Fabricaciones septembrinas
Carlos Fazio
Bajo el signo del miedo, septiembre ha estado cargado de augurios, especulaciones y muy pocas certezas. Tres hechos en apariencia inconexos sirvieron de marco al carnaval de patrioterismo reaccionario, militarizado y mediático de los días 15 y 16: la singular entrega pactada del presunto narcotraficante Édgar Valdez Villarreal, La Barbie; la expropiación, privatización y disneylandización rechafa del grito de Dolores en un perímetro céntrico capitalino bajo virtual estado de sitio y en medio de un gran operativo de desinformación para generar temor e inhibir la participación de la gente en la tradicional verbena popular, y las aparentemente confusas declaraciones de la secretaria de Estado estadunidense, Hillary Clinton.
No obstante, esos tres hechos –aderezado con otro suceso de ocasión: el tercer mensaje de los presuntos “Misteriosos Desaparecedores” de Diego Fernández de Cevallos– tuvieron un elemento común: abonaron a la resurrección de las tantas veces fallida fabricación mediática sobre la existencia de una narcoinsurgencia en México.
A ello apuntaron, por ejemplo, algunas de las declaraciones de La Barbie, tras el penúltimo eslabón de la cadena de montajes de Genaro García Luna producciones. Tras ser construido por las autoridades como un asesino sanguinario, Valdez se entregó sin tirar un solo tiro y se puso a cantar como jilguero, recuperando de paso otra vieja matriz de opinión consensuada por la DEA estadunidense y el gobierno del ex presidente Álvaro Uribe: la especie de que las FARC son el mayor cártel de Colombia y le surtían droga.
No deja de llamar la atención el hecho de que La Barbie, oriundo de Laredo, haya sido entrenado en Estados Unidos antes de llegar a ser hombre de confianza de Joaquín El Chapo Guzmán, Ismael El Mayo Zambada, Ignacio Nacho Coronel y Arturo Beltrán Leyva. ¿Sería un infiltrado de la DEA? ¿Respondería a eso su enigmática sonrisa? ¿Por qué su familia texana contrató un abogado seis meses antes de su singular caída? Y a propósito: ¿por qué en la docena de capturas en Pereira, Bogotá, Cali, Medellín, Buenaventura y el Distrito Federal, que siguieron a la entrega de La Barbie, no figura un solo miembro de las FARC?
Nueve días después, Hillary Clinton, quien vivió ocho años en la Casa Blanca y fue candidata presidencial en las internas del Partido Demócrata, aseveró que los cárteles de la economía criminal mexicanos se están transformando en algo semejante a una “insurgencia”, pues “controlan ciertas partes del país” y usan “carros bombas”.
Miembro del poderoso clan Clinton y entrenada como pocos para el ejercicio del poder imperial, la Clinton no cometió un lapsus al describir a México como un virtual Estado fallido en fase de colombianización. Lejos de cometer un desafortunado desliz, expresó una concepción estratégica. Repitió una matriz de opinión sembrada por el Pentágono y la Agencia Central de Inteligencia (CIA) a comienzos de la administración Obama, propia de la guerra sicológica en curso. Una matriz que en el pasado reciente ha vivido distintos momentos de intoxicación propagandística, pero que hasta ahora ha fracasado en el intento de convertir la “verdad oficial” en verdad colectiva.
Es obvio que la señora Cinton y sus asesores saben a la perfección que un movimiento insurgente (guerrillero) tiene causas políticas, sociales e ideológicas y objetivos distintos a los de las mafias criminales. Y si distorsiona la comprensión de fenómenos político-sociales y delictivos, al asimilarlos, no es por error o simple confusión. Obedece a una deliberada manufacturación dirigida a obtener determinado consenso.
Lo que se busca al utilizar el mito de la guerra de Calderón y la administración Obama contra un “enemigo interno”, elusivo pero funcional y construido ahora en clave de narcoinsurgencia (como sustituto del fantasma comunista y la subversión apátrida), es manipular las opiniones e influir en un comportamiento predeterminado del público, para lograr un alineamiento activo al régimen o su neutralización pasiva.
