sábado, 13 de noviembre de 2010

¡Basta de felipillaje!

Desfiladero


Jaime Avilés


El pasado día 10 ocurrió un incendio en la tienda departamental Coppel, lo cual provocó la muerte de seis jóvenes empleadas, quienes quedaron atrapadas. El siniestro tardó seis horas en ser controlado Leo Espinosa Foto

Enrique Coppel Luken es un peligro para México. El fuego que la noche del miércoles consumió un pequeño eslabón de su larga cadena de almacenes de ropa, muebles y baratijas, puso al descubierto algunas de sus inaceptables actividades.

Mariana López Soto, de 24 años; Carmen Selene Moreno Zazueta, de 36; Verónica Picos Bastida, de 22; Claudia Janeth Bernal Delgado, de 25 (que acababa de dar a luz); Karla Judith González Zapata, de 33, y Rosa Imelda Félix Gamboa perecieron asfixiadas por el humo en la tienda Coppel de la calle Hidalgo de Culiacán. En algunos casos, sus cuerpos se quemaron hasta carbonizarse, porque estaban encerradas entre cortinas de acero, cadenas y candados, en medio de toneladas de mercancías que ardieron con gran rapidez.

No tenían salidas de emergencia. Pese a que estuvieron llamando por celular a sus familiares para pedir auxilio, la empresa no acudió a rescatarlas. Su asesinato –al que contribuyó un estúpido vigilante, que en la calle impidió a un grupo de trabajadores de obras públicas derribar una cortina para salvarlas, pues dijo que “no podían dañar la tienda”– revela una conducta que el país no debe tolerar.

Javier Valdez Cárdenas, corresponsal de La Jornada en Culiacán, contó ayer en su crónica: “El 2 de noviembre pasado, Día de Muertos, frente a la tumba de su esposo, Karla Judith abonó a las tragedias que ya envolvían su vida: ‘Un día de estos nos vamos a quedar achicharradas’, dijo a uno de sus familiares y éste le preguntó por qué. Le explicó que de noche, en la tienda Coppel donde trabajaba, las dejaban encerradas y en caso de incendio no iban a poder salir”.

¿Moraleja? Enrique Coppel tiene almacenes en todo el país. Ergo, en cada uno de ellos, todas las noches encierra a piedra y lodo a quienes hacen el inventario de sus posesiones. Vive dentro de una ciudadela amurallada –allá le dicen “fraccionamiento exclusivo”– protegido por el Ejército. Acaso escuchará a lo lejos los tiroteos cotidianos, provocados por la guerra del hombrecito que ayudó a elevar al poder, a cambio de un negocio llamado Bancoppel. Pero no tiene llenaderas: prefiere arriesgar vidas humanas con tal de evitar que sus esclavas le roben un par de calzoncillos, mil computadoras o 100 mil cepillos de dientes, productos que, por lo demás, sin duda, están asegurados.

Este horroroso e indignante crimen es una expresión más del felipillaje que azota al país –Pasta de Conchos, guardería ABC, destrucción de Luz y Fuerza del Centro, entrega de la fibra óptica del Distrito Federal a Televisa, saqueo del IMSS, quiebra de Mexicana de Aviación, asesinato de 72 migrantes en Tamaulipas, secuestro de 10 mil indocumentados extranjeros al año, más de 30 mil víctimas de la guerra calderónica desde diciembre de 2006, devastación de ciudades y pueblos, fortalecimiento político, económico y militar de los cárteles–, pero no debe quedar impune como sin embargo y desde luego quedará. Cuando dieron la nota del incendio, los conductores de los noticieros estelares de la televisión jamás pronunciaron el nombre de Coppel.

En una sociedad democrática, en la que en lugar de un monigote hubiese un verdadero estadista al frente del Poder Ejecutivo, Enrique Coppel ya estaría detenido, la Secretaría del Trabajo habría ordenado una inspección a fondo de las condiciones laborales que imperan en las grandes cadenas de almacenes, y las instancias responsables de la seguridad de los empleados ya habrían clausurado todas las tiendas que carezcan de salidas de emergencia.

