Editorial de la Jornada
Ayer por la mañana, el gobernador de Oaxaca, Ulises Ruiz, informó que, a consecuencia de un deslave en Santa María Tlahuitoltepec, habían muerto entre 500 y 600 personas, y 100 más se encontraban desaparecidas. Tales datos fueron desmentidos horas más tarde por el titular de Gobernación, José Francisco Blake Mora, quien señaló que el saldo real es de cuatro viviendas sepultadas y 11 desaparecidos. Para entonces la alerta del Ejecutivo estatal había movilizado ya a personal de Protección Civil y de las secretarías de Defensa Nacional, Marina y Comunicaciones y Transportes; de la Comisión Federal de Electricidad, Pemex, la Policía Federal y estatal, además de brigadas de salud del estado y rescatistas de la Cruz Roja.
Con independencia de si la conducta de Ulises Ruiz se debió a extrema ineptitud o a una intención de protagonismo político, y sin minimizar los impactos lamentables del deslave referido, la descripción alarmista de la magnitud de ese hecho constituye un acto de desinformación que linda con lo criminal: además de que se sembró pánico y zozobra en los habitantes de la región al propalar en falso la desaparición de un pueblo, o casi, el gobernante provocó, así haya sido por unas horas, la distracción de recursos humanos y materiales por demás necesarios en otras tareas, como la atención de la emergencia que se vive en distintas regiones del país tras el paso reciente de huracanes y tormentas tropicales.
Tuvo lugar, así, un desvío de medios para ejecutar acciones indispensables, y su desperdicio en falsas prioridades. El hecho referido expresa, en un grado extremadamente reprobable, una recurrente falta de claridad, en los tres niveles de gobierno para ordenar las prioridades, y una consecuente incapacidad para organizar el uso de los recursos públicos en correspondencia con las necesidades del país.
En el ámbito federal, un ejemplo de esta carencia de buen sentido es la propuesta gubernamental de reducir en más de 40 por ciento el presupuesto federal destinado a cultura, en un país urgido de ella. En contraste, el Ejecutivo, por boca del titular de Hacienda y Crédito Público, Ernesto Cordero, mantiene una empecinada defensa de los regímenes fiscales especiales que benefician a las grandes empresas, y que representan una pérdida de ingresos fiscales superior a 200 mil millones de pesos, es decir, más de 80 veces el monto que se pretende destinar a cultura.
En el alegato del gobierno federal, esa suma se destina a subsidiar una “competitivad empresarial” tan fantasmal como la catástrofe pregonada por Ulises Ruiz en Tlahuitoltepec. Por distantes que sean, ambos casos tienen un denominador común: la tendencia a gobernar de espaldas a la realidad, a manejar los recursos públicos al margen de las necesidades reales y a inventar renglones supuestamente prioritarios que resultan falsos.
El gobernador oaxaqueño pudo incurrir, con su anuncio en falso, en responsabilidades y faltas que deben ser esclarecidas. Por lo demás, su proceder en esta circunstancia ejemplifica una pauta de conducta común a buena parte de los gobernantes, representantes populares y funcionarios públicos.
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