A ello obedeció la diseminación combinada de rumores, montajes y propaganda (blanca, gris y negra) en torno al Grito, difuminados en un “infierno” de violencia desbordada, producida por unos cárteles criminales que operan con un pie en la ilegalidad y otro en las distintas estructuras del Estado (Ejército, Marina, las distintas policías y organismos de procuración y administración de justicia, el Congreso, la clase política, las empresas con cobertura legal, etcétera).
No fue casual que el 10 de septiembre, el ex titular de la Secretaría de Gobernación Esteban Moctezuma Barragán, presidente de Fundación Azteca, editorializara sobre el inminente “resurgimiento mediático y activo de grupos guerrilleros” y aludiera, sin probarlo, a una “ampliamente registrada alianza entre el narcotráfico y la guerrilla”. Otras fuentes aventuraron el fin de la tregua del Ejército Popular Revolucionario (EPR) y se adelantaron al lanzamiento público del Movimiento Libertador del Sur, presunto brazo armado de las FARC en México. ¿Se presentarían en sociedad en el Zócalo, de allí que Calderón habilitara una zona VIP para sus amigos?
Versiones, todas, basadas en fuentes de inteligencia no identificadas, que para quienes la sembraron tienen, como uno de sus objetivos, satanizar de manera maniquea al adversario, para arrancarle todo viso de humanidad y cosificarlo, de tal modo que exterminarlo no equivalga a cometer un asesinato. Lo que explicaría la afirmación seudopresidencial “fue un pleito de pandillas”, como legitimación original de la matanza de 16 preparatorianos en Ciudad Juárez, a comienzos de año.
En el fondo, se trata de justificar una nueva vuelta de tuerca en la actual guerra antisubversiva encubierta y una mayor injerencia de comandos de elite (militares y de inteligencia) estadunidenses en el territorio nacional y su penetración en los organismos de seguridad del Estado mexicano.
Carlos Fazio
Bajo el signo del miedo, septiembre ha estado cargado de augurios, especulaciones y muy pocas certezas. Tres hechos en apariencia inconexos sirvieron de marco al carnaval de patrioterismo reaccionario, militarizado y mediático de los días 15 y 16: la singular entrega pactada del presunto narcotraficante Édgar Valdez Villarreal, La Barbie; la expropiación, privatización y disneylandización rechafa del grito de Dolores en un perímetro céntrico capitalino bajo virtual estado de sitio y en medio de un gran operativo de desinformación para generar temor e inhibir la participación de la gente en la tradicional verbena popular, y las aparentemente confusas declaraciones de la secretaria de Estado estadunidense, Hillary Clinton.
No obstante, esos tres hechos –aderezado con otro suceso de ocasión: el tercer mensaje de los presuntos “Misteriosos Desaparecedores” de Diego Fernández de Cevallos– tuvieron un elemento común: abonaron a la resurrección de las tantas veces fallida fabricación mediática sobre la existencia de una narcoinsurgencia en México.
A ello apuntaron, por ejemplo, algunas de las declaraciones de La Barbie, tras el penúltimo eslabón de la cadena de montajes de Genaro García Luna producciones. Tras ser construido por las autoridades como un asesino sanguinario, Valdez se entregó sin tirar un solo tiro y se puso a cantar como jilguero, recuperando de paso otra vieja matriz de opinión consensuada por la DEA estadunidense y el gobierno del ex presidente Álvaro Uribe: la especie de que las FARC son el mayor cártel de Colombia y le surtían droga.
No deja de llamar la atención el hecho de que La Barbie, oriundo de Laredo, haya sido entrenado en Estados Unidos antes de llegar a ser hombre de confianza de Joaquín El Chapo Guzmán, Ismael El Mayo Zambada, Ignacio Nacho Coronel y Arturo Beltrán Leyva. ¿Sería un infiltrado de la DEA? ¿Respondería a eso su enigmática sonrisa? ¿Por qué su familia texana contrató un abogado seis meses antes de su singular caída? Y a propósito: ¿por qué en la docena de capturas en Pereira, Bogotá, Cali, Medellín, Buenaventura y el Distrito Federal, que siguieron a la entrega de La Barbie, no figura un solo miembro de las FARC?
