La moralidad del altruismo
Arnoldo Kraus / La Jornada
Los desastres producidos por la naturaleza motivan muchos retos y no pocas preguntas. Cuando las catástrofes conllevan muertos, sobre todo los que llamamos inocentes –niños, viejos, pobres, enfermos–, las afrentas y las preguntas calan hondo y exigen más. Exigen de quienes cuestionan la ira de la Naturaleza” y de los que buscan explicar los ingredientes humanos que coadyuvaron a que los terremotos o los tsunamis cobraran “demasiadas” víctimas. Haití es ejemplo paradigmático del contubernio no escrito entre la “ira de la naturaleza” y el despiadado olvido en el que perviven regados por todo el mundo millones de seres humanos.
La brutal desolación de los haitianos antes del terremoto del 12 de enero, y que produjo la muerte de al menos 220 mil personas, ha aglutinado a algunos países bajo la égida de las Naciones Unidas y la batuta de Bill Clinton para reconstruir al malogrado país. La ONU ha acordado dar 5 mil 300 millones de dólares en los próximos dos años, aunque, buscarán, llegar a más largo plazo a 9 mil 900 millones. Ante la rapiña de gobernantes corruptos cualquier cifra parece insuficiente.
Las lecciones de la naturaleza son dramáticas. El sismo, y sus muertos, expusieron el brutal drama de los haitianos, cuya mayoría, nos dicen los expertos, sobreviven con menos de dos dólares diarios per cápita. No menos trascendentes son las lecciones y las preguntas que emergen cuando se observan las dantescas imágenes mostradas por la televisión: ¿por qué la humanidad no se aterra y se inculpa ante genocidios como el que vive hoy la población de Darfur y que ha cobrado alrededor de 400 mil víctimas tan inocentes como las de Haití?
El altruismo, la generosidad, o incluso la culpa, que en ocasiones es la razón del altruismo, deberían tener sólo una moralidad, no varias. Con los pobres haitianos el mundo ha mostrado su capacidad –y obligación– de ser generoso. No sólo por el dolor que evocaban las imágenes de los cadáveres anónimos cuando eran arrastrados por excavadoras a fosas comunes, sino porque Estados Unidos no desea más indocumentados de la isla, porque Francia no tiene la conciencia limpia y porque República Dominicana ya no puede absorber a más sinpapeles haitianos.
Bajo esa óptica, la de un país ya devastado antes del terremoto, y cuya cuota de muertos tras el sismo fue inmensa, precisamente por la miseria de la gente y la pobreza de las construcciones, es obligatorio preguntar las razones por las cuales la generosidad sólo se empezó a manifestar tras el terremoto. Lo que es seguro es que las palas mecánicas habrían recogido menos muertos si los dueños del mundo, y los corruptos políticos que han gobernado Haití se hubiesen preocupado “a tiempo” por sus habitantes. Otros motivos asociados con la generosidad son el sinsabor que se contagia cuando se lee la historia y el expolio al que ha sido sometido el país caribeño y la certeza de que la inmensa mayoría de los muertos fueron pobres.
Ante las tragedias provocadas por la naturaleza los medios de comunicación masiva explotan las “buenas conciencias”, tanto en forma individual como nacional. Cuando la “ira de la naturaleza” es la responsable de esas tragedias los seres humanos descubren su compromiso social. No sucede lo mismo con rubros tan cotidianos como las muertes por inanición o tan brutales como los genocidios que no han dejado de acompañarnos en las últimas décadas. ¿Por qué, a diferencia de lo que sucede con las calamidades producidas por los seres humanos, las catástrofes que produce la naturaleza sí invitan a la generosidad?
La respuesta es simple: la “ira de la naturaleza” poco tiene que ver ni con la miseria que cobra decenas de vidas inocentes, y nada que ver con lo que sucede en Darfur o con las matanzas de Ruanda o Sarajevo; en esos casos la intervención de los medios de comunicación masiva fue distinta y las “buenas conciencias” se enteraron poco de los sucesos. En las muertes producidas por seres humanos (casi) nadie mete sus manos a fondo: privan, con frecuencia, los intereses económicos.
La moralidad del altruismo debería ser unívoca y permanente. No se debe ser generoso solamente cuando la naturaleza expone las cojeras del ser humano. Apoyar la reconstrucción de Haití es obligatorio. Detener los genocidios e impedir muertes por inanición es también obligatorio. En ambos panoramas la generosidad y el compromiso ético deberían caminar de las mismas manos.
