La primera reunión extraterritorial del gabinete de guerra de la administración Obama-Clinton, aquí, el pasado 23 de marzo, abrió una nueva fase en el plan de absorción política y militar de México, plasmado en la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN, 2005) e instrumentado en la Iniciativa Mérida (2007), como brazo operativo de las grandes corporaciones estadunidenses que quieren apoderarse de los recursos geoestratégicos del país.
Para que no quedara ninguna duda, después de la visita el embajador de Estados Unidos, Carlos Pascual, experto en situación de crisis y estados fallidos, exhibió su papel de procónsul, cuando en entrevista con Televisa dijo sin tapujos que la actual estrategia militar de Felipe Calderón “la hemos diseñado los dos juntos”. La afirmación genera interrogantes acerca de si se trata de una estrategia fallida, como afirman muchos, o si el plan estadunidense consistía en generar un estado de caos y violencia reguladora irracional, en el contexto de una política contrainsurgente, para colocar a México en una fase de colombianización y, de paso, debilitar y desgastar a las fuerzas armadas mexicanas para penetrarlas y subordinarlas aún más a los lineamientos del Pentágono.
La sesión relámpago en México del gabinete de seguridad estadunidense tuvo como “misión” salvaguardar los intereses patrióticos, geopolíticos y rentables del imperio. Vinieron, giraron órdenes e instrucciones a los personeros nominales del Estado cliente denominado México y se fueron. Combinando el poder duro y blando, aprovecharon al máximo la corruptibilidad y las vulnerabilidades e incompetencias de los administradores bananeros del país –al servicio de una clase política y económica en relación simbiótica con la economía criminal–, que ya no controlan parte del territorio nacional.
La aparición en bloque de los halcones de Wa-shington fue el mensaje. Un mensaje público de espaldarazo a un régimen en extremo débil. ¿Pero un mensaje a quién? ¿Qué sabrá Washington que los mexicanos no sabemos, y que lo obligó a mandar a sus pesos pesados para impedir o postergar la caída de Calderón? Porque para anunciar el “giro social” de la guerra bastaba con enviar a la cara amable del imperio, Hillary Clinton, y seguir utilizando las formas encubiertas de la dominación vía sus agentes clandestinos en México.
A corto plazo nada sabremos de la agenda oculta de Washington. Lo divulgado antes, durante y después de la visita fueron simples cortinas de humo distractivas. Como tantas veces antes, hicieron un uso consciente de los medios como difusores de la estrategia de propaganda de guerra estadunidense. Por razones tácticas o de oportunidad, postergaron el anuncio sobre la institucionalización de la Oficina Binacional de Inteligencia (OBI), ubicada en algún punto secreto del Distrito Federal, desde donde operan hace casi un año expertos de inteligencia del Pentágono, la CIA, la DEA, la FBI y otras agencias estadunidenses, en coordinación con el embajador Pascual. La propia Janet Napolitano, secretaria de Seguridad Interior, reconoció en un programa de la Radio Pública Nacional (NPR, por sus siglas en inglés) que a “pedido” de Calderón miembros del Ejército de Estados Unidos trabajan en forma “limitada” en México, poniendo a punto técnicas de inteligencia militar utilizadas en Irak y Afganistán (y antes en Colombia), en el marco de una “guerra” que según el jefe del Comando Norte de Estados Unidos, general Víctor Renuart, se prolongará 10 años.
Así como la Alianza para el Progreso de John F. Kennedy fue el brazo “social” de la contrainsurgencia que en los años 70 derivó en la Doctrina de Seguridad Nacional que introdujo el terrorismo de Estado en varios países del área, la nueva fase de militarización de México combinará el control territorial y social (guerra sucia urbana) con esporádicas acciones de inteligencia operativa y financiera para golpear de manera selectiva a algunos cárteles de la economía criminal.
En realidad, con la excusa de combatir a la “delincuencia organizada”, se aplican las directrices básicas de la guerra de baja intensidad, que combina labores de inteligencia, acción cívica, guerra sicológica y control de población. Esa doctrina cambia la naturaleza de la guerra, la hace irregular y la convierte en un embate político-ideológico. Se trata de un conflicto prolongado de desgaste, no convencional. El centro de gravedad ya no es el campo de batalla per se, sino la arena político-social.
En la nomenclatura militar, el concepto de operaciones sicológicas está relacionado, generalmente, con objetivos y herramientas que buscan influir en la conducta de la población civil, del enemigo y la propia fuerza. La guerra sicológica trata de explotar las vulnerabilidades del enemigo y sus bases de apoyo: miedos, necesidades, frustraciones. El terror paralizante (la tortura y las ejecuciones paramilitares propias de la guerra sucia) se utiliza como un instrumento político de control de las mayorías, que busca generar dependencia, intimidación e incapacitar toda proyección hacia el futuro de manera autónoma.
La propaganda (empleo deliberadamente planeado y sistemático de temas) es consustancial a la guerra sicológica, que mediante la sugestión compulsiva y técnicas afines busca alterar y controlar opiniones, ideas y valores, y en última instancia cambiar las actitudes según líneas predeterminadas. Las distintas tonalidades de la propaganda bélica (blanca, gris y negra) persiguen el ocultamiento sistemático de la realidad para imponer la verdad oficial, distorsionando o falseando datos, o bien inventando otros. Así ocurrió con los juvenicidios de Ciudad Juárez, la ejecución “ejemplar” de Beltrán Leyva en Cuernavaca, el asesinato de los dos estudiantes del Tec de Monterrey y en el caso del presunto narcomenudista capturado, torturado y ejecutado en Santa Catarina, Nuevo León.
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