La eterna orden mendicante
Javier Aranda Luna / La Jonada
Javier Aranda Luna / La Jonada
¿De qué viven los escritores? A diferencia de otros oficios el del escritor es un caso singular: requiere de otros trabajos para subsistir. Jaime Sabines, el poeta que llenaba Bellas Artes cuando leía sus versos, vendió telas para hacerse de algunos pesos. Martín Luis Guzmán, quizá nuestro mejor novelista, tuvo que ser senador, Juan Rulfo vendió llantas, Octavio Paz y Jaime Torres Bodet tuvieron que ser burócratas de tiempo completo. Álvaro Mutis hizo doblajes como el del célebre detective Eliot Ness en la serie Los Intocables y Gabriel García Márquez, Francisco Cervantes, Xavier Villaurrutia, Salvador Novo y Fernando del Paso hicieron publicidad para contar con ingresos. “Mejor mejora Mejoral”, “Atlántico, todo un océano de posibilidades”, “Estaban los tomatitos muy contentitos, cuando llegó el verdugo y los hizo jugo” y “Remoje, exprima y tienda”, son algunas de las huellas que los escritores han dejado a su paso por las agencias de publicidad.
El poeta Gabriel Zaid se ha dedicado a la elaboración de directorios telefónicos especializados desde 1973 y Elena Poniatowska y Carlos Monsiváis viven de sus conferencias y trabajos periodísticos.
¿Y no Borges fue bibliotecario y Cervantes soldado?
Un albañil vive de la construcción de las casas y los muros que levanta. Los plomeros, de las tuberías que reparan y de las redes hidráulicas que instalan. Los carpinteros fabrican sillas para sentarnos y mesas donde podemos comer o trabajar. Unos y otros viven de su trabajo y, mientras más sofisticado es (sillas curvas, bóvedas de mampostería) sus percepciones aumentan. Es difícil imaginar albañiles levantando casas por mero gusto para que las usen los transeúntes o carpinteros repartiendo gratuitamente muebles en la vía pública para que dispongan de ellos quienes los necesiten.
Al recibir el Premio Cervantes José Emilio Pacheco nos recordó que todos los escritores son, lo quieran o no, miembros de una orden mendicante. Algunos como Lope de Vega se humillan “ante los duques, condes y marqueses”. Situación que en nuestros días según el poeta “sólo ha cambiado de nombres”.
No exageró José Emilio Pacheco en su juicio. Abundan los ejemplos de escritores hundidos en la penuria: Leon Bloy vivó literalmente de la caridad de sus amigos y un invierno tuvo que quemar sus muebles para no morir de frío. Al propio José Emilio nunca se le pagó su célebre traducción de los Cuatro cuartetos de Eliot, la mejor que se ha hecho en cualquier idioma, a decir de Octavio Paz.
Cuando asistimos a un concierto, un partido de futbol, una sangrienta corrida taurina pagamos con nuestro boleto a los hombres que arrastran los toros y les despuntan los cuernos, a los técnicos en iluminación, a los deportistas que no necesitan ganar para convertirse en millonarios, a los músicos y cantantes que nos alegran la noche.
Pero a quienes escriben libros, esa especie de amigos mudos, memoria del mundo, antídoto contra la estupidez, ventana para la imaginación, pasaporte a la libertad, según Susan Sontag, o simple brújula para almas perdidas, les pagamos tan poco que uno no puede imaginar cómo algunos libros: La Biblia, el Popol Vuh o Don Quijote, siguen siendo seña de identidad de algunos pueblos.
Parece que escribir es para los verdaderos escritores un misterio, una pasión secreta que se hace pública. Y digo verdaderos porque abundan los entretainers, los novelistas sin prosa, los poetas tartamudos que como los libreros, publicistas y editores sin oficio muchas veces ganan más que aquellos que sólo ven en el lenguaje un destino: el destino de ser una voz más en el coro de la tradición de un idioma.
Después de todo, esta injusticia en el oficio de escribir que convierte a quien la practica en miembro de una orden mendicante, es quizá la mejor aliada para que los poetas, que son en verdad la voz de la tribu, sigan construyendo auténticas arquitecturas verbales para que podamos habitarlas y que el rumor de sílabas, la fuerza casi hidráulica de sus palabras, nos sigan alimentando.
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