Arnoldo Kraus / La Jornada
Los desastres producidos por la naturaleza motivan muchos retos y no pocas preguntas. Cuando las catástrofes conllevan muertos, sobre todo los que llamamos inocentes –niños, viejos, pobres, enfermos–, las afrentas y las preguntas calan hondo y exigen más. Exigen de quienes cuestionan la ira de la Naturaleza” y de los que buscan explicar los ingredientes humanos que coadyuvaron a que los terremotos o los tsunamis cobraran “demasiadas” víctimas. Haití es ejemplo paradigmático del contubernio no escrito entre la “ira de la naturaleza” y el despiadado olvido en el que perviven regados por todo el mundo millones de seres humanos.
La brutal desolación de los haitianos antes del terremoto del 12 de enero, y que produjo la muerte de al menos 220 mil personas, ha aglutinado a algunos países bajo la égida de las Naciones Unidas y la batuta de Bill Clinton para reconstruir al malogrado país. La ONU ha acordado dar 5 mil 300 millones de dólares en los próximos dos años, aunque, buscarán, llegar a más largo plazo a 9 mil 900 millones. Ante la rapiña de gobernantes corruptos cualquier cifra parece insuficiente.
Las lecciones de la naturaleza son dramáticas. El sismo, y sus muertos, expusieron el brutal drama de los haitianos, cuya mayoría, nos dicen los expertos, sobreviven con menos de dos dólares diarios per cápita. No menos trascendentes son las lecciones y las preguntas que emergen cuando se observan las dantescas imágenes mostradas por la televisión: ¿por qué la humanidad no se aterra y se inculpa ante genocidios como el que vive hoy la población de Darfur y que ha cobrado alrededor de 400 mil víctimas tan inocentes como las de Haití?
El altruismo, la generosidad, o incluso la culpa, que en ocasiones es la razón del altruismo, deberían tener sólo una moralidad, no varias. Con los pobres haitianos el mundo ha mostrado su capacidad –y obligación– de ser generoso. No sólo por el dolor que evocaban las imágenes de los cadáveres anónimos cuando eran arrastrados por excavadoras a fosas comunes, sino porque Estados Unidos no desea más indocumentados de la isla, porque Francia no tiene la conciencia limpia y porque República Dominicana ya no puede absorber a más sinpapeles haitianos.
Bajo esa óptica, la de un país ya devastado antes del terremoto, y cuya cuota de muertos tras el sismo fue inmensa, precisamente por la miseria de la gente y la pobreza de las construcciones, es obligatorio preguntar las razones por las cuales la generosidad sólo se empezó a manifestar tras el terremoto. Lo que es seguro es que las palas mecánicas habrían recogido menos muertos si los dueños del mundo, y los corruptos políticos que han gobernado Haití se hubiesen preocupado “a tiempo” por sus habitantes. Otros motivos asociados con la generosidad son el sinsabor que se contagia cuando se lee la historia y el expolio al que ha sido sometido el país caribeño y la certeza de que la inmensa mayoría de los muertos fueron pobres.
Ante las tragedias provocadas por la naturaleza los medios de comunicación masiva explotan las “buenas conciencias”, tanto en forma individual como nacional. Cuando la “ira de la naturaleza” es la responsable de esas tragedias los seres humanos descubren su compromiso social. No sucede lo mismo con rubros tan cotidianos como las muertes por inanición o tan brutales como los genocidios que no han dejado de acompañarnos en las últimas décadas. ¿Por qué, a diferencia de lo que sucede con las calamidades producidas por los seres humanos, las catástrofes que produce la naturaleza sí invitan a la generosidad?
La respuesta es simple: la “ira de la naturaleza” poco tiene que ver ni con la miseria que cobra decenas de vidas inocentes, y nada que ver con lo que sucede en Darfur o con las matanzas de Ruanda o Sarajevo; en esos casos la intervención de los medios de comunicación masiva fue distinta y las “buenas conciencias” se enteraron poco de los sucesos. En las muertes producidas por seres humanos (casi) nadie mete sus manos a fondo: privan, con frecuencia, los intereses económicos.
La moralidad del altruismo debería ser unívoca y permanente. No se debe ser generoso solamente cuando la naturaleza expone las cojeras del ser humano. Apoyar la reconstrucción de Haití es obligatorio. Detener los genocidios e impedir muertes por inanición es también obligatorio. En ambos panoramas la generosidad y el compromiso ético deberían caminar de las mismas manos.
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