Hace algunos años era común increpar a los jóvenes con un "sal a la calle y encuentra un trabajo". Ahora esa exhortación no sirve para nada, pues hay 7 millones de personas de entre 15 y 24 años, que, por más que lo intentan, no logran ocuparse en los mercados laborales de América Latina, y se ven obligados a pasar los días sin oficio alguno.
Entre quienes no consiguen trabajo cunde el desaliento, y aquellos que sí cuentan con un empleo, en general lo ejercen en condiciones de informalidad, sin protección ni perspectivas.
Basta revisar los indicadores de escolaridad de cualquier país para darse cuenta de que además estamos ante una paradoja: estos jóvenes forman parte de la generación más educada que hayamos tenido con un buen porcentaje que ha ido a la universidad y tiene lógicas expectativas sobre su propio futuro en el mundo del trabajo.
El empleo de los jóvenes es un desafío político, porque cuando esas expectativas se traducen en desaliento y frustración, se hace más difícil la estabilidad de nuestras sociedades e incluso la representatividad y gobernabilidad democráticas.
Pensemos en un joven al que llaman a votar, que vota en situación de desempleado, y que años después, al repetir el proceso, sigue aún sin conseguir trabajo. ¿Cómo afecta esto su vinculación con la democracia?
Además, existe el problema de la relación con la vida laboral, pues cuando no tienen oportunidades difícilmente lograrán romper el círculo de la pobreza e internarse en una senda de trabajo decente. Estaremos desperdiciando un talento y una capacidad productiva necesaria para lograr el crecimiento económico.
Por si fuera poco, los jóvenes han sido el grupo más golpeado por la crisis del empleo de este último año. Indicadores recopilados por la Organización Internacional del Trabajo revelan que en 2009 su tasa de desempleo aumentó más que la de los adultos, mientras disminuyó su participación en los mercados laborales, lo que se atribuye en gran parte al desaliento.
Se estima que más de 600 mil jóvenes engrosaron las filas del desempleo a causa de la crisis.
En América Latina y el Caribe hay 104 millones de jóvenes que enfrentan el siguiente panorama: 34 por ciento de ellos solamente estudia; 33 por ciento sólo trabaja; 13 por ciento estudia y trabaja, y 20 por ciento no estudia ni trabaja.
Se sabe que la tasa de desempleo entre la juventud duplica la tasa general y triplica la de los adultos, una realidad global que trasciende el espacio latinoamericano. Por otro lado, es práctica habitual que sean los primeros en perder su empleo en tiempos de crisis, y los últimos en volver a trabajar cuando llega la recuperación. Sin contar que son considerados mano de obra barata, y esto suele sumirlos en condiciones laborales precarias.
Para enfrentar este desafío es necesario adoptar medidas específicamente dirigidas a generar más y mejores empleos para los jóvenes; invertir en formación profesional, incentivar el espíritu de emprender para que puedan verse también como creadores de empleo. Aquí no actúan las fuerzas invisibles de ningún tipo, porque estamos frente a problemas estructurales que sólo pueden ser abordados con acciones y políticas muy concretas.
Hay que colocar los planes de promoción del trabajo decente para los jóvenes como parte integral de las políticas públicas; se necesita fortalecer la institucionalidad que pone en práctica estas políticas; se requiere del diálogo social para hacerlas más fuertes y garantizar su éxito; es indispensable el intercambio de buenas experiencias entre las naciones.
No hay soluciones mágicas para un problema tan complejo, por eso es importante que los gobiernos nacionales, regionales y locales, sindicatos y empresarios, conjuntamente con otros actores sociales, insistan en buscar la manera de torcer esta realidad si es que de verdad queremos avanzar hacia el desarrollo.
Sin los jóvenes no vamos a lograrlo.
* Director regional de la OIT para América Latina y el Caribe
Entre quienes no consiguen trabajo cunde el desaliento, y aquellos que sí cuentan con un empleo, en general lo ejercen en condiciones de informalidad, sin protección ni perspectivas.
Basta revisar los indicadores de escolaridad de cualquier país para darse cuenta de que además estamos ante una paradoja: estos jóvenes forman parte de la generación más educada que hayamos tenido con un buen porcentaje que ha ido a la universidad y tiene lógicas expectativas sobre su propio futuro en el mundo del trabajo.
El empleo de los jóvenes es un desafío político, porque cuando esas expectativas se traducen en desaliento y frustración, se hace más difícil la estabilidad de nuestras sociedades e incluso la representatividad y gobernabilidad democráticas.
Pensemos en un joven al que llaman a votar, que vota en situación de desempleado, y que años después, al repetir el proceso, sigue aún sin conseguir trabajo. ¿Cómo afecta esto su vinculación con la democracia?
Además, existe el problema de la relación con la vida laboral, pues cuando no tienen oportunidades difícilmente lograrán romper el círculo de la pobreza e internarse en una senda de trabajo decente. Estaremos desperdiciando un talento y una capacidad productiva necesaria para lograr el crecimiento económico.
Por si fuera poco, los jóvenes han sido el grupo más golpeado por la crisis del empleo de este último año. Indicadores recopilados por la Organización Internacional del Trabajo revelan que en 2009 su tasa de desempleo aumentó más que la de los adultos, mientras disminuyó su participación en los mercados laborales, lo que se atribuye en gran parte al desaliento.
Se estima que más de 600 mil jóvenes engrosaron las filas del desempleo a causa de la crisis.
En América Latina y el Caribe hay 104 millones de jóvenes que enfrentan el siguiente panorama: 34 por ciento de ellos solamente estudia; 33 por ciento sólo trabaja; 13 por ciento estudia y trabaja, y 20 por ciento no estudia ni trabaja.
Se sabe que la tasa de desempleo entre la juventud duplica la tasa general y triplica la de los adultos, una realidad global que trasciende el espacio latinoamericano. Por otro lado, es práctica habitual que sean los primeros en perder su empleo en tiempos de crisis, y los últimos en volver a trabajar cuando llega la recuperación. Sin contar que son considerados mano de obra barata, y esto suele sumirlos en condiciones laborales precarias.
Para enfrentar este desafío es necesario adoptar medidas específicamente dirigidas a generar más y mejores empleos para los jóvenes; invertir en formación profesional, incentivar el espíritu de emprender para que puedan verse también como creadores de empleo. Aquí no actúan las fuerzas invisibles de ningún tipo, porque estamos frente a problemas estructurales que sólo pueden ser abordados con acciones y políticas muy concretas.
Hay que colocar los planes de promoción del trabajo decente para los jóvenes como parte integral de las políticas públicas; se necesita fortalecer la institucionalidad que pone en práctica estas políticas; se requiere del diálogo social para hacerlas más fuertes y garantizar su éxito; es indispensable el intercambio de buenas experiencias entre las naciones.
No hay soluciones mágicas para un problema tan complejo, por eso es importante que los gobiernos nacionales, regionales y locales, sindicatos y empresarios, conjuntamente con otros actores sociales, insistan en buscar la manera de torcer esta realidad si es que de verdad queremos avanzar hacia el desarrollo.
Sin los jóvenes no vamos a lograrlo.
* Director regional de la OIT para América Latina y el Caribe
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