Desigualdad, productividad y WhatsApp |
Robert Reich · · · · · |
09/03/14 |
Si por ventura se preguntan ustedes por las causas que generan el enorme aumento de la desigualdad en Norteamérica, piensen en la reciente adquisición de la empresa de mensajes con telefonía móvil por Facebook.
De acuerdo con las informaciones periodísticas, Facebook ha acordado la compra de WhatsApp por 19 mil millones de dólares.
Es el mayor precio pagado en la historia por una empresa incipiente. Son 3 mil millones más que lo recogido por Facebook cuando salió al mercado, y más del doble de lo que Microsoft pagó por Skype. (Para ser precisos, 12 mil millones de esos 19 mil millones de dólares son a cuenta de acciones en Facebook, otros 4 mil millones en efectivo y 3 mil millones en forma de acciones restringidas para el personal de WhatsApp a cuatro años.)
Dado este importe gargatuesco, podría pensar que WhatsApp es una gran empresa. Pues no. Tiene 55 empleados, incluidos los dos jóvenes fundadores, Jan Koum y Brian Acton.
El valor de Whatsapp no viene de que fabrique nada. No necesita una gran organización para para distribuir sus servicios o desarrollar su estrategia.
Su valor procede de dos cosas que precisan sólo de un puñado de personas. Primero, su tecnología: un app simple y potente que permite a los usuarios enviar y recibir mensajes de texto, imagen, audio y video a través de Internet. En segundo lugar, su efecto de red. Cuanta más gente lo usa, más gente quiere y necesita usarla para poder conectarse. En esa medida, lo mismo que Facebook, está impulsado por la conectividad.
El uso Whatsapp a escala mundial se ha más que doblado en los últimos 9 meses, llegando a 450 millones de personas: y sigue creciendo en cerca de un millón de usuarios por día. El 31 de diciembre de 2013 manejó 54 mil millones de mensajes (hacienda que su servicio fuera más popular que Twitter, ahora valorado en cerca de 30 mil millones de dólares).
¿Cómo ganan dinero? El primer año de uso es gratis. Luego, los usuarios pagan una pequeña cantidad. A la escala ya alcanzada, incluso una ínfima cantidad genera enormes volúmenes de dólares. Y si entra la publicidad comercial, sus anuncios podrían ser vistos más que a través de cualquier otro medio en la historia. Ya dispone de una base de datos que podría explotarse para sacre de ella ingentes cantidades de información sobre un porcentaje significativo de la población mundial.
Los ganadores aquí son desde luego ganadores a lo grande. Los 55 empleados de WhatsApp son ahora enormemente ricos. Sus dos fundadores son ahora milmillonarios. Y los socios de la empresa de capital riesgo que los financió ha cosechado una fortuna.
¿Y nosotros, todos los demás? Somos ganadores, en el sentido de que disponemos de un modo todavía más eficiente de conectarnos.
Pero no tenemos más puestos de trabajo.
En la economía que está surgiendo no hay ya correlación entre las dimensiones de la base de consumidores y el número de empleados necesario para prestarles un servicio. Lo cierto es que la combinación tecnologías digitales y enormes efectos de red reduce drásticamente –a niveles sin ejemplo histórico— la proporción de empleados en relación con los consumidores (los 55 empleados de WhatsApp es todo lo que necesitan los 450 millones de usuarios).
Entretanto, desaparecen a ojos vistas los trabajadores de correos, los operadores de llamadas, los instaladores telefónicos, los operarios y servidores de cables, así como millones de trabajadores de a comunicación. Lo mismo que los vendedores al por menor desaparecen con Amazon, los oficinistas y las secretarias con Microsoft y los libreros y los editores de enciclopedias con Google.
La productividad sigue subiendo, como los beneficios empresariales. Pero los puestos de trabajo y los salarios no crecen. A menos que descubramos la forma de realiearlos –o de distribuir más ampliamente la ganancias—, nuestra economía no conseguirá generar suficiente demanda para sostenerse a sí misma. Y nuestra sociedad no podrá conservarse lo bastante cohesionada como para que vivamos juntos y en paz.
Robert Reich fue secretario de Trabajo de EEUU bajo la Administración Clinton. Es catedrático de Políticas Públicas en la Universidad de Berkeley. Autor de ‘Aftershock’.
Traducción para www.sinpermiso.info: Casiopea Altisench
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La descarnada
metamorfosis de los revolucionarios que se alzan contra la opresión, en
lucha por la libertad, y una vez en el poder terminan siendo lo que
combatieron, es una vieja propuesta de la literatura desde La comedia humana
de Balzac: los antiguos combatientes de las barricadas en la revolución
francesa terminan convertidos en prósperos burgueses, dueños de la
riqueza que con las armas arrebataron de otras manos. Es como si la ley
de la historia fuera ésa, que los ideales sólo pudieran subsistir en
tiempos de lucha, y empezaran fatalmente a revertirse, pervertidos por
el ejercicio del poder que tiene sus propias reglas, la peor de ellas,
convertir a los oprimidos en opresores.