Nueve días después, Hillary Clinton, quien vivió ocho años en la Casa Blanca y fue candidata presidencial en las internas del Partido Demócrata, aseveró que los cárteles de la economía criminal mexicanos se están transformando en algo semejante a una “insurgencia”, pues “controlan ciertas partes del país” y usan “carros bombas”.
Miembro del poderoso clan Clinton y entrenada como pocos para el ejercicio del poder imperial, la Clinton no cometió un lapsus al describir a México como un virtual Estado fallido en fase de colombianización. Lejos de cometer un desafortunado desliz, expresó una concepción estratégica. Repitió una matriz de opinión sembrada por el Pentágono y la Agencia Central de Inteligencia (CIA) a comienzos de la administración Obama, propia de la guerra sicológica en curso. Una matriz que en el pasado reciente ha vivido distintos momentos de intoxicación propagandística, pero que hasta ahora ha fracasado en el intento de convertir la “verdad oficial” en verdad colectiva.
Es obvio que la señora Cinton y sus asesores saben a la perfección que un movimiento insurgente (guerrillero) tiene causas políticas, sociales e ideológicas y objetivos distintos a los de las mafias criminales. Y si distorsiona la comprensión de fenómenos político-sociales y delictivos, al asimilarlos, no es por error o simple confusión. Obedece a una deliberada manufacturación dirigida a obtener determinado consenso.
Lo que se busca al utilizar el mito de la guerra de Calderón y la administración Obama contra un “enemigo interno”, elusivo pero funcional y construido ahora en clave de narcoinsurgencia (como sustituto del fantasma comunista y la subversión apátrida), es manipular las opiniones e influir en un comportamiento predeterminado del público, para lograr un alineamiento activo al régimen o su neutralización pasiva.
A ello obedeció la diseminación combinada de rumores, montajes y propaganda (blanca, gris y negra) en torno al Grito, difuminados en un “infierno” de violencia desbordada, producida por unos cárteles criminales que operan con un pie en la ilegalidad y otro en las distintas estructuras del Estado (Ejército, Marina, las distintas policías y organismos de procuración y administración de justicia, el Congreso, la clase política, las empresas con cobertura legal, etcétera).
No fue casual que el 10 de septiembre, el ex titular de la Secretaría de Gobernación Esteban Moctezuma Barragán, presidente de Fundación Azteca, editorializara sobre el inminente “resurgimiento mediático y activo de grupos guerrilleros” y aludiera, sin probarlo, a una “ampliamente registrada alianza entre el narcotráfico y la guerrilla”. Otras fuentes aventuraron el fin de la tregua del Ejército Popular Revolucionario (EPR) y se adelantaron al lanzamiento público del Movimiento Libertador del Sur, presunto brazo armado de las FARC en México. ¿Se presentarían en sociedad en el Zócalo, de allí que Calderón habilitara una zona VIP para sus amigos?
Versiones, todas, basadas en fuentes de inteligencia no identificadas, que para quienes la sembraron tienen, como uno de sus objetivos, satanizar de manera maniquea al adversario, para arrancarle todo viso de humanidad y cosificarlo, de tal modo que exterminarlo no equivalga a cometer un asesinato. Lo que explicaría la afirmación seudopresidencial “fue un pleito de pandillas”, como legitimación original de la matanza de 16 preparatorianos en Ciudad Juárez, a comienzos de año.
En el fondo, se trata de justificar una nueva vuelta de tuerca en la actual guerra antisubversiva encubierta y una mayor injerencia de comandos de elite (militares y de inteligencia) estadunidenses en el territorio nacional y su penetración en los organismos de seguridad del Estado mexicano.
Fuente: La Jornada
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