Editorial de la Jornada
La Conferencia Mundial de la Juventud, que se inició ayer en León, Guanajuato, es una oportunidad para hacer un breve repaso de la situación de los jóvenes en el país, así como sobre las medidas que debieran adoptarse para mejorarla.
Por principio de cuentas, e independientemente de la discusión en torno a la caracterización y el número de los jóvenes que no estudian ni trabajan –los llamados ninis–, es evidente que existe en México un déficit gigantesco de puestos de trabajo y otro, acaso igualmente grave, de plazas en las instancias públicas de educación media superior y superior. Basta, en consecuencia, con extrapolar las cifras de desempleo y de cobertura educativa con las demográficas para concluir que millones de adolescentes y de adultos jóvenes no tienen sitio en la enseñanza ni en ocupaciones productivas.
Ha de observarse, asimismo, que de los excluidos de ambos rubros sólo una minoría puede ser mantenida por sus familias, pues la grave situación económica de la mayor parte de la población no da para ello. Las preguntas obligadas son qué están haciendo los jóvenes que no figuran entre los trabajadores ni entre los estudiantes y si es posible que puedan subsistir sin ingresos.
Con los datos y las dudas arriba mencionados, resulta frívolo e insensible el exhorto formulado ayer a los jóvenes –durante la inauguración de la conferencia– por el secretario de Desarrollo Social, Heriberto Félix Guerra, a “tener liderazgo” y abstenerse de expresar quejas por el mal desempeño gubernamental: el hecho puro y duro es que para millones de mexicanos jóvenes no hay el menor margen social para el ejercicio de liderazgo, aptitudes y capacidades –no, al menos, dentro de la legalidad–, y que tal circunstancia ha sido generada por las estrategias económicas y por la falta de estrategias sociales de los gobiernos anteriores y de la administración en curso.
En el caso de los adolescentes y de los adultos jóvenes se pone en evidencia con nitidez la relación causal entre pobreza y criminalidad; como hubo de apuntarlo el funcionario citado, la segunda es, para incontables muchachas y muchachos, la única vía para escapar de la primera. Por descontado, la delincuencia no sólo es una amenaza para las perspectivas de una vida íntegra, sino también, y especialmente en el caso de los jóvenes, para la vida misma, en la medida que buena parte de los cerca de 28 mil muertos en la guerra contra la criminalidad lanzada por el actual gobierno son individuos de 30 años o menos, y entre ellos no pocos son menores de edad.
Para colmo, ser joven en el México actual implica estar situado en la mira de la ofensiva conservadora y clerical contra la educación sexual, contra los derechos reproductivos y contra el ejercicio de la identidad y las preferencias sexuales. Peor aún, muchas autoridades de los tres niveles convierten en sospechosos automáticos a los jóvenes –especialmente, a los de bajos recursos– y criminalizan por sistema sus hábitos sociales, su forma de vestir y sus formas de comunicación.
En los terrenos de la estrategia económica, la educación, la salud y las políticas sociales, es necesario un viraje que otorgue un lugar en la sociedad a la porción joven de la población en general. Hasta hoy sólo los muchachos adinerados y los de clase media pueden afirmar que el país los incluye.
La Conferencia Mundial de la Juventud, que se inició ayer en León, Guanajuato, es una oportunidad para hacer un breve repaso de la situación de los jóvenes en el país, así como sobre las medidas que debieran adoptarse para mejorarla.
Por principio de cuentas, e independientemente de la discusión en torno a la caracterización y el número de los jóvenes que no estudian ni trabajan –los llamados ninis–, es evidente que existe en México un déficit gigantesco de puestos de trabajo y otro, acaso igualmente grave, de plazas en las instancias públicas de educación media superior y superior. Basta, en consecuencia, con extrapolar las cifras de desempleo y de cobertura educativa con las demográficas para concluir que millones de adolescentes y de adultos jóvenes no tienen sitio en la enseñanza ni en ocupaciones productivas.
Ha de observarse, asimismo, que de los excluidos de ambos rubros sólo una minoría puede ser mantenida por sus familias, pues la grave situación económica de la mayor parte de la población no da para ello. Las preguntas obligadas son qué están haciendo los jóvenes que no figuran entre los trabajadores ni entre los estudiantes y si es posible que puedan subsistir sin ingresos.
Con los datos y las dudas arriba mencionados, resulta frívolo e insensible el exhorto formulado ayer a los jóvenes –durante la inauguración de la conferencia– por el secretario de Desarrollo Social, Heriberto Félix Guerra, a “tener liderazgo” y abstenerse de expresar quejas por el mal desempeño gubernamental: el hecho puro y duro es que para millones de mexicanos jóvenes no hay el menor margen social para el ejercicio de liderazgo, aptitudes y capacidades –no, al menos, dentro de la legalidad–, y que tal circunstancia ha sido generada por las estrategias económicas y por la falta de estrategias sociales de los gobiernos anteriores y de la administración en curso.
En el caso de los adolescentes y de los adultos jóvenes se pone en evidencia con nitidez la relación causal entre pobreza y criminalidad; como hubo de apuntarlo el funcionario citado, la segunda es, para incontables muchachas y muchachos, la única vía para escapar de la primera. Por descontado, la delincuencia no sólo es una amenaza para las perspectivas de una vida íntegra, sino también, y especialmente en el caso de los jóvenes, para la vida misma, en la medida que buena parte de los cerca de 28 mil muertos en la guerra contra la criminalidad lanzada por el actual gobierno son individuos de 30 años o menos, y entre ellos no pocos son menores de edad.
Para colmo, ser joven en el México actual implica estar situado en la mira de la ofensiva conservadora y clerical contra la educación sexual, contra los derechos reproductivos y contra el ejercicio de la identidad y las preferencias sexuales. Peor aún, muchas autoridades de los tres niveles convierten en sospechosos automáticos a los jóvenes –especialmente, a los de bajos recursos– y criminalizan por sistema sus hábitos sociales, su forma de vestir y sus formas de comunicación.
En los terrenos de la estrategia económica, la educación, la salud y las políticas sociales, es necesario un viraje que otorgue un lugar en la sociedad a la porción joven de la población en general. Hasta hoy sólo los muchachos adinerados y los de clase media pueden afirmar que el país los incluye.
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