EU: la escalada bélica / Editrial La Jornada
Diversos sucesos ocurridos en varias regiones del mundo han confluido, entre los últimos días del año pasado y los primeros de éste, en un recrudecimiento de las tensiones internacionales relacionadas con los grupos terroristas de matriz islámica fundamentalista y con el injerencismo de Estados Unidos y Gran Bretaña en Medio Oriente y Asia Central.
El 25 de diciembre, Washington informó que había tenido lugar un intento de atentado explosivo en un vuelo de Northwest Airlines que cubría el trayecto de Amsterdam a Detroit, por un joven nigeriano que se dijo miembro de Al Qaeda. Un día después, el gobierno yemenita anunciaba que había dado muerte a "decenas" de integrantes de esa organización integrista en la provincia de Shabwa. El Pentágono y la CIA, por su parte, intensificaron los ataques con aviones no tripulados contra grupos insurgentes en Afganistán y Pakistán. El 30 de diciembre, en la provincia afgana de Khost, ocho agentes de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) estadunidense murieron, y otros tantos resultaron heridos, en un ataque suicida con explosivos que significó un duro golpe para el margen de acción de Washington en el país ocupado y que fue posteriormente reivindicado por un portavoz de la milicia talibán. Dos días más tarde, el pasado viernes, un atentado atribuido también a los talibanes causó más de un centenar de muertos y cerca de 70 heridos durante un partido de volibol que se realizaba en Peshawar, Pakistán. Ayer, las embajadas estadunidense e inglesa en Saana, la capital yemení, fueron desalojadas y clausuradas por temor a que sean blanco de ataques por parte de los grupos fundamentalistas. A este panorama han de sumarse los secuestros de varios ciudadanos españoles e italianos y de un francés en el Magreb, realizados desde finales de noviembre por células de Al Qaeda, a decir de los gobiernos europeos.
Estos hechos parecieran augurar un retorno a los peores momentos de la "guerra contra el terrorismo" lanzada por el gobierno de George W. Bush como respuesta a los atentados de Nueva York y Washington del 11 de septiembre de 2001, y que se tradujo en un periodo particularmente trágico y oscuro, con dos países invadidos por Estados Unidos, violaciones generalizadas de los derechos humanos en cuatro continentes, la construcción, por parte de Washington, de una estructura internacional para secuestrar, asesinar y torturar a sospechosos de terrorismo o de simple ideología fundamentalista, y un exasperante recorte de las libertades individuales y los derechos básicos en el propio territorio estadunidense.
Si bien el presidente Barack Obama ha tomado clara distancia del terrorismo de Estado que puso en práctica su antecesor, no ha cejado en el empeño bélico de derrotar a los talibanes afganos y paquistaníes, lo que implica una apuesta más que peligrosa en términos políticos, militares y legales: da la impresión que el nuevo ocupante de la Casa Blanca no ha comprendido la relación causal entre el intervencionismo de su país en Medio Oriente y Asia Central y el fortalecimiento de los sectores, grupos y corrientes más belicosos e irreductibles del integrismo musulmán. En efecto, tales estamentos se nutren de los agravios causados por las fuerzas de Washington en esas regiones. Bien haría Obama en reparar en un dato simple: después de más de ocho años, la mayor potencia militar y tecnológica del mundo, con sus gobiernos aliados, no ha conseguido derrotar a tales grupos; por el contrario, las ofensivas estadunidenses los han fortalecido y han propiciado su propagación por buena parte del mundo islámico.
Sería una tragedia que, a raíz de los hechos que se comentan, el mundo sufriera una involución a los criterios y a las prácticas bushianas de "combate al terrorismo". Cabe esperar que los gobernantes occidentales actúen, en esta ocasión, con sensatez y realismo, y que en vez de recurrir a los discursos obsesivos y paranoicos y a las acciones criminales del gobierno pasado, sean capaces de imaginar, proponer y emprender soluciones políticas para desactivar una confrontación en la que todos pierden, menos los accionistas de las empresas de armamento y los dirigentes del terrorismo islámico.
