Independientemente de la conveniencia y viabilidad de esas demandas, debe señalarse que éstas tienen, como elementos de contexto insoslayables, un conjunto de fehacientes demostraciones de incapacidad por parte de los distintos niveles de gobierno para hacer frente a la crisis de seguridad y a la espiral de violencia que se padece cotidianamente en Ciudad Juárez y en distintos puntos del territorio nacional. Ayer mismo, la titular de la Procuraduría General de Justicia de Chihuahua, Patricia González, aseguró que el líder del comando que perpetró la masacre del pasado domingo falleció un día después, en un enfrentamiento con militares. Tal aserto, lejos de contribuir a la tranquilidad ciudadana, exacerba la desconfianza de la población en las autoridades encargadas de esclarecer estos lamentables acontecimientos, pues deja la sensación de que éstas buscan engañar a la opinión pública nacional con el anuncio de esta muerte, y eludir así su responsabilidad de llevar a cabo una investigación seria y cabal de los hechos.
A ello deben agregarse las declaraciones inoportunas formuladas por el propio Calderón, quien aún en tierras japonesas dijo que su gobierno analiza ampliar y fortalecer su estrategia en Ciudad Juárez, con objeto de mejorar la efectividad de la acción de la justicia contra delitos de impacto tan fuertes como el que hoy repudiamos
, como si no corriera prisa por detener el baño de sangre, como si ese análisis no hubiera debido realizarse hace tres años y como si fuera necesario ampliar y fortalecer una estrategia estrechamente asociada con el incremento de la violencia, la descomposición social e institucional y el auge de la inseguridad en el país.
Un juicio semejante amerita lo expresado ayer mismo por el titular de la Secretaría de Gobernación, Fernando Gómez Mont, quien aseguró que no se dejará a su suerte a Ciudad Juárez
, en un gesto de desconocimiento, por parte de las autoridades calderonistas, sobre los orígenes y la profundidad de la descomposición social que se vive en ese punto del país: el declarante tendría que saber que la espiral de violencia en Ciudad Juárez no es nueva, sino que comenzó a destacar hace por lo menos tres lustros, con la aparición de los primeros casos de feminicidio, y que algunos de los elementos que la alimentan han sido, justamente, la inoperancia de gobiernos estatales y su gobierno municipal, así como el desinterés y el abandono sistemático al que las tres últimas presidencias –las de Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Felipe Calderón– han condenado a esa localidad y a sus habitantes, y las estrategias federales que, en lugar de atenuar la violencia, contribuyen a exacerbarla.
La falta de voluntad oficial para adoptar una visión sensata e integral en el combate a la inseguridad no sólo se evidencia con declaraciones tan inoportunas y hasta ofensivas como las comentadas, sino que se traduce, de forma mucho más cruda y sangrienta, en las miles de muertes que se han registrado en los últimos tres años en todo el territorio nacional, y en un incremento del sentir generalizado de zozobra, temor y desesperación entre la población. En suma, si el gobierno federal no despierta del estado de ensoñación en que parece encontrarse, y si no reconoce la necesidad de dar un viraje real en la actual política de seguridad, las demandas planteadas ayer por algunos de los integrantes de la sociedad juarense –que no necesariamente son medidas deseables y procedentes– será respaldada por sectores cada vez más amplios de la población, y la actual administración podría pasar a la historia como la que condujo al Estado a la claudicación de su tarea principal –la de garantizar seguridad a sus integrantes– y, de materializarse la presencia de tropas extranjeras, la que terminó de liquidar la soberanía nacional.
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