Es la manera en que Alejo Carpentier nos introduce en el mundo de sus novelas. Lo maravilloso, y lo desconcertante, lo que tiene capacidad de despertar sorpresa y asombro, es esa contradicción constante de la historia, la peor de sus dialécticas, que hace de los revolucionarios tiranos, todo resultado de la convivencia de un mundo rural, antiguo, anacrónico, ecos de esclavos y gritos de encomenderos, con las pretensiones del mundo moderno, el mundo legal que fracasa siempre bajo el peso del caudillo enlutado, o adornado de charreteras. La supervivencia de aquel mundo viejo, al que nunca se come la polilla, produce el asombro. El desajuste es lo maravilloso, y es maravilloso porque es real.
En las páginas de El siglo de las luces suena el clarín de una batalla, la batalla por los derechos del hombre que encandilará la imaginación de ese héroe confuso que es Víctor Huges. La revolución francesa viene a proclamar la abolición de todos los privilegios reales, y los de casta, a anunciar algo tan peligroso y disolvente como el fin de la esclavitud. Y Huges la abolirá en Cayena y Guadalupe bajo el directorio, agente fiel de Robespierre, y la restablecerá sin parpadeos bajo el consulado, agente fiel de la restauración. Más que un agente del cambio, será en adelante un agente del poder.
El ideal resulta en desilusión porque Huges, el héroe, ahora montea con perros a los esclavos que una vez liberó. Las revoluciones son hechos históricos que desbordan la suerte de los personajes. Un péndulo que va y viene, de la luz hacia la oscuridad, repitiendo el mismo viaje desde siempre. El poder, que se vuelve contra los ideales que lo engendraron. Las revoluciones terminan en fracasos éticos y devoran a sus propios hijos, como Saturno. Y las palabras hermosas que acompañaron el despertar de los ideales siguen siendo las mismas, pero ya no significan lo mismo y terminan cayendo en el vacío. No significan ya nada.
¿Es un proceso que tiene fin, o se trata de una repetición
dialéctica hasta la eternidad, sin síntesis posible? ¿Son las utopías
sueños imposibles porque están hechas por seres humanos imperfectos?
¿Puede surgir la perfección de la imperfección? Sí, las revoluciones son
hechas por seres humanos y, por tanto, condenadas a la imperfección, es
hasta ahora la única lectura posible. Los seres humanos que no pueden
librarse del orgullo, la arrogancia, el sectarismo ideológico, la
ambición capaz de llevarlos al crimen para mantenerse en la cima. Esa
dialéctica fatal no puede dejar de repetirse en la historia, es la
lección de esta novela. Las reglas del poder son milenarias y funcionan
lo mismo bajo cualquier sistema como queda explícito en los dramas de
Sófocles y en los de Shakespeare, bajo las tiranías griegas o bajo el
feudalismo, bajo la revolución francesa o bajo la revolución cubana, o
la fenecida revolución nicaragüense.
No libra Carpentier a las revoluciones de su sino trágico. Las
revoluciones son deidades mudas, como la guillotina embozada que navega
en las aguas del Caribe sobre la cubierta de un barco, en viaje desde
las costas de Francia hacia las Antillas, traída por Huges. La
guillotina es el símbolo del poder total, el instrumento de ajuste de
cuentas para crear el orden nuevo que necesita librarse de estorbos:
traidores, contrarrevolucionarios, espíritus dudosos, tibios, sin
suficiente fe en la causa, que por eso mismo se convierten en un
peligro. Nadie puede librar su cabeza de ese péndulo con filo de
guillotina que es el destino.
Una revolución no se discute, se hace, proclama Víctor Huges, y eso es lo que hemos venido escuchando desde siempre. No hay revoluciones moderadas, porque entonces no serían revoluciones verdaderas. Las revoluciones son radicales por naturaleza, porque tienen que cortar todo de raíz. ¿Y después?
El siglo de las luces es una novela deslumbrante sobre el
poder y sobre las mutaciones del individuo cuando el ideal se convierte
en poder. Los juicios de Carpentier sobre la naturaleza de ese poder se
vuelven intemporales y cubren el pasado lo mismo que el presente. Hay en
ellas un principio ético, un espíritu de libertad, una dimensión
crítica que no pueden ser soslayados. Es la literatura la que habla por
él. Sus novelas son sus juicios. Y no puede haber excepciones.
No hay que olvidar lo que él mismo dijo acerca de ora novela suya, que también es un estudio sobre el poder, El reino de este mundo:
Lo real maravilloso forma una perspectiva más de la historia, no es necesariamente una ficción. Es la historia transmutada en ficción. La realidad nunca miente, ni dentro de una novela. Y tanto la historia como la ficción funcionan para crear un arquetipo inmutable, y una gran alegoría del poder.