Diversos sucesos ocurridos en varias regiones del mundo han confluido, entre los últimos días del año pasado y los primeros de éste, en un recrudecimiento de las tensiones internacionales relacionadas con los grupos terroristas de matriz islámica fundamentalista y con el injerencismo de Estados Unidos y Gran Bretaña en Medio Oriente y Asia Central.
El 25 de diciembre, Washington informó que había tenido lugar un intento de atentado explosivo en un vuelo de Northwest Airlines que cubría el trayecto de Amsterdam a Detroit, por un joven nigeriano que se dijo miembro de Al Qaeda. Un día después, el gobierno yemenita anunciaba que había dado muerte a "decenas" de integrantes de esa organización integrista en la provincia de Shabwa. El Pentágono y la CIA, por su parte, intensificaron los ataques con aviones no tripulados contra grupos insurgentes en Afganistán y Pakistán. El 30 de diciembre, en la provincia afgana de Khost, ocho agentes de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) estadunidense murieron, y otros tantos resultaron heridos, en un ataque suicida con explosivos que significó un duro golpe para el margen de acción de Washington en el país ocupado y que fue posteriormente reivindicado por un portavoz de la milicia talibán. Dos días más tarde, el pasado viernes, un atentado atribuido también a los talibanes causó más de un centenar de muertos y cerca de 70 heridos durante un partido de volibol que se realizaba en Peshawar, Pakistán. Ayer, las embajadas estadunidense e inglesa en Saana, la capital yemení, fueron desalojadas y clausuradas por temor a que sean blanco de ataques por parte de los grupos fundamentalistas. A este panorama han de sumarse los secuestros de varios ciudadanos españoles e italianos y de un francés en el Magreb, realizados desde finales de noviembre por células de Al Qaeda, a decir de los gobiernos europeos.
Estos hechos parecieran augurar un retorno a los peores momentos de la "guerra contra el terrorismo" lanzada por el gobierno de George W. Bush como respuesta a los atentados de Nueva York y Washington del 11 de septiembre de 2001, y que se tradujo en un periodo particularmente trágico y oscuro, con dos países invadidos por Estados Unidos, violaciones generalizadas de los derechos humanos en cuatro continentes, la construcción, por parte de Washington, de una estructura internacional para secuestrar, asesinar y torturar a sospechosos de terrorismo o de simple ideología fundamentalista, y un exasperante recorte de las libertades individuales y los derechos básicos en el propio territorio estadunidense.
Si bien el presidente Barack Obama ha tomado clara distancia del terrorismo de Estado que puso en práctica su antecesor, no ha cejado en el empeño bélico de derrotar a los talibanes afganos y paquistaníes, lo que implica una apuesta más que peligrosa en términos políticos, militares y legales: da la impresión que el nuevo ocupante de la Casa Blanca no ha comprendido la relación causal entre el intervencionismo de su país en Medio Oriente y Asia Central y el fortalecimiento de los sectores, grupos y corrientes más belicosos e irreductibles del integrismo musulmán. En efecto, tales estamentos se nutren de los agravios causados por las fuerzas de Washington en esas regiones. Bien haría Obama en reparar en un dato simple: después de más de ocho años, la mayor potencia militar y tecnológica del mundo, con sus gobiernos aliados, no ha conseguido derrotar a tales grupos; por el contrario, las ofensivas estadunidenses los han fortalecido y han propiciado su propagación por buena parte del mundo islámico.
Sería una tragedia que, a raíz de los hechos que se comentan, el mundo sufriera una involución a los criterios y a las prácticas bushianas de "combate al terrorismo". Cabe esperar que los gobernantes occidentales actúen, en esta ocasión, con sensatez y realismo, y que en vez de recurrir a los discursos obsesivos y paranoicos y a las acciones criminales del gobierno pasado, sean capaces de imaginar, proponer y emprender soluciones políticas para desactivar una confrontación en la que todos pierden, menos los accionistas de las empresas de armamento y los dirigentes del terrorismo islámico.
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