El presidente de Estados Unidos, Barack Obama, arribó ayer al primer aniversario de su mandato en medio de una caída sensible en sus niveles de popularidad; con los aspectos más emblemáticos de su agenda política entrampados por los intereses de la clase política y los poderes fácticos estadunidenses, y tras haber sufrido un duro revés electoral, con la derrota de su partido, el Demócrata, en la contienda por la senaduría de Massachusetts que dejó vacante Edward Kennedy con su muerte –en agosto del año pasado–, y que en adelante será ocupada por el republicano Scott Brown.
Es cierto que un aspecto positivo de los primeros 12 meses de la administración Obama es el hecho de que, pese a la imposibilidad de concretar una reforma al sistema financiero estadunidense –lo cual resulta imprescindible si se quieren corregir los vicios que condujeron a los descalabros económicos planetarios de finales de 2008–, el actual ocupante de la Casa Blanca ha procurado un manejo responsable y pulcro de las finanzas públicas del vecino país; ha mostrado disposición de anteponer el bienestar colectivo a los intereses privados, y ha logrado, en buena medida, meter en cintura a los banqueros y los grandes corporativos, mediante la adopción de medidas diversas: las restricciones impuestas a la retribución de los altos ejecutivos de los bancos asistidos por el gobierno de Washington a través del Programa de Ayuda a Activos en Problemas (TARP, por sus siglas en inglés); la creación de un "impuesto por responsabilidad en la crisis financiera" –dado a conocer la semana pasada– con el que el Ejecutivo estadunidense pretende recuperar parte del dinero invertido en el TARP, y la decisión, anunciada ayer, de no otorgar contratos públicos a las empresas identificadas como morosas fiscales.
Más allá de lo anterior, el primer año de la presidencia de Obama concluye con un saldo negativo para las perspectivas de cambio en el interior del país y con un mandatario hasta ahora incapaz de obtener el respaldo necesario para la aprobación de los componentes centrales de su programa de gobierno: es significativa, al respecto, la dificultad que ha enfrentado la reforma al sistema de salud, la cual, luego de ser aprobada por la Cámara de Representantes, podría ser obstaculizada por la bancada republicana en el Senado, que cuenta, tras el triunfo de Scott Brown en Massachussets, con los sufragios suficientes para vetarla.
Pero es en el ámbito exterior en donde se concentran los resultados más desalentadores del primer tramo de la administración Obama, toda vez que no ha podido o no ha querido abandonar el espíritu belicista y colonialista que caracterizó a su antecesor, y antes bien ha acentuado tales rasgos, como ocurre con su decisión de continuar con la invasión estadunidense en Irak y de profundizar la ofensiva bélica que su país desarrolla desde hace casi nueve años en Afganistán.
En suma, a contrapelo de las expectativas suscitadas por el arribo de Obama a la Oficina Oval, la actual administración estadunidense no ha podido revertir el desastre en que el gobierno de George W. Bush dejó sumido a la superpotencia en los terrenos político, diplomático y moral. Esto, sin duda, constituye un motivo de desencanto y frustración para los sectores liberales y progresistas de ese país que votaron por Obama y es, por supuesto, una mala noticia para las franjas de la opinión pública internacional que depositaron sus esperanzas en las promesas de "cambio" del primer afroestadunidense en ocupar la presidencia de Estados Unidos.
Es cierto que un aspecto positivo de los primeros 12 meses de la administración Obama es el hecho de que, pese a la imposibilidad de concretar una reforma al sistema financiero estadunidense –lo cual resulta imprescindible si se quieren corregir los vicios que condujeron a los descalabros económicos planetarios de finales de 2008–, el actual ocupante de la Casa Blanca ha procurado un manejo responsable y pulcro de las finanzas públicas del vecino país; ha mostrado disposición de anteponer el bienestar colectivo a los intereses privados, y ha logrado, en buena medida, meter en cintura a los banqueros y los grandes corporativos, mediante la adopción de medidas diversas: las restricciones impuestas a la retribución de los altos ejecutivos de los bancos asistidos por el gobierno de Washington a través del Programa de Ayuda a Activos en Problemas (TARP, por sus siglas en inglés); la creación de un "impuesto por responsabilidad en la crisis financiera" –dado a conocer la semana pasada– con el que el Ejecutivo estadunidense pretende recuperar parte del dinero invertido en el TARP, y la decisión, anunciada ayer, de no otorgar contratos públicos a las empresas identificadas como morosas fiscales.
Más allá de lo anterior, el primer año de la presidencia de Obama concluye con un saldo negativo para las perspectivas de cambio en el interior del país y con un mandatario hasta ahora incapaz de obtener el respaldo necesario para la aprobación de los componentes centrales de su programa de gobierno: es significativa, al respecto, la dificultad que ha enfrentado la reforma al sistema de salud, la cual, luego de ser aprobada por la Cámara de Representantes, podría ser obstaculizada por la bancada republicana en el Senado, que cuenta, tras el triunfo de Scott Brown en Massachussets, con los sufragios suficientes para vetarla.
Pero es en el ámbito exterior en donde se concentran los resultados más desalentadores del primer tramo de la administración Obama, toda vez que no ha podido o no ha querido abandonar el espíritu belicista y colonialista que caracterizó a su antecesor, y antes bien ha acentuado tales rasgos, como ocurre con su decisión de continuar con la invasión estadunidense en Irak y de profundizar la ofensiva bélica que su país desarrolla desde hace casi nueve años en Afganistán.
En suma, a contrapelo de las expectativas suscitadas por el arribo de Obama a la Oficina Oval, la actual administración estadunidense no ha podido revertir el desastre en que el gobierno de George W. Bush dejó sumido a la superpotencia en los terrenos político, diplomático y moral. Esto, sin duda, constituye un motivo de desencanto y frustración para los sectores liberales y progresistas de ese país que votaron por Obama y es, por supuesto, una mala noticia para las franjas de la opinión pública internacional que depositaron sus esperanzas en las promesas de "cambio" del primer afroestadunidense en ocupar la presidencia de Estados Unidos.
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