuestos a renunciar al retorcimiento de la ley o a la abierta violación de la misma.
No deja de sorprender que un candidato proponga con bastante éxito la honradez y el cumplimiento de la ley como su bandera principal. Mucha debe ser la descomposición social, mucha la corrupción y el deterioro de la moral pública en el país para que algo que se debería suponer en cada candidato se convierta en una oferta al electorado.
El manejo del problema paramilitar por parte de los candidatos tampoco llama al optimismo. Santos no mostró mayor interés en combatirlos mientras fue ministro de defensa y apenas se pronuncia sobre el tema. Entre otras razones porque su gobierno ha decretado oficialmente la inexistencia del fenómeno. Como presidente tendría al menos dos alternativas; o seguir utilizando a los paramilitares en la guerra sucia como se ha hecho hasta ahora, o por razones de conveniencia aniquilarlos como ya se hizo con los llamados bandoleros fruto de la violencia liberal-conservadora de los años 50. Primero se los utilizó y luego se los exterminó cuando ya eran un estorbo. Mockus parece asumir la versión oficial según la cual el paramilitarismo habría desaparecido fruto de la ley de “justicia y paz”.
Las autoridades anuncian alborozadas que en esta ocasión es posible que la participación ronde el 50% del censo electoral. Lo entienden como un record (en un país de abstención masiva y permanente desde hace al menos medio siglo) ignorando a propósito la enorme falta de legitimidad que supone para el sistema político. Ante la falta real de alternativas, frente a dos candidatos que en el fondo son las dos caras de la misma moneda, seguramente se mantendrá la abstención de las mayorías y se producirá el crecimiento de los votos en blanco, una opción que esta vez parece ganar muchos adeptos, como una forma de protesta ciudadana y de dar la espalda a un sistema que no muestra la menor señal de querer resolver los problemas del país.
Todo indica que en las elecciones a celebrarse el próximo domingo en Colombia la presidencia se disputará entre dos candidatos, Santos y Mockus, aunque probablemente ninguno tendrá mayoría absoluta y será necesaria una segunda vuelta.
Todos los candidatos -a excepción del centro-izquierdista Petro- se declaran herederos del legado de Uribe Vélez por lo que hace al manejo de la economía nacional (agudamente neoliberal), la solución militar del conflicto armado y las relaciones exteriores de un alineamiento claro con Washington. Las diferencias efectivas son más bien de matices en torno a cuestiones retóricas de la ética política, en particular por parte de Mockus que se presenta como el adalid de la decencia y la honradez frente a los políticos tradicionales que la opinión pública asocia con la corrupción. El gobierno de los Estados Unidos confía en un entendimiento armonioso con el ganador, sea el anterior ministro de la defensa; sea el dos veces alcalde de la capital.
Si Santos resulta vencedor contaría con una bancada mayoritaria en congreso y senado; Mockus, por el contrario, carece de ese respaldo y se vería obligado a permanentes negociaciones con un poder efectivo que puede fácilmente convertir en nada sus promesas de combatir la corrupción y sanear la política.
Mantener la estrategia del Plan Colombia tampoco está exento de grandes dificultades con independencia de quien resulte ganador. Santos está lastrado por la guerra sucia, de la cual es el principal responsable después del mismo Uribe Vélez. A la orden de captura emitida contra él por un juez ecuatoriano por el bombardeo ilegal a su país se une la acusación al gobierno como violador de derechos humanos por parte de destacadas instituciones nacionales e internacionales, incluida la misma Organización de Naciones Unidas. Su mayor dificultad será intentar revertir esas prácticas desde el mismo estado que las ha promovido. Sobre los grupos paramilitares el control siempre ha sido escaso y los militares ya han hecho saber con toda rotundidad que no están dispuestos a pagar los platos rotos y exigen el llamado fuero militar que en la práctica no es otra cosa que asegurarse total impunidad. La actual estrategia contrainsurgente difícilmente admite correcciones importantes; su éxito depende entra otras de prácticas como el desplazamiento masivo de población (quitar el agua al pez), el terror sistemático y la eliminación física de los apoyos sociales a la insurgencia, es decir, las políticas de tierra arrasada, de “quemarlo todo, destruirlo todo”. Se asume el alto coste político (nacional e internacional) que eso conlleva y los “excesos” se justifican por los exitosos resultados que se esperan.