Aquí, nada de esto va a suceder. Coppel le dio a Calderón 250 mil votos. Ahora vemos que, gracias a Los Pinos y a la servidumbre lacayuna de las televisoras, disfruta, como el agente 007, de una licencia para matar.
Tlalpan: qué mello

Desfiladero se une al grupo de personas que recibieron con tristeza la noticia de la muerte de Fernando Ebrard Casaubon, un hombre joven y progresista, que luchaba por la salud pública, mientras se deterioraba la suya a causa de una enfermedad crónico-degenerativa que finalmente lo acabó a la edad de 45 años. Fan de Jesusa Rodríguez y Liliana Felipe, iba con frecuencia al Hábito, donde bromeábamos y me reclamaba por mis críticas a su carnal Marcelo.

Yo no sabía que además se llamaba Alberto, pero su buen sentido del humor le habría permitido reírse a carcajadas de la esquela que la engordadora Kellogg’s publicó, en un diario capitalino, para darle el pésame a Alberto Ebrard Casaubon, por el “sencible (sic) fallecimiento de su hermano Fernando”. Es el primer finado que recibe condolencias por su propia defunción: para que vean los estragos que provocan las zucaritas en la azotea.

En Tlalpan, mientras tanto, los vecinos observan con angustia el nombramiento de Sergio Ampudia Mello como subprocurador ambiental del GDF, un funcionario, dicen, inadecuado por ese cargo, no porque sea coleccionista de automóviles de lujo –si no los adquirió con dinero mal habido, que los disfrute en santa paz (donde la haya)–, sino porque es un decidido partidario de que se ponga en funcionamiento la gasolinera que el empresario Enrique Talavera construyó en Insurgentes Sur, a escasos centímetros de un conjunto residencial, violando todas las normas vigentes, y que el Tribunal Contencioso Administrativo (TCA), en consecuencia, ordenó clausurar y demoler.

La sentencia no se ha cumplido porque interpuso una petición de amparo en su contra, no el empresario Talavera, sino el delegado de Tlalpan, Higinio Chávez, traicionando a sus electores, que se oponen a la obra y habían logrado pararla hasta que él intervino. Lo peor del caso es que ahora Sergio Ampudia, supuesto defensor del medio ambiente y propietario de máquinas que echan humo, anda visitando a los magistrados del TCA para que den marcha atrás. Aunque la ley señala que no puede haber gasolineras a menos de 50 metros de distancia de una vivienda, Ampudia ha dicho de viva voz que le parece perfecto que exista un depósito de 45 mil litros de combustible, que puede explotar en cualquier momento –Coppel jamás pensó que se quemaría su tienda–, a seis pulgadas de una barda tras la cual conviven cientos de hombres, mujeres y niños. Lo dicho: qué mello.

No a la base de Ocotillo

Gracias a la presión de la sociedad civil, las autoridades del condado Imperial, en California, pospusieron hasta el 13 de diciembre la sesión que tenían prevista el pasado martes, para aprobar la construcción de una base de adiestramiento de paramilitares y un aeropuerto para aviones no tripulados –Predator drones, o zancudos depredadores, la nueva herramienta militar favorita del Pentágono–, a 130 kilómetros de San Diego y Tijuana.

Los drones son como papalotes artillados con ametralladoras y misiles y cuentan con una telecámara que permite, a quienes los manejan a control remoto, sobrevolar su objetivo y buscar el mejor ángulo para aniquilarlo. Tarde o temprano serán usados contra nosotros, si no nos movilizamos para sacar del poder a la mafia del felipillaje. Pero por lo pronto podemos oponernos a la edificación de la base de Ocotillo, California, escribiendo a http://enviroment.change.org/petitions/view/no_to_wind_zero. El procedimiento es muy simple: anotan su nombre y dan clic. Tan fácil como arrojar una bomba desde un dron...

jamastu@gmail.com

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