Sobre mitos y tumbas
En la actual coyuntura mexicana Ciudad Juárez es el laboratorio de una violencia reguladora estatal criminal sin límites. La matanza de preparatorianos es el último eslabón de una larga cadena de ejecuciones criminales y/o extralegales que ha exterminado ya a medio millar de jóvenes considerados “desechables”. Con un agregado: militares, tropas especiales de asalto, cuerpos policiales paramilitarizados, agentes provocadores, grupos de autodefensa, escuadrones de la muerte, mafias, bandas y sicarios al servicio de los cárteles de la economía criminal han venido contribuyendo de manera acelerada, en esa ciudad de Chihuahua, a la autodestrucción social.Carlos Fazio / La Jornada
Vivimos tiempos anticivilizatorios. Cabe recordar con Horst Kurnitzky que cuando desaparecen los poderes y las alianzas que constituyen, cohesionan y mantienen unida a la sociedad, no queda nada que pueda impedir el proceso de disolución social: la sociedad se desintegra en una selva socialdarwinista; en una lucha de todos contra todos, donde sobrevive el más discreto y adaptado al medio. Anulados los sistemas civiles de protección propios de un Estado de derecho, las fronteras entre los mercados formales, informales y criminales se vuelven muy flexibles e irrumpe la violencia reguladora: los conflictos son resueltos con la fuerza de las armas. La violencia es la extrema consecuencia del principio de una economía llamada neoliberal (regida por el dios mercado), para la cual sólo vale el éxito; donde la lucha por el poder se resuelve bajo el lema “exterminar para no ser exterminado”. Ergo: el hombre enemigo del hombre. Un mundo lobo. El punto de partida es una violenta lucha de clases desatada por los de arriba, cuyo fin es la exclusión de otros grupos sociales, que tiene como marco, hoy, un proceso dinámico de creciente y extrema polarización socioeconómica.
El fenómeno no es exclusivo de Ciudad Juárez. Se verifica en muchos otros puntos de la geografía nacional. Tampoco es de ahora; viene de atrás. Y tiene que ver con un larvado proceso de privatización del poder, de la autoridad y la violencia estatales. Y también, de la (in)seguridad. El Estado abdicó de sus atribuciones soberanas y surgieron zonas extraterritoriales de seguridad, controladas casi exclusivamente por las empresas, legales e ilegales, y muchas veces criminales. De un derecho público fundamental, la seguridad personal se transformó en una mercancía. Y allí donde el Estado dejó de funcionar, aparecieron los “apartheid de la pobreza” (Peter Lock) y la vida se transformó de manera creciente en un infierno criminal controlado por individuos o bandas armadas, servicios de venta de protección y grupos de autodefensa, pero también por vengadores anónimos uniformados de los aparatos de seguridad y castrenses, que practican la justicia por propia mano u operan como agentes del terrorismo de Estado, amparados estos últimos en la genial impostura matrizada por uno de los publicistas del régimen, el renegado Joaquín Villalobos, quien sostiene que Felipe Calderón libra una guerra justa contra los malos… y la va ganando.
Parte de ese entramado, con su lógica contrainsurgente, ha sido denunciado en días recientes por la Asamblea Ciudadana Juarense y el Frente Nacional contra la Represión, para quienes “el gobierno federal encubre paramilitares y escuadrones de la muerte” (Rubén Villalpando, La Jornada, 3/2/2010). Otras voces han señalado en este diario que el Estado impulsa un “modelo juvenicida” (Víctor Quintana) y alertaron sobre una “criminalización de la juventud” (Alfredo Nateras).
El México actual se mira en el espejo colombiano. En ese país sudamericano la doctrina de la seguridad nacional arrancó en los años sesenta y se caracterizó por una alta transferencia de poderes al aparato militar y por la concentración del poder en el órgano ejecutivo, según directrices trazadas por el Pentágono para la región. Desde entonces el Estado colombiano montó una guerra contra el “enemigo interno”, y al mismo tiempo impulsó la organización paramilitar de la sociedad. Se fue dibujando así una estructura estatal ideada y concebida para el ejercicio racional, calculado y sistemático de la violencia como forma de hacer política, con visos de legalidad y apariencia de un régimen de estado de derecho.
Las facultades de investigación del estamento militar permitieron el accionar criminal del Estado, que revistió de una aparente legalidad operaciones clandestinas y encubiertas de los organismos de inteligencia. Inteligencia que sirvió para la comisión de crímenes, que quedaron impunes, retroalimentando el terrorismo de Estado. El modelo de la “guerra total” se aplicó contra la guerrilla, políticos opositores, sindicalistas y campesinos. Pero pronto el concepto de “enemigo interno” se extendió a todos los actores del “desorden total”. Indigentes, prostitutas, desempleados, gamines (pequeños ladrones) se convirtieron en blanco de asesinatos sistemáticos, fenómeno conocido bajo el nombre de “limpieza” o “eutanasia social”, que incluyó la ejecución de menores en situación de calle por escuadrones de la muerte, lo que dio origen a una nueva terminología: “niños desechables”. Siguió luego la creación estatal de “juntas de autodefensas civiles” bajo mando militar, para la ocupación de territorio y control y registro de población, que derivó en el primer gobierno del narcoparamilitarismo: el de Álvaro Uribe.
En México, mientras Juárez llora a las víctimas de la última matanza y exige justicia, Calderón ensaya un cambio de discurso demagógico y es previsible una compaña de intoxicación propagandística para “vincular a los juarenses en el combate al crimen”, como forma de encubrir su persistente intento por llevar al país hacia un régimen de excepción más caótico, violento y militarizado.
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