Tampoco son halagüeñas las perspectivas de ayuda militar estadounidense a juzgar por la propuesta de Obama de terminar con la “guerra contra el terror” que heredó de Bush. En realidad, ni los Estados Unidos ni menos Colombia parecen en condiciones de mantener el actual esfuerzo bélico. Las arcas están agotadas y la estrategia militar, fracasada, tanto aquí como en las guerras en Asia. Aún es pronto sin embargo para saber con exactitud cómo va a afectar esa nueva estrategia de Washington al compromiso con Bogotá, y sobre todo, si el Pentágono y el poderoso complejo militar-industrial no van a dejar en pura retórica esta reforma, al igual que ha ocurrido con las otras promesas del inquilino de la Casa Blanca.
El mantenimiento efectivo de la “guerra contra el terror” afectaría igualmente a Mockus, con el agravante de la manifiesta incompatibilidad de su discurso con las prácticas de las fuerzas armadas. La vieja costumbre de que “se obedece pero no se cumple” convertiría en una farsa un discurso del candidato del Partido Verde que proclama que “la vida es sagrada”. Si la nueva política exterior de Obama realmente representa un cambio Mockus tendría un margen mayor por el respaldo de Washington pero se enfrentaría a la resistencia tenaz de las fuerzas armadas y de policía.
Nada indica entonces que haya iniciativas esperanzadoras en relación a la guerra que vive Colombia desde hace más de medio siglo. Y como no es previsible una derrota de las guerrillas, ni se vislumbra la intención de iniciar un proceso de paz, la perspectiva inmediata no es otra que la continuación del conflicto.
La lucha contra la corrupción es sin duda otro de los grandes escollos para el próximo presidente, en particular si gana Mockus que se presenta como el adalid de la honradez y el modelo del manejo correcto del erario público. Santos no tendrá ciertamente mucho interés en combatir las prácticas del manejo indebido de los dineros públicos que han sido tan comunes en un gobierno del que él ha sido pieza fundamental; Mockus por su parte no ha explicado cómo piensa desmontar ese gigantesco entramado que convierte las instituciones y los partidos en verdaderas cuevas de Alí Babá. Mockus ha explicado muy poco de su programa; en realidad no ha explicado nada, más allá de abundar en un discurso lleno de buenos propósitos morales, muy útil electoralmente en un país hastiado de violencia, corrupción y descomposición social. En el fondo, Mockus sería tan solo el uribismo decente, algo que resulta casi imposible para unas fuerzas armadas acostumbradas a los privilegios y la impunidad, para el entramado burocrático y político sustentado en la corrupción y para las bases sociales del paramilitarismo (ganaderos, comerciantes, multinacionales), incrustados fuertemente en la sociedad y nada dispuestos a renunciar al retorcimiento de la ley o a la abierta violación de la misma.
No deja de sorprender que un candidato proponga con bastante éxito la honradez y el cumplimiento de la ley como su bandera principal. Mucha debe ser la descomposición social, mucha la corrupción y el deterioro de la moral pública en el país para que algo que se debería suponer en cada candidato se convierta en una oferta al electorado.
El manejo del problema paramilitar por parte de los candidatos tampoco llama al optimismo. Santos no mostró mayor interés en combatirlos mientras fue ministro de defensa y apenas se pronuncia sobre el tema. Entre otras razones porque su gobierno ha decretado oficialmente la inexistencia del fenómeno. Como presidente tendría al menos dos alternativas; o seguir utilizando a los paramilitares en la guerra sucia como se ha hecho hasta ahora, o por razones de conveniencia aniquilarlos como ya se hizo con los llamados bandoleros fruto de la violencia liberal-conservadora de los años 50. Primero se los utilizó y luego se los exterminó cuando ya eran un estorbo. Mockus parece asumir la versión oficial según la cual el paramilitarismo habría desaparecido fruto de la ley de “justicia y paz”.
Las autoridades anuncian alborozadas que en esta ocasión es posible que la participación ronde el 50% del censo electoral. Lo entienden como un record (en un país de abstención masiva y permanente desde hace al menos medio siglo) ignorando a propósito la enorme falta de legitimidad que supone para el sistema político. Ante la falta real de alternativas, frente a dos candidatos que en el fondo son las dos caras de la misma moneda, seguramente se mantendrá la abstención de las mayorías y se producirá el crecimiento de los votos en blanco, una opción que esta vez parece ganar muchos adeptos, como una forma de protesta ciudadana y de dar la espalda a un sistema que no muestra la menor señal de querer resolver los problemas